Maduro estrena su tercer mandato sobre los escombros de una catástrofe socioeconómica

La modesta recuperación de los últimos años no logra maquillar la emergencia económica de Venezuela: una estructura productiva en ruinas con niveles de pobreza que casi triplican el promedio regional y una enorme desigualdad

Una planta procesadora de combustible, en Falcón (Venezuela).Foto: MIGUEL GUTIERREZ Henry Chirinos | Vídeo: EPV

La toma de posesión de Nicolás Maduro, consumada el pasado viernes, inaugura una etapa marcada por profundas heridas en el tejido socioeconómico de Venezuela. La emergencia financiera, probablemente la mayor espita del descontento de la población, aún no se ha disipado a pesar de la reactivación del consumo. La crisis y el conflicto político siempre han ido de la mano y, tras una década de catastrófica gestión y el recrudecimiento de las tensiones entre el chavismo y la oposición, el Gobierno bolivariano afronta un periodo especialmente turbulento. Las pruebas de fraude electoral que el mandatario no ha podido rebatir ya han elevado la presión internacional. Estados Unidos y la Unión Europea han redoblado las sanciones y Maduro se prepara una nueva etapa de aislamiento, que como en el pasado, tendrá un impacto en la economía.

El comienzo del mandato llega después de tres años de recuperación moderada si se tiene en cuenta de dónde se viene, precedida por una contracción de carácter histórico que cambió la fisonomía del país en la última década. En el contexto de una tormenta económica sin apenas precedentes, agravada precisamente por la soledad política del chavismo, en 2020 el Gobierno de Maduro finalmente se alejó de la ortodoxia estatista planteada en el célebre Plan de la Patria (su programa económico) y aceptó impulsar algunas reformas atendiendo a la economía de mercado.

La dolarización de parte del sistema monetario, una política cambiaria y fiscal de nuevo signo, una actitud más permisiva con el empresariado y un trato diferente a los capitales internacionales han producido tanto un descenso en las tasas interanuales de inflación como una recuperación en la capacidad de compra y una cierta mejora en el comercio. El daño al tejido productivo y social del país, sin embargo, ya estaba hecho. El colapso socioeconómico, experimentado en el periodo 2014-2020, bajo el mandato de Maduro, fue un golpe al metabolismo nacional y produjo un trauma interno del cual muchas personas aún no terminan de recuperarse.

El tamaño total de la economía se contrajo en más del 80% en aquellos tiempos de controles económicos, toma de empresas, conflicto con los capitales y burocratización. El parque industrial local se achicó dramáticamente, y hoy opera al 30% de su capacidad. Miles de emprendimientos se fueron a la quiebra. La ola de nacionalizaciones destruyó la capacidad de respuesta económica. La hiperinflación, que en 2019 alcanzó la vertiginosa cifra del 9.500%, tuvo un impacto devastador y arruinó el horizonte de millones de personas. El negocio petrolero se hundió a causa de los efectos del anclaje cambiario y la corrupción en Petróleos de Venezuela. La pobreza de ingresos se duplicó, alcanzando al 80% del país, de acuerdo con estimaciones de la Academia Venezolana de Ciencias Económicas (ANCE).

Los cálculos de este organismo dejan asentado que el nivel actual de pobreza de ingresos del país es 2,6 veces mayor al promedio latinoamericano. La distribución del ingreso nacional, según estos datos, es una de las más sesgadas y desiguales: el 10% más rico acapara el 37% del ingreso nacional.

La crisis de aquel tiempo destruyó los salarios, disparó los precios, expandió la escasez de bienes, agravó los problemas de servicios públicos y produjo una diáspora de millones de personas, parte de la cual salió del país caminando hacia el resto de Sudamérica.

Desde 2015, el Banco Central de Venezuela, controlado por Nicolás Maduro, comenzó a esconder a la opinión pública las cifras mensuales de la economía. También se agravó la censura en los medios. La popularidad del chavismo se evaporó en 2014 y no regresó jamás. En años como 2019 y 2020, de acuerdo con cálculos de consultoras privadas, la economía nacional ofreció dígitos de un país en guerra: se contrajo en 30 puntos del PIB.

Los servicios de asistencia social diseñados por el Gobierno chavista (el programa de salud preventiva Barrio Adentro; el programa de transferencia de bienes Mi Casa Bien Equipada; los mercados de comida barata de Mercal; los Centros de Diagnóstico Integral, creados con ayuda cubana), que hasta entonces habían tenido éxito y anclaje electoral, se derrumbaron en el contexto de la crisis, en gran parte por la corrupción desbordada de los funcionarios revolucionarios.

El salario mínimo mensual, que tradicionalmente rondaba los 400 dólares, es ahora de 3. El Ejecutivo concede a la población varios bonos cada cuatro semanas, unas cartillas sin efecto retroactivo en las prestaciones sociales, que hace que termine en los 150 dólares al mes.

Las sanciones internacionales a Venezuela, particularmente las de Estados Unidos, se concretaron a partir de 2016, en parte como consecuencia de la crisis política agitada por el descontento popular. Esas decisiones dejaron atado de manos a Maduro para explorar opciones comerciales alternativas o emprender la recuperación de la industria petrolera. La búsqueda de nuevos mercados forzada por la guerra de Rusia en Ucrania abrió una etapa de mayor distensión entre Caracas y Washington que contribuyó a una ligera reactivación del sector. No obstante, aun con la incógnitas que rodean el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, es previsible que tras la toma de posesión se endurezcan las sanciones internacionales al petróleo venezolano.

Los ingresos nacionales, que dependen esencialmente de la extracción de crudo, llegaron a la zona de alerta roja ya en la pasada década: de casi 3 millones diarios de barriles, el país llegó a producir 300.000 en 2019. Hoy, con muchas dificultades, se acerca de nuevo el millón.

A partir de 2016, y por primera vez en toda su historia, las remesas de los emigrantes comenzaron a desempeñar un papel importante en los ingresos del fisco venezolano. El éxodo de entre siete y ocho millones de personas, según los cálculos de Naciones Unidas, fue un fenómeno sin precedentes en la historia reciente de América Latina que ilustra la gravedad del colapso económico que sufrieron los venezolanos, además del cercenamiento de sus derechos políticos. Mientras obligaba a la población a hacer compras de comida en días específicos, de acuerdo con lo que indicara el último número de la cédula de identidad de cada ciudadano, el Gobierno de Maduro se negaba a reconocer su responsabilidad en la crisis o la existencia de una diáspora ciudadana.

Los desastrosos resultados de la gestión chavista activaron la ley de la gravedad en la política hace ya una década. En diciembre de 2015, la oposición venezolana obtuvo una clamorosa victoria electoral en las elecciones parlamentarias que disparó las alarmas en el chavismo, que a partir de ese momento se aseguró el control de todos los resortes del Estado. El resultado fue una concentración absoluta del poder en manos de Maduro y una restringida cúpula de figuras leales y, por otro lado, la puesta en marcha de programas de cobertura social que tenían el propósito de retener a la militancia chavista y tejer redes de fidelidad.

Maduro impulsó el llamado carné de la patria, un documento que trae una cartera de subsidios digitales, ahora con aportes muy modestos, y las bolsas de comida CLAP, los conocidos como Comités Locales de Abastecimiento y Producción. La población sigue acogiéndose generalmente a estas iniciativas, aunque todas las encuestas muestras la caída en picado de su popularidad. Cualquier ayuda es insuficiente ante el desmoronamiento de la actividad productiva. Mientras tanto, los venezolanos afrontan una etapa llena de incertidumbre política y probable inestabilidad económica.

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