Recluidos en un hospital de Cuba: cuando la luz es una cuestión de vida o muerte
En Pinar del Río, familiares de enfermos electrodependientes denuncian que no pueden regresar a sus casas por la falta de electricidad que les permita sobrevivir
Nadie imagina que Jeisel Hernández va a morir esta noche, a sus cinco años, lejos de casa. Sobre las cinco de la madrugada del 10 de diciembre, comienza a oírse un llanto aterrador, un coro de voces aturdidas en los alrededores de la sala de cuidados progresivos del Hospital Pediátrico Pepe Portilla, en Pinar del Río. En uno de los cuartos, Yarisleidy Ramos y Alianys Labrador, madres de dos niñas ingresadas, se despiertan del susto. Algo pasa. Salen y se encuentran a Yanelis Hernández, con el alma que parece que se le va a partir en dos. Jeisel, su hijo, se había dormido la noche anterior y ahora, que se acercó a la cama a ver cómo estaba, el niño no le respondió. Yanelis recogerá sus cosas, desmontará el pequeño campamento en el que vivió por más de un mes, y se irá a casa, de la que salió con Jeisel por la falta de luz, y a la que volverá envuelta en una oscuridad mucho más profunda.
Para octubre, los apagones en su barrio de Los Palacios eran como en casi toda Cuba, un manto negro que ensombrecía la vida a los vecinos, y se la hacía mucho más difícil a Jeisel, que, como paciente de atrofia muscular espinal tipo 1, o enfermedad de Werdnig Hoffmann, tanto necesitaba de la luz para vivir. El convertidor y las baterías habían comenzado a fallar. El cuerpo del niño, por el calor, empezaba a enrojecer, la comida a descomponerse. A la madre se le hacía difícil usar la aspiradora de secreciones para succionar la saliva. El respirador mecánico de Jeisel no podía, ni por asomo, quedarse sin energía. El día 25 de ese mismo mes, Hernández armó un maletín y salió de su casa hacia el hospital, el sitio en el que nunca quiso estar.
No era un secreto para Hernández que la vida de Jeisel podía ser corta, por eso quería garantizar su estancia en la casa, junto al hermano mayor y la abuela. Una semana antes de que el niño falleciera, la madre contó que no solo era difícil tener a su hijo encima de una cama de manera permanente, sino “verlo sufrir los apagones diarios”. Esperando un kit de panel solar que nunca llegó, ambos tuvieron que mudarse indefinidamente al hospital, un fortín con electricidad en medio de la noche apagada de Pinar del Río. En un país donde escasea casi todo, la madre nunca pidió lujos. Se desgañitó implorando a las autoridades que le facilitaran un generador eléctrico para que su hijo no tuviera que vivir recluido en un cuarto de hospital, lejos del resto de la familia, con el recordatorio constante de estar condenado a una enfermedad.
La muerte llegó antes que las respuestas del gobierno y de que apareciera una planta eléctrica o un panel solar. “Sé cuánto deseaba esa mamá estar con su hijo en casa y siempre le negaron la oportunidad”, dice Yarisleidy, de 38 años, madre de Valentina Ramos, que también se encuentra en la sala de cuidados progresivos. “Cuando veo que pasan estas cosas me da mucha rabia, porque no es fácil que les nieguen a estos niños la oportunidad de estar en casa el tiempo que Dios decida. ¿Te imaginas qué pasará con la mía? ¿Podré algún día llevármela para la casa?”
Hay gente en Cuba que hoy no pide la luz para ver la televisión, ni para alistar los uniformes de los niños, ni siquiera para cocinar. Para algunos, es un tema de vida o muerte: en un país colapsado, hay quien necesita de la luz para sobrevivir.
“Para un niño acoplado a equipo de ventilación, es de vital importancia la electricidad, puesto que sin luz, el equipo falla y ellos respiran por ese artefacto”, dijo a El PAÍS una enfermera de la sala de cuidados progresivos del Hospital Pediátrico, quien pidió mantener el anonimato. “Eso no está dentro de nuestras posibilidades. Para una madre es difícil vivir aquí por años, no son las comodidades de una casa y deben dejar a sus otros hijos detrás, a la familia”.
Un país apagado
Después de una muerte —en el tiempo en que las madres entrevistadas han permanecido dentro les ha tocado vivir al menos cuatro—, la sala de cuidados progresivos termina siendo un lugar silencioso, mucho más triste. Las que quedan se hacen la misma pregunta: hasta cuándo estarán allí, encerradas, mientras ven la vida correr desde el cristal nublado de la ventana.
