‘Arcistas’ vs ‘evistas’: los riesgos de despertar monstruos en Bolivia
La batalla interna entre el presidente, Luis Arce, y su mentor, Evo Morales, se confunde con la propia lucha por el poder estatal, aun cuando el país vive una creciente incertidumbre económica
La asonada militar del miércoles pasado en Bolivia -con el jefe del Ejército entrando al Palacio Quemado tras forzar la puerta con una tanqueta- ocurrió en un terreno crispado por las disputas en el interior del Movimiento al Socialismo (MAS), un partido hoy fracturado entre partidarios del expresidente Evo Morales y del actual mandatario, Luis Arce Catacora. Esta guerra intestina está debilitando no solo al Gbierno y al propio MAS, sino a la institucionalidad estatal, con la Asamb...
La asonada militar del miércoles pasado en Bolivia -con el jefe del Ejército entrando al Palacio Quemado tras forzar la puerta con una tanqueta- ocurrió en un terreno crispado por las disputas en el interior del Movimiento al Socialismo (MAS), un partido hoy fracturado entre partidarios del expresidente Evo Morales y del actual mandatario, Luis Arce Catacora. Esta guerra intestina está debilitando no solo al Gbierno y al propio MAS, sino a la institucionalidad estatal, con la Asamblea Legislativa semiparalizada, jueces con mandatos autoprorrogados e involucramiento de los militares en el conflicto.
Fue en este marco que el general Juan José Zúñiga -amigo personal del presidente Arce- primero llegó a la jefatura del Ejército sin méritos castrenses para ello y con acusaciones previas de malversación de fondos-, y terminó luego enredado en la puja interna del MAS al salir a amenazar al expresidente Evo Morales, incluso con la prisión, si intentaba volver a postularse. El diputado Rolando Cuéllar, uno de los arcistas más desbocados, propuso entonces condecorar al militar. Pero, al final, tras el escándalo que provocó la sobreactuación antievista de Zúñiga, el gobierno le soltó la mano.
La decisión presidencial de destituirlo fue vivida como una traición por Zúñiga, quien según varios reportes periodísticos se autopercibía como el “general del pueblo” e incluso encargaba pinturas que lo retrataban con tintes épicos. Luego vendría la asonada rocambolesca, que rápidamente quedó aislada. Incluso la policía, que en Bolivia suele actuar como un movimiento social más y aprovecha las crisis para buscar aumentos salariales y revelarse contra las malas condiciones de trabajo, tampoco se sumó a la movida, que tomó por sorpresa al país entero y fue rechazada por todos los sectores políticos.
Pero la denuncia de “autogolpe” del sector evista, que considera la rebelión de un comandante del Ejército y las imágenes vintage de los tanques en plena Plaza Murillo como un “show” montado por el propio Arce, contribuyen también al deterioro político e institucional. Toda la dinámica política termina subsumida en lo que el exvicepresidente Álvaro García Linera denominó las “mezquindades grises” del momento actual. No pesan tanto las divergencias ideológicas, aunque a menudo se apele retóricamente a ellas, como la lucha de poder entre dos personas y los grupos conformados alrededor de cada uno. Luis Arce busca continuar un mandato más y Evo Morales volver luego de su derrocamiento en 2019.
Los evistas acusan a los arcistas de ser la “derecha endógena” del proceso de cambio y estos últimos responden con un discurso “renovador” y antipersonalista, y dejan saber que han golpeado a la derecha como Evo no se habría animado a hacer, por ejemplo deteniendo al gobernador de Santa Cruz Luis Fernando Camacho, actualmente preso en La Paz, o manteniendo en la cárcel a la expresidenta Jeanine Áñez. Es más, el Gobierno ha aprovechado la última asonada para proyectar la imagen de un Luis Arce encarando personalmente a los golpistas y desactivando rápidamente la conspiración, como contracara de 2019, cuando en medio de la crisis, Evo se replegó en su bastión de el Chapare. El actual ministro de Gobierno, Eduardo del Castillo, llegó a decir que, “durante el golpe de 2019″, su antecesor en la misma cartera, Carlos Romero, debió ponerse al frente y no ponerse a rezar con un pastor”. El mensaje es claro, aunque sin duda carente de mesura: nosotros resistimos, mientras que, en 2019, Evo y sus ministros huyeron.
De su lado, Evo responde burlándose de la asonada con una desmesura en espejo: 2019 fue un verdadero golpe, este fue una farsa, incluso un autogolpe. “Ahora no sé qué clase de golpe será pues, empieza el golpe y el ministro [Del Castillo] feliz paseando por la plaza Murillo, tocando tanquetas; un golpe de Estado con cero heridos, cero disparos; cero muertos. Un golpe de Estado acá se hace con balines, debería investigarse”.
García Linera, quien se ha mantenido al margen de la puja interna, resume: “Lo desgarrador del escenario es que un gobierno de izquierda necesite apoyarse, en parte, en los militares para tener estabilidad y contener los intentos de movilización de Evo para buscar ser habilitado como candidato; y, a la vez, que Evo aproveche este momento de debilidad del presidente Arce para poner en duda la gradual autonomización de los militares y ahora se sume al coro de ‘autogolpe’ que enarbola la misma derecha que en 2019 promovió el golpe de Estado contra el propio Evo”.
La debilidad opositora alimenta, ciertamente, la intensidad de la guerra civil que traviesa al MAS y a las organizaciones sociales que lo componen; incluso ambas facciones se han acusado mutuamente de vínculos con el narcotráfico. Como ninguno de los dos grupos parece temer que la desgastada oposición pueda volver rápidamente al poder, la batalla interna se confunde con la propia lucha por el poder estatal, aun cuando el país vive una creciente incertidumbre económica.
En esta dinámica autodestructiva, “no les importa despertar monstruos armados que, como se vio en 2019, son capaces de devorarlos a ambos”, concluye García Linera. Por eso, la presurosa salida de los sediciosos de la sede del poder político no anticipa tranquilidad, sino una mayor crispación política.
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