“Llama a Wilmito y dile que nos ayude a conseguir el carro”

EL PAÍS adelanta un extracto del libro ‘Ciudadano Wilmito: La historia del primer pran de Venezuela’, del periodista Alfredo Meza

Wilmer José Brizuela 'Wilmito', dentro de una celda.Facebook

A papá le robaron el auto la madrugada del 9 de abril de 2014. Yo estaba de viaje y me enteré cinco horas después porque tenía el teléfono apagado. Cuando lo encendí, el aparato vibró tantas veces que entendí que alguien había estado tratando sin éxito de comunicarse conmigo.

Tenía varios mensajes de mamá. No parecía la misma mujer que destacaba por el timbre agudo de su risa o por la tesitura de su voz, de inflexiones autoritarias. Me hablaba con pena, como si quisiera evitar que alguien la escuchara. Nunca le pude preguntar a papá si estaba de acuerdo con lo que ella me pidió entonces...

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A papá le robaron el auto la madrugada del 9 de abril de 2014. Yo estaba de viaje y me enteré cinco horas después porque tenía el teléfono apagado. Cuando lo encendí, el aparato vibró tantas veces que entendí que alguien había estado tratando sin éxito de comunicarse conmigo.

Tenía varios mensajes de mamá. No parecía la misma mujer que destacaba por el timbre agudo de su risa o por la tesitura de su voz, de inflexiones autoritarias. Me hablaba con pena, como si quisiera evitar que alguien la escuchara. Nunca le pude preguntar a papá si estaba de acuerdo con lo que ella me pidió entonces. Prefiero pensar que mamá estaba consciente de que él nunca hubiera avalado lo que ella estaba a punto de plantearme.

Papá era médico, se había jubilado de la universidad y trabajaba cuatro tardes a la semana atendiendo a sus pacientes en un consultorio alquilado en Ciudad Bolívar. Para poder mantener su nivel de vida había vendido la casa de la playa y la oficina que había comprado cuando era joven en otra clínica de esa ciudad. Con los años entendí que aquel gesto de mamá era la desesperación de un par de viejos sometidos a la desgracia de envejecer en un país colonizado por un Estado malandro.

Días después, cuando regresé a Venezuela, conversé con papá sobre lo que había ocurrido. Me contó que había dejado a mamá de madrugada en el aeropuerto de Ciudad Bolívar para que tomara el vuelo semanal, que despegaba a las 6:00 a.m. hacia Caracas. Había hecho la reserva con tiempo para evitarse la condena de viajar hacia la capital durante ocho horas por carreteras en mal estado, llenas de huecos y plagadas de señalizaciones descoloridas. Era una tragedia para toda la ciudad que los aviones llegaran una vez por semana. Cuando era niño aterrizaban hasta tres vuelos diarios y yo llevaba la cuenta de esa pérdida de estatus con algo de dolor porque mis primeros años están ligados al recuerdo de una diversión que me ofreció papá cuando advirtió que me gustaban los aviones. Cada fin de semana me llevaba a ver la maniobra de los viejos DC-9 frente a la terminal. Casi siempre íbamos en la tarde, pero a veces, si no hacía tanto calor, pasábamos al mediodía. En uno u otro caso la rutina era la misma: una vez que apagaba el carro, papá me decía que podía bajar. Yo abría la puerta y corría hasta una verja de alambre aluminizado que dividía el estacionamiento del playón de cemento donde paraba el avión. Allí metía el pie entre las mallas trenzadas para saludar a los pasajeros que llegaban o se iban. En un recodo, protegido del sol, papá leía un diario mientras me esperaba.

Con el paso de los años dejamos de escuchar a diario los potentes motores de los aviones. Pocos tenían en cuenta a nuestra ciudad en sus itinerarios turísticos. Ya no llamaba la atención la impronta de un centro histórico edificado en los tiempos de la Colonia sobre un cerro rocoso, donde el curso del Orinoco se hacía más estrecho. La vieja Angostura, sí, donde Simón Bolívar había presidido el histórico Congreso de Angostura y sancionado la primera Constitución que le había dado forma a ese extravío llamado Venezuela. La vieja Angostura, sí, la triple capital —de la provincia de Guayana, de Venezuela y de la Gran Colombia— en los años rudos de la guerra contra la corona española. En Ciudad Bolívar había nacido el país, se había editado el primer diario libre, el Correo del Orinoco, y pensábamos que había tanto que aprender de nosotros mismos que nos costaba procesar que nuestra ciudad era como un aristócrata venido a menos. Todos sabían de la importancia de este lugar en la fundación de la República, pero en Venezuela la construcción de la memoria es un preciosismo que siempre está postergado por los apremios del presente.