Del hospital hacia adentro, el centro, como en todo el país, está colapsado por los enfermos de la arbovirosis que tiene a Cuba en vilo y la falta de medicamentos para atender a tantos pacientes. Según la enfermera entrevistada, a pesar de que el personal médico trata de garantizarles todas las atenciones, escasean las sondas de aspiración, cánulas, los botones de gastrostomía, el material de cura. En los pasillos y salas de espera, se han colocado camillas en la que permanecen los niños que llegan con alguna dolencia, mientras los doctores corren de un lado a otro tratando de calmar a los padres desesperados. Hay quienes se van pronto, hay quienes permanecen ingresados, y están quienes viven en el hospital.
Del hospital hacia afuera, Pinar del Río es una extensión de casi toda Cuba: gente que camina con desgano, un lugar con calles huecas por las que transitan motores y camiones cisterna, con una que otra cafetería ofertando pizzas napolitanas a 200 pesos cubanos (0,45 dólares), y largas colas delante de los cajeros automáticos para sacar algunos billetes. Una ciudad donde la gente se queja de la luz que le pusieron a las 3:00 de la tarde y le quitaron una hora después, que cocina con leña en plena calle, con vecinos abanicándose para espantar los mosquitos, el calor, el tedio y la impotencia que trae el apagón.
2025 ha sido un año de apagones crónicos: los cubanos han tenido que lidiar con cortes diarios de electricidad de hasta más de veinte horas, una situación que les ha hecho lanzarse a las calles a protestar en varias ocasiones. El colapso constante del Sistema Energético Nacional (SEN) debido a la falta de mantenimiento, los pocos recursos para invertir en la infraestructura, y la falta de divisas para importar combustible en un país con una economía completamente deprimida, son algunas de las razones de la escasez.
Además, recientemente se conoció que La Habana supuestamente está vendiendo la mayor parte del combustible facilitado por Venezuela. Según documentos a los que tuvo acceso el diario The New York Times, el Skipper, el buque petrolero que fue incautado por Estados Unidos frente a las costas venezolanas, cargaba casi dos millones de barriles, de los cuales unos 50.000 iban a llegar a la isla, mientras el resto sería vendido por las autoridades cubanas a China.
Desde el gran apagón que desconectó a todo el país por varios días en 2024, Cuba no ha vuelto a alumbrarse entera de una vez. Para mediados de diciembre, el déficit de generación era de casi 2,000 MW, en un país con una demanda de 2,350 MW.
La vida en la sala
El cuarto de cinco metros de largo por tres de ancho del Hospital Pediátrico Pepe Portilla, donde conviven Ramos y Labrador junto a sus dos hijas, las madres lo han equipado con lo esencial: una olla arrocera, algunas vasijas, ropa y algún que otro juguete. Mientras las niñas permanecen en dos camas acostadas, las madres pasan la noche meciéndose en dos sillones. Así llevan muchísimo tiempo.
Valentina, la hija de Ramos, de un año y nueve meses, nunca ha vivido en otro lugar que no sea el hospital pediátrico. Tras un episodio de salud crónico al nacer, hubo que practicarle traqueotomía y gastrostomía. Aún no tiene un diagnóstico confirmado, pero se sospecha que tenga algún tipo de atrofia muscular. Su abuelo ha podido verla una vez, y el papá, que la observa a través de un cristal, apenas la conoce. En El Yayal, la zona tabacalera donde vive la familia y donde quitan la luz eléctrica cada cuatro horas, su madre trabajaba como obrera en la selección de hojas de tabaco. Tuvo que dejarlo.
“No era mucho lo que ganaba, pero era suficiente para llevar una vida equilibrada”, dice. Desde que está encerrada en el hospital con la niña, Ramos cobra 2400 pesos cubanos por su rol de madre cuidadora, una cantidad que, asegura, no le “alcanza ni para un paquete de culeros [pañales] desechables”.
Al mismo cuarto donde vive Valentina, llegó en noviembre del pasado año Yeilín, la hija de Labrador, después de un mes de cumplir su primer año. La habían diagnosticado con atrofia muscular espinal tipo 1, algo “doloroso y devastador”. Tras un paro respiratorio, que llevó a los doctores a practicarle una traqueotomía y una gastrostomía, un respirador mecánico sustituyó la función de sus pulmones. En Los Palacios, donde han vivido siempre, la madre de 27 años tuvo que dejar al hermano gemelo de Valentina al cuidado de los abuelos.
