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Una herida en el mundo

Para escuchar la ola reventando, o el viento en la montaña, hay que subir la montaña; hay que estar frente al mar

La semana pasada, en un breve viaje a Guatemala, visité al periodista José Rubén Zamora en una celda en la prisión Mariscal Zavala, donde permanece encerrado, injustamente encarcelado desde hace más de tres años. Es un preso de conciencia. Es un hombre sin legítima defensa. Su proceso ...

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La semana pasada, en un breve viaje a Guatemala, visité al periodista José Rubén Zamora en una celda en la prisión Mariscal Zavala, donde permanece encerrado, injustamente encarcelado desde hace más de tres años. Es un preso de conciencia. Es un hombre sin legítima defensa. Su proceso no cuenta con las mínimas garantías, pero él envejece en esa celda de paredes de concreto y puerta de hierro con apenas una ventanita atravesada por barrotes, en la que recientemente cumplió 69 años.

Hace un año lo visité en su casa, durante una brevísima permuta de prisión por arresto domiciliario que apenas le duró un mes.

Aquel día nos abrazamos, reímos, celebramos estar sentados a su mesa y no sobre el frío cemento del suelo de la prisión. Me contó de sus tormentos. Fue torturado por carceleros del sistema penitenciario —entonces aún bajo administración del presidente Alejandro Giammattei especialmente afectado por las denuncias de corrupción palaciega publicadas por José Rubén—.

Me enseñó su brazo y me dijo que tenía insectos adentro del cuerpo. Una noche, un custodio introdujo por debajo de la puerta de su celda una bolsa con “cientos de bichos que yo nunca había visto en mi vida y que se reproducen como conejos”, me dijo. “Una araña horrible había tejido un hilo por el que descendía cada noche justo encima de mi cabeza. Abría los ojos y la veía y ya no podía cerrarlos. A los dos días ya había cientos de arañitas. Logré hacerme de un Baygon pero era como Martinis para los bichos, que atacaban con mayor fuerza”. Consiguió un insecticida industrial que finalmente erradicó a los visitantes, pero le dejó secuelas permanentes en el sistema nervioso.

José Rubén Zamora ha vuelto a la misma celda. El nuevo Gobierno de Bernardo Arévalo no puede liberarlo, porque eso depende de un sistema judicial secuestrado por poderosos personajes que se benefician de la corrupción y la impunidad. Pero sí ha podido mejorar sus condiciones. Ahora tiene una librera con libros y una cafetera y un pequeño refrigerador y ya nadie golpea su puerta en las noches ni le mantiene la luz encendida ni le corta el agua. Ni le arroja una bolsa con insectos vivos.

Conserva intacto su sentido del humor. Le llevé un libro de la periodista filipina Patricia Evangelista sobre la campaña represiva de Duterte y al verlo dijo: “Qué bueno que no me trajiste shampoo, porque tengo suficiente para tres cadenas perpetuas”. Evidentemente soy más optimista que algunos de sus amigos, porque mi regalo tiene poco más de 300 páginas, a diferencia de los ejemplares de Los Miserables, Crimen y Castigo y Moby Dick que ocupaban media repisa.

Afuera de su celda, en un pasillo de 2,5 metros, camina ida y vuelta todos los días hasta completar, según sus cuentas, 12 kilómetros. A pesar de sus esfuerzos por mantenerse en forma, es notable el deterioro físico, natural a su edad pero agravado por sus años en prisión.

Después de una hora francamente amena nos despedimos con un abrazo y un custodio me abrió la puerta. Salí. Miré hacia atrás y lo vi aún con la mano elevada, sonriéndome. En ese instante me invadió de golpe toda la injusticia de la que José Rubén es víctima. Yo me iba a la calle o al mar o a la montaña a escuchar el viento y mi amigo se quedaba allí. No puede salir.

Un abismo nos separaba ahora. Tan preciso como la corta pero insalvable distancia entre la celda y el bosque que rodea la prisión. Tan profundo como una herida en el mundo.

No pude dejar de pensar en esto

Dos días después me encontré en Antigua con el doctor Homero de León, mexicano, miembro del equipo de Médicos Sin Fronteras que apenas dos semanas antes atendía pacientes en Gaza bajo indiscriminados bombardeos israelíes. Ha pasado seis meses allá, en tres rondas de dos meses cada una.

Me habló de la falta de insumos médicos para practicar sencillos procedimientos; de los dilemas para decidir a quién aplicar la poca anestesia o antibióticos que tienen. De la prohibición israelí a ingresar juguetes porque los consideran de potencial uso militar (¿?)… De los esfuerzos de todo el hospital por devolver a los niños un poco de normalidad; de los orfanatos temporales para acoger a los miles de huérfanos.

Me contó de las dificultades que atraviesa el personal médico gazatí: enfermeras y doctores desplazados una y otra y otra vez —el director del hospital ha debido reubicarse doce veces en dos años—, con sus tiendas de campaña a cuestas porque son escombros sus casas; que han perdido a decenas de familiares, que no tienen alimentos pero sí indelebles traumas. Me habló de una enfermera que en cuanto llega a su tienda de campaña se sienta en un rincón a llorar porque no puede hacer otra cosa más que esperar el momento de volver al hospital para distraerse. De otro colega que, en un breve descanso, le contó que había perdido a 14 miembros de su familia en un bombardeo. En un reciente bombardeo. El intenso trabajo en el hospital le ayudaba a no pensar en eso todo el día. “Cuando terminan sus turnos, nuestros colegas regresan a sus tiendas de campaña en las que no tienen letrinas ni agua potable. En las que está lo que queda de sus familias. Al siguiente día están en el hospital trabajando sin cesar. Nos han matado a 14 compañeros de Médicos Sin Fronteras. En total, más de mil setecientos trabajadores sanitarios han perdido la vida”, me dijo.

En Gaza hay un hermoso mar pero no es posible su contemplación. El reventar de las olas se pierde entre el sonido terrible de los drones israelíes, de los aviones israelíes, de los tanques israelíes, de las bombas israelíes que lo han destruido todo.

En cada salida de Gaza, en cada despedida de sus colegas palestinos, Homero de León ha vivido también el revelador instante que yo viví en la prisión de Mariscal Zavala dos días antes. Él se va. Ellos se quedan. La apertura de un abismo. “Es exactamente esa sensación. Exactamente –me dijo–. Siempre me siento un poco culpable”. La injusticia desnuda, patente en ese instante. El abismo que separa, tan preciso y oscuro como la distancia entre Gaza y Jordania. Tan profundo como una herida en el mundo que se revela, dolorosa y plena, en ese preciso instante.

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