El lenguaje duro y obsceno de la extrema derecha contamina la política

La nueva política echa mano cada vez más de lo más duro y hasta soez del lenguaje en el discurso político, donde priva la vulgaridad, el insulto y la mentira

Donald Trump candidato presidencial republicano, habla en el mitin de campaña del Turning Point PAC en el UNLV Thomas & Mack Center en Las Vegas.CAROLINE BREHMAN (EFE)

El lenguaje ha sido siempre el espejo de la humanidad. Según los textos bíblicos, el mundo se creó con las palabras: “Hágase la luz y la luz fue hecha”. Sin embargo, las palabras a la vez que crean una realidad pueden ensuciarla y desprestigiarla.

Es lo que el mundo está haciendo con el resurgir y el acrecentarse de los dogmas de la extrema derecha.

No acaso un denominador común que abraza a todas las derechas extremistas es el lenguaje del mal gusto, del insulto, el de la amenaz...

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El lenguaje ha sido siempre el espejo de la humanidad. Según los textos bíblicos, el mundo se creó con las palabras: “Hágase la luz y la luz fue hecha”. Sin embargo, las palabras a la vez que crean una realidad pueden ensuciarla y desprestigiarla.

Es lo que el mundo está haciendo con el resurgir y el acrecentarse de los dogmas de la extrema derecha.

No acaso un denominador común que abraza a todas las derechas extremistas es el lenguaje del mal gusto, del insulto, el de la amenaza, cada vez más alejada del diálogo constructivo y creativo. Gustan más los truenos y relámpagos que los arcoíris. Existe así una especie de fascinación hoy en la política hasta por lo soez y por el lenguaje, cuanto más vulgar, mejor. El diálogo constructivo y el respeto por las ideas diferentes están dando el paso al insulto duro y puro, cuanto de peor gusto, mejor.

Y a falta de nuevos vocablos en uso de la nueva política que ensombrece el lenguaje, se echa mano de los viejos credos absolutistas del fascismo y del nazismo. Así, en este momento, en la dura batalla de las elecciones de los Estados Unidos, en boca de los dos contendientes, Kamala Harris y Donald Trump, han vuelto a resonar los viejos insultos de “fascista” y de “nazi”. El enfurruñado Trump no ha tenido escrúpulos en confesar que le gustaría tener generales a lo Hitler y la sonriente Harris llama a su adversario fascista.

La nueva política echa mano cada vez más de lo más duro y hasta soez del lenguaje en el discurso político. Las redes están inundadas no solo del insulto abierto, sino de la mentira y del engaño como algo normal. Mientras la Inteligencia Artificial nos brinda cada vez mayores posibilidades de comunicación impensadas hasta ayer, como el poder hablar y escribir en cualquier idioma del planeta, la política se ha apoderado de la fuerza de la nueva tecnología para degradar la política, sepultar la democracia y dar rienda suelta al lenguaje al estercolero.

Si un día se decía “dime cómo hablas y te diré quién eres”, hoy, para analizar las aguas turbias en las que se mueven la democracia empobrecida, basta poner el oído al nuevo lenguaje de los políticos incluso de los que ayer nos merecían respeto y hasta admiración. ¿Dónde están los grandes estadistas, los creadores de un lenguaje político universal de concordia, de unidad, de justicia social y de respeto hasta de los adversarios?

Hoy en el lenguaje político priva la vulgaridad, el insulto y la mentira. Y poco a poco empieza a ser hasta instrumento en busca de consensos. Cuanto más duro el lenguaje, más tristemente ofensivo, sin preocupaciones especiales sobre si trata de verdad o de mentira, más votos arrastra en las elecciones. Leí de un seguidor del ultraderechista Jair Bolsonaro, aquí en Brasil, decir del nostálgico de dictaduras y torturas: “Él sí los tiene bien puestos”.

Da la impresión que lo que hoy priva, incluso entre los más jóvenes, es la política de la exageración, de la mentira y del insulto y crece la fascinación por los que se revelan más duros, más desinhibidos en el lenguaje. Falta a grandes y chicos lo que el psicoanálisis llama “contenedores”, esos frenos naturales ante los impulsos desagradables para hacer posible una convivencia civil, si no amistosa por lo menos civilizada. ¿Sería pedir demasiado?

Al famoso y ya clásico libro: Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, habría que añadir que también pueden morir víctimas del nuevo lenguaje nazifascista que está prosperando en las redes sociales y más allá, y del insulto que substituye al diálogo entre diferentes, única posibilidad de convivencia sin que nos amenacen los nubarrones de nuevos conflictos mundiales y sangrientos en los que suelen pagar el precio, sobre todo los inocentes. Sí, que nos lo cuente Gaza y su infierno de sangre e injusticia. Hoy el vocablo “dictadura” ya no asusta ni siquiera a los gobernantes democráticos que, ante las posibles ventajas económicas, no se avergüenzan de conversar y negociar con dictadores sangrientos bajo la excusa de que, como decía un gracioso: “los negocios son negocios”.

Sí, las palabras, hasta las más rastreras, empiezan a aparecer hasta en los labios de los que creíamos los guardianes de los valores morales y sociales que un día regían las democracias. Las de verdad, no las envenenadas de hoy.

¿Sin esperanzas, entonces? ¡No! Ese vocablo bendito sigue vivo y en todos los diccionarios. Hay solo que resucitarlo. No solo es cierto que la esperanza es lo único que no se pierde, es que el día en que desaparezca o sea cambiada por el derrotismo, el universo perdería su razón de ser.

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