Mis padres se adaptaban a esos horarios infames para llevar su vida normal. Papá era un hombre que repetía sus rutinas y no había quien lo convenciera de modificarlas. Muchas veces le dijimos que, para evitar que lo robaran, no podía poner gasolina durante la noche y que tampoco debía respetar las luces rojas del semáforo. Pero papá me decía que yo lo estaba obligando a desobedecer las leyes y que me aprovechaba de su vejez para imponerme. Siguiendo ese impulso, papá advirtió, después de dejar a mamá en la terminal, que casi no tenía combustible y se paró en una estación a llenar el tanque. Bajó del carro, seleccionó el octanaje y colocó el pico en el orificio del depósito del tanque. No había terminado de presionar el surtidor cuando sintió un empujón y una voz que ordenaba:

—Apártate, viejo de mierda.

Papá me enseñó a no pelear con los delincuentes. Siempre le quitó valor a todo, incluso a aquello que le costaba mucho comprar. No era tanto por aquel consuelo medio tonto de que lo material siempre se recupera, sino por algo incluso mucho más práctico: no es posible pelear de igual a igual con quien está armado y seguramente sumido en la realidad paralela de las drogas. En casa nunca hubo armas y él siempre lució ese blasón con orgullo.

Papá advirtió que eran dos hombres porque uno de ellos le dijo que no se volteara y otro lo obligó a tenderse boca abajo. Casi al mismo tiempo sintió que le metían la mano en el bolsillo trasero del pantalón, donde tenía la billetera. Quiero pensar que en ese momento papá hizo lo que alguna vez nos pidió, como una forma de sentirse mejor durante la afrenta de un robo: “Obedezcan al violento y concéntrense en el desprecio que sienten por él”. A pesar del miedo, papá me contó que tuvo valor para hablarle a los tipos.

—Tomen el dinero, pero no se lleven los papeles, por favor.

Con la cara pegada al suelo, papá escuchó a los hombres cuando se alejaban en su auto. Antes de levantarse esperó a que el sonido del motor se disolviera en la banda sonora del amanecer. Aún estaban encendidos los tubos de neón del escaso techo que protegía a los surtidores. Como la gasolinera quedaba cerca del aeropuerto, papá caminó hasta la terminal y pudo avisarle a mamá, que aún no había subido al avión, que lo habían robado. Más tarde, aun conmocionados por lo que había pasado, llamaron a unos compadres para que los llevaran a casa.

Les tocaba entonces comenzar a pensar en otro calvario: demostrarle a la Policía que lo que había ocurrido era cierto. Papá y mamá sentían que ese trámite era la segunda ofensa del día. La palabra había perdido tanto su valor que frente a la autoridad todos eran mentirosos a menos que demostraran lo contrario. Como un billete falso, todo era sometido a verificaciones exhaustivas, a una ristra interminable de comprobaciones que a menudo terminaban en el desconcierto y en la certeza de que lo importante en Venezuela no es tener la verdad sino el poder para imponerla. Fue entonces cuando mamá me dejó aquel mensaje sorpresivo en el buzón de mi teléfono.

—Llama a Wilmito y dile que nos ayude a conseguir el carro.

Cuatro meses antes, en diciembre de 2013, había llamado a Wilmito, el líder de la cárcel de Ciudad Bolívar, porque quería hacerle una entrevista para un perfil que estaba escribiendo. Me interesaba conocer cómo había sido posible que los presos desplazaran al Estado del control de varios penales, como se denunciaba en los medios de comunicación, en las organizaciones dedicadas al estudio de los asuntos penitenciarios y en las redes sociales. También esperaba darle sustento a lo que repetían algunos de mis amigos de la infancia y los colegas de papá. Todos decían que Wilmer José Brizuela Vera no solo era el capo del penal, sino que su influencia trascendía los límites del lugar donde pagaba su condena. Me preguntaba, además, si su poder se debía a una alianza oficiosa con la delincuencia. En los años siguientes escuché varias teorías al respecto, relacionadas especialmente con el uso de este ejército de desamparados como herramienta de control social por parte del gobierno de Hugo Chávez. Sus voceros siempre lo negaron.

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