Los sacerdotes del Catatumbo tejen la última red de protección frente a la muerte y el desplazamiento
Una decena de párrocos atiende la emergencia humanitaria, mientras varios obispos y delegados de la iglesia católica intentan mediar entre el ELN y los grupos disidentes de las extintas FARC para frenar la violencia
Las cifras no son suficientes para dimensionar la tragedia. Tras una semana de crisis aguda en el Catatumbo, las autoridades reportan por lo menos 60 muertos y 40.000 personas desplazadas por cuenta de la confrontación armada entre la guerrilla del ELN y grupos disidentes de las extintas FARC. Mientras la población civil abandona sus casas en por lo menos siete municipios de la montañosa región del nororiente de Colombia, en los territorios, explica Jairo López Ramírez, “solo quedan los médicos y los curas”. El párroco encargado de la catedral de Ocaña, la pequeña ciudad que aloja varios miles de desplazados, explica que los sacerdotes celebran la eucaristía los días en que las balas cesan. Dedican el resto de la jornada a atender familias preocupadas por la violencia, a caminar las zonas rurales en busca de cadáveres ante la falta de médicos legistas y tensión forenses, y a conseguir ayudas humanitarias para la población que va quedando.
La comisión diocesana de reconciliación y paz y las diócesis de Cúcuta (la capital departamental y principal receptor de desplazados), Ocaña y Tibú (el municipio más poblado del Catatumbo), coordinan a una decena de sacerdotes. Además de prestar esas labores humanitarias, intentar tender puentes con los dos actores armados para que cese la violencia. En la ya larga historia de conflicto armado en Colombia, la iglesia católica ha jugado un papel crucial para abrir espacios humanitarios. Antes de que el conflicto se desbordara en el Catatumbo, en diciembre pasado, varios sacerdotes habían logrado acercamientos con los ilegales, y buscaban evitar el desangre. “Lo veníamos advirtiendo desde hace unos tres años. Desde hace unos seis meses, empeoró: estábamos contando los días para que pasara”, dice el padre Ramón Torrado, también de la diócesis de Ocaña. “Pensábamos que iba a ocurrir en diciembre, pero se logró mediar. En enero ya fue imposible detenerlo”, dice con premura.
El año pasado, la ruptura de un acuerdo de no agresión entre el ELN y el llamado frente 33 de las disidencias de las FARC, comenzó a subir el nivel de las agresiones. “No es que la guerra sea nueva ahora en el Catatumbo. Nunca lo ha sido, pero sí empezamos a notar amenazas de agresión cuando los grupos decidieron volver a declararse la guerra”, dice Torrado, uno de los líderes religiosos que más conoce la situación del conflicto en la región. El padre Jairo López Ramírez reitera que la última vez que los integrantes de la comisión religiosa pudieron mediar con los grupos ilegales para prevenir alguna acción criminal fue en diciembre. “Tenemos algunos canales de comunicación abiertos, pero ha sido muy difícil llegar a acuerdos con esos actores del conflicto porque ya no son solo los dos grupos armados, sino que de por medio está el narcotráfico”, narra.
El sacerdote Miguel Durán cuenta que, en la última semana, los párrocos lograron mediar para que las autoridades pudieran hacer el levantamiento de siete cadáveres que estaban a borde de carretera o en medio de la zona rural y que los armados no permitían recoger. Aclara que, aunque hay zonas del Catatumbo a las que no se puede acceder sin permiso del actor armado que tenga el control, ellos pueden moverse con relativa tranquilidad. “Podemos decir que somos los únicos que tenemos cierta libertad de tránsito con todos los grupos armados, y estamos aprovechando eso para acceder a las zonas más difíciles”.
De su labor depende, por ejemplo, que lleguen reportes desde el terreno a entidades humanitarias como la Defensoría del Pueblo. Los párrafos les informan de los enfrentamientos o de las víctimas, les avisan de nuevos casos de secuestrados y se ponen en contacto con oenegés para mediar en las liberaciones. El padre Torrado, que lleva siete años haciéndole seguimiento al efecto de los procesos de paz en el Catatumbo, explica que la presencia del grupo disidente ha tensado la situación. “Desde que se creó el frente 33 siempre ha habido molestias por muchas cosas, como la ideología y las rentas”. Con prudencia, asegura que el nuevo capítulo de la guerra en esa región fronteriza hay “supuestos emprendimientos”. Se refiere a nuevas bandas criminales o de narcotráfico que se han posicionado con fuerza. “Eso genera un caos en la paz total porque quieren licuarlos a todos en la misma licuadora, sin ver las particularidades de cada territorio”.
El párroco, que ha acompañado varios procesos de paz en la zona, es crítico del Gobierno de Gustavo Petro. “Las políticas de este presidente no han llegado aquí. Los campesinos han dejado sus cultivos cuando la coca no se vendía, la gente se estaba muriendo de hambre. Es fácil decir que hay una guerra en la que se matan entre el ELN y las FARC, pero aquí también hay culpables, hay responsabilidades de todas las instituciones, de todos nosotros. Como iglesia muchas veces nos vemos solos”, reitera.
Cuenta también los obispos de Tibú y Ocaña suman casi dos años mediando entre los dos grupos. Hicieron diálogos pastorales con los actores armados y líderes sociales, “para que esta guerra, que era anunciada, no se diera”. Incluso ahora, tras decenas de asesinatos, señala que los ilegales respetan a los delegados de la iglesia. Por eso, sus templos son también centros de acopio, refugios, lugares de consejería y epicentros de acuerdos humanitarios.
Aunque no se conocen amenazas o ataques contra los religiosos, varios de ellos prefieren resguardar su nombre para contar su testimonio en un medio de comunicación. Hablan desde las montañas de Hacarí, El Carmen, Tibú o El Tarra y cuentan sus esfuerzos. “Voy hacia un velorio de una víctima”, escribe uno de ellos. “Estoy atendiendo a una familia desplazada”, cuenta otro, vía WhatsApp. “Me desplazo de un municipio a otro para verificar las zonas afectadas”, señala otro cura.
Mientras ellos buscan abrir corredores humanitarios, sus parroquias se van quedando sin fieles. Los reemplazan enseres y alimentos no perecederos que envían las diócesis para repartir a quienes se han quedado. El padre Durán enfatiza en que allí siguen y seguirán. “Ninguno de nosotros puede abandonar la parroquia porque todos tenemos fe de que la gente va a retornar en algún momento”.