A cada rato, las madres se miran, en ese cuartos lejos de la vida que tenían. Ya no les falta de qué hablar o qué contarse. Lo único que desvía el curso de sus rutinas es algún percance con las niñas. Si todo va bien, el día a día suele ser el mismo. Las madres se levantan sobre las 6:00 de la mañana, alimentan a las pequeñas y las alistan. A las 8:00, aparecen los médicos a examinarlas, o la fisoterapeuta a practicar los ejercicios. Luego, las bañan. Al mediodía, tocará el almuerzo, muy bien elaborado para las pequeñas, pero pésimo para las madres. Por la tarde, las niñas pueden ver animados y oír música infantil. Cenan en la noche, se acuestan a dormir, y repiten una rutina que pudiera ser mucho más llevadera, si tuvieran luz en sus casas.
“Aquí estamos aún en espera del dichoso panel solar”, dice Ramos, agotada. El Gobierno no está de espaldas a la situación. La madre también ha solicitado ante las autoridades la posibilidad de que le otorguen una vivienda para salir del lugar intrincado donde vive e irse a uno donde pueda llegar de manera rápida hasta el doctor, en caso de una emergencia. “Pero el Gobierno alega no tener recursos para ayudarme. Me duele esa indiferencia, no le dan importancia a la vida de nuestros hijos”.
No podría irse ahora mismo a casa, a expensas de que se vaya la luz y no pueda aspirar a su hija, o por el temor de que un cuarto no climatizado termine afectando más su salud, o ante la imposibilidad de licuar la comida que requiere. Es un proceso que ha terminado pasándole factura a todos. “La enfermedad de la niña, la separación de mis seres queridos, el no poder regresar a mi casa, todo lo que he tenido que vivir aquí es muy duro”, dice la madre.
Aunque reconoce que la atención en el hospital “ha sido buena”, y que los doctores y enfermeras han dado todo de sí, dice que la situación es desesperante. “Tenemos que ver a los familiares por un cristal”, se lamenta. “Yo solo quisiera poder estar en casa con mi niña y poder disfrutar de ella lejos de un hospital el tiempo que Dios decida”.
Esperando volver a casa
A veces, tiene que aplastar la comida por no tener luz para conectar la licuadora. El yogurt, para mantenerlo fresco, lo introduce en cubetas de agua. “Elaborar sus alimentos es un sacrificio”, cuenta Baysel Acosta Moreno, de 40 años, padre de Milena Acosta Sánchez, paciente de 6 años. “Es muy difícil para cualquiera tener una niña en estas condiciones y que todo dependa de la electricidad”.
No pocas veces, Moreno ha tenido que aspirar él mismo, con su boca, las flemas de su hija. “Por la falta de electricidad, he tenido que socorrerla”. La niña padece el síndrome de Lennox-Gastaut, un trastorno neurológico que le provoca epilepsias y otros trastornos.
Ahora se encuentran en el pediátrico de Pinar del Río, pero por mucho tiempo vivieron en la sala de ingresos del municipio Guane, por la misma razón: la falta de un generador eléctrico. En la zona rural donde vive hay cortes de luz de hasta 30 horas seguidas. “Dos años solicitando un generador de corriente y nada”, dice el padre. “He pasado momentos muy duros, ella ha convulsionado de madrugada y no he tenido cómo alumbrar o cómo comunicarme para llamar a una ambulancia”.
A pesar de que recientemente la prensa estatal local anunció que la empresa Tabacuba había distribuido sistemas fotovoltaicos a una veintena de niños de los más de 100 con enfermedades crónicas en la provincia, varias familias en contacto con este diario aseguraron no haberse beneficiado.
“La respuesta es que no hay equipos por ahora. ¿Pero alguien se ha preguntado cómo es nuestra vida, o la vida de esos niños? ¡Cuántas noches sin dormir! ¡Cuánta carencia de todo! Estamos esperando a que podamos volver a estar juntos en casa. Estando aquí, exponemos a nuestros niños a cualquier enfermedad”.
Ese es el mismo miedo que tienen el resto de las madres: que la imposibilidad de irse a casa termine siendo irremediable. “Nuestros niños corren mayor riesgo de contraer algún virus o alguna bacteria hospitalaria”, dice Labrador, la madre de Yeilín. “El Gobierno y el Partido me dicen siempre lo mismo: que no hay generador, que tengo que esperar. Esto es una mezcla de sentimientos, de dolor, tristeza, coraje y rabia”.