Detrás de las asonadas
Si bien se debe proteger siempre la vida, se manda un pésimo mensaje al permitir el irrespeto a quienes representan la autoridad. Los ilegales se sienten además con más bríos para presionar a las poblaciones
Que unos uniformados sean quemados vivos por parte de civiles y queden con graves lesiones es un hecho que evidencia una crisis muy honda en la legitimidad del Estado y de quienes en su nombre deben imponer autoridad. ...
Que unos uniformados sean quemados vivos por parte de civiles y queden con graves lesiones es un hecho que evidencia una crisis muy honda en la legitimidad del Estado y de quienes en su nombre deben imponer autoridad. Uno de los retos más grandes que tiene la fuerza pública es definir cuál es la proporcionalidad que corresponde en cada caso para enfrentar ataques. Las asonadas que se han presentado en las últimas semanas, en las cuales grupos grandes de militares han quedado sometidos a la voluntad de los civiles , son la punta de un iceberg inmenso. Como sucede con todo problema crítico, resolverlo no es sencillo. No es que disparen y ya, como piden algunos.
La situación no es nueva, pero sí se ha agravado y ha escalado en términos de violencia. Esto es en parte resultado del fracaso de la equivocada política de paz total en la cual se insiste en dialogar con grupos que son parte de la delincuencia organizada de narcotraficantes o que prestan su servicio a las mafias y no muestran deseos de dejar de delinquir. También, en medio de tantos errores, hay que reconocer un acierto al Gobierno de Gustavo Petro: la orden dada a los miembros de la fuerza pública para que respeten a los civiles y no usen contra ellos la fuerza letal. Eso ha salvado vidas y protegerlas es un principio constitucional. No obstante, esto ha traído una consecuencia preocupante: el uso cada vez mayor de civiles como escudos humanos por parte de los ilegales, en particular en zonas de cultivos ilícitos y laboratorios.
Además de esas decisiones políticas puntuales, conviene ver el contexto mayor porque la pérdida de respeto hacia la autoridad legítima del Estado es una consecuencia de hechos encadenados que llevan a esos episodios extremos inaceptables. Revisemos algunos: en muchas regiones, en las cuales el Estado ha perdido presencia efectiva, los grupos ilegales son ley y autoridad. Entre otras razones, porque las economías ilegales no funcionan al margen de las comunidades, sino dentro de ellas y con ellas. Hay poblaciones y regiones que viven de esas economías ilegales de manera directa o indirecta porque es la forma de sustento y la legalidad no ofrece alternativas. Se debe entender que la presión de los grupos armados hace que sus órdenes no sean optativas para los civiles. Se suma a todo esto que la presencia de la fuerza pública suele centrarse en la erradicación y persecución de los grupos armados y eso no genera confianza en estos territorios tomados por la ilegalidad.
La pregunta entonces es: ¿cómo ejercer la fuerza legítima del Estado ante civiles agresivos sin arriesgar sus vidas? Hay respuestas de largo plazo y otras urgentes para los momentos críticos. En el largo plazo, hay que fortalecer toda la presencia estatal en territorios copados por grupos ilegales. Se dice fácil, pero hacerlo implica tiempo, esfuerzo y constancia. Si algo es común en Colombia es la facilidad con la cual se arman y se incumplen los planes de sustitución de cultivos. Está más que diagnosticado en múltiples estudios la necesidad de generar otras fuentes de ingresos en las regiones. Eso pasa por mejorar el acceso al crédito y a los mercados, trabajar en vías terciarias, combatir la corrupción, entre otras medidas. En cada Gobierno hay avances y retrocesos en esas materias, pero la guerra contra las drogas está perdida.
Más allá de esas decisiones de largo aliento y que tienen que ver con el mercado internacional de las drogas, en lo urgente e inmediato para enfrentar las asonadas, tal vez convendría asumir con regularidad el uso de fuerza no letal, como gases lacrimógenos y otros elementos que pueden ayudar a combatir las agresiones sin poner en riesgo vidas de civiles. Otra cosa es cuando se trata de ilegales armados, pero si se habla de civiles desarmados, la fuerza pública tendría que tener alternativas de manejo para que no se normalice el ataque a uniformados. Si bien se debe proteger siempre la vida, se manda un pésimo mensaje al permitir el irrespeto a quienes representan la autoridad. Los ilegales se sienten además con más bríos para presionar a las poblaciones. El debate sobre lo que debe hacer la justicia en estos casos también es de marca mayor, por lo que implica en la práctica investigar y procesar a cientos de personas.
Esas asonadas son síntomas de una enfermedad mayor que tiene que ver con la debilidad o ausencia total del Estado en muchos territorios, con el fracaso de las políticas públicas para enfrentar la ilegalidad y el narcotráfico, con la pérdida de confianza en las fuerzas legítimas y también con una cultura de la ilegalidad que se ha tomado a muchos sectores de la sociedad y que lleva a considerar que todo vale, hasta prender fuego a quienes representan la ley.
La solución simplista que reclaman algunos y que parece sencilla, que usen las armas y no se dejen secuestrar o intimidar, puede aumentar la desconfianza de la población en la fuerza pública que debe actuar con el respaldo de los ciudadanos. Disparar a los civiles nunca es solución, porque se ponen vidas en riesgo y porque eso refuerza el mensaje de los violentos que quieren convertir la legalidad en terror. Laberinto complicado: disparar a civiles desarmados no es alternativa, la justicia se ve desbordada y la inacción tampoco es aceptable. El uso proporcional de la fuerza parece la respuesta. Se dice fácil, saber cuál es la dosis adecuada y cómo debe aplicarse en cada momento es lo difícil.