El catastro de tierras de las disidencias en el Guaviare avanza más rápido que el del Estado
El Estado Mayor Central forja a gran velocidad un censo de propietarios de tierras en el sur de Colombia para cobrar extorsiones y ganar legitimidad entre los campesinos
Hacia la semana santa de este año, el pasado marzo, varios campesinos del departamento del Guaviare recibieron una particular visita. Hombres y mujeres llegaron a sus fincas con un formulario en la mano. Encabezado con el logo del Estado Mayor Central (EMC), una de las dos grandes sombrillas de grupos disidentes de la extinta guerrilla de las FARC, se trataba de un “censo poblacional” que incluía preguntas sobre las tierras de esos campesinos.
Ese fue tan solo un elemento más de las pruebas que demuestran que el EMC está armando su propio catastro. Es decir, recopilando información sobre los predios con datos como su tamaño o sus propietarios, para cobrar luego extorsiones según el tamaño de las tierras y sentar las bases para armar una “reforma agraria” a su medida y así ganar legitimidad entre campesinos sin tierra.
La información es poder
Por lo menos en esa zona, el grupo armado ha avanzado más rápido que el Estado, que lleva ocho años construyendo un nuevo catastro mutipropósito, un elemento central para las políticas agraria, ambiental o fiscal. Pero apenas está actualizado en un 12,4% del territorio nacional. En el Guaviare, eso incluye el casco urbano de su capital, San José, y algunas zonas rurales de ese municipio, pero no el resto. Incluirlas será clave para atacar la deforestación que carcome la selva en ese departamento, porque ayudaría a saber dónde, hace cuánto y quiénes están talando. Al EMC no le conviene que el Estado lo sepa. Pero sí le conviene tener esos datos y los está recogiendo. El EMC ha convertido la tala y el acaparamiento de tierras en un poderoso negocio ilegal, como lo muestra el informe que acaba de publicar la ONG International Crisis Group “Rebel Razing: Loosening the Criminal Hold on the Colombian Amazon”.
Entre finales de 2022 y comienzos de 2023, pocos meses después de que Gustavo Petro llegara a la Presidencia, campesinos de varias veredas entre El Capricho y Puerto Cachicamo, comenzaron a recibir visitas. Las hacían miembros del llamado Bloque Jorge Suárez Briceño, grupo del EMC que comanda alias Calarcá y que tiene el corazón de su dominio en esa zona. Con GPS en mano, exigían a la gente medir sus predios, y cobraban 2.000 pesos (50 centavos de dólar) por hectárea medida. Ese dinero solo era otro de varios cobros. El EMC llama “impuesto” a la extorsión de 10.000 pesos al año por cabeza de ganado (2,5 dólares), un valor variable por la venta de animal, y 10.000 pesos por cada hectárea de tierra, de las que ahora tienen información más precisa.
Esta información la corroboraron a EL PAÍS cuatro personas que fueron censadas y una fuente que hace trabajo comunitario en esas veredas, que cuenta que en esa época no encontraba a los dueños de las fincas porque “les tocaba irse a medir los predios con gente de ellos”. Personas armadas que reciben muchos nombres: “los de la empresa grande”, “los tíos”, “los de la cachucha”, “los que mandan”. “Notificaban a través de los presidentes de junta. Decían, ‘esta semana van a estar midiendo”, agrega esta fuente, cuya identidad se reserva por su seguridad, al igual que las demás citadas en este reportaje. “Era una estructura organizada haciendo el levantamiento, con mediciones que se georreferencian. Es información que se escala”.
Justo por esas fechas, en noviembre de 2022, llegaron denucias al Ejército de que personas se hacían pasar por funcionarios estatales para medir las tierras de campesinos de El Capricho y después cobrarles extorsiones sobre ellas. “Hay un interés por parte de ese personal de tener esa medición de tierras, obviamente para lucrarse de ese cobro, porque ya están cobrando específicamente por hectáreas” dijo en marzo de 2023 el entonces comandante del Batallón José Joaquín París, en el medio regional Marandúa Stéreo.
La alerta llegó a la Alcaldía de San José. Los encargados consultaron a las entidades nacionales de tierras, que les negaron haber enviado funcionarios. Hubo un consejo de seguridad extraordinario sobre el tema y se creó una línea telefónica exclusiva para recibir denuncias. Pero el teléfono no sonó ni una vez, en una pequeña muestra del temor que da denunciar en la zona.
Aunque para el Ejército la evidencia disponible apuntaba a que se trataba de delincuencia común, era difícil pensar que allí alguien hiciera esa actividad sin que la disidencia al menos lo supiera, por su injerencia dominante que llega a definir quién entra y quién no. En enero de 2023, el Ejército capturó a cinco personas señaladas de hacer estas mediciones. Les incautaron los seis millones de pesos (1.400 dólares) que acababa de pagarles un finquero y unos volantes que decían “Marquetalia”, nombre de la otra gran disidencia de las FARC, rival del EMC. No pudieron confirmar si se trataba de una disidencia o de un grupo delincuencial usando ese nombre para infundir más temor.
En todo caso, después de esta ronda de medición vino la de semana santa de 2024, con los formularios que pedían más información, y luego una carta pública del Bloque Jorge Suárez Briceño fechada el pasado 28 de septiembre. “Seguimos haciendo reforma agraria revolucionaria donde el recurso de la tierra nos lo permita. Serán objeto de Reforma Agraria las extensiones latifundistas y predios ociosos en las áreas de nuestra influencia”, dice uno de sus puntos, con argumentos para justificar el hacer un catastro.
Sobre esta estrategia de las disidencias ya había alertado en una columna en Cambio Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), una ONG que lleva años haciendo seguimiento al medio ambiente en la Amazonia. “Recientemente, varios grupos han avanzado —vía presión armada— en hacer levantamientos topográficos finca a finca, así como la caracterización de usos”, escribió en abril de este año.
Las tierras, otra fuente de poder para los disidentes
El EMC ha entendido que su fuente de poder, más que la coca o el ganado, es la tierra. Por lo menos desde 2018 hay evidencia de que los frentes al mando de Calarcá se quedaron con baldíos que fueron entregados por las FARC y que lideraron colonizaciones dirigidas al Parque Natural Tinigua, ubicado al oeste de Puerto Cachicamo. Allí hicieron su primer censo y su catastro más rudimentario.
“Lo que hicieron fue preguntarle a cada familia cuántos miembros tenía, y entregarle las hectáreas según ese número”, dice una persona que le hizo seguimiento a esta colonización. Con esa acción, la disidencia fue creando una base social dentro de ese parque y una fuente de ingresos permanente producto de la tierra, la ganadería y la hoja de coca, porque cada familia debía pagarles y participar de una suerte de barrera contra cualquier incursión de la fuerza pública.
Luego siguieron haciendo censos con fines extorsivos. En San Vicente del Caguán, al norte del Parque Tinigua, censaron a los transportadores de ganado y personas y con esa información ajustaron su manual “tributario”. En Calamar, a unos 30 kilómetros al sur de San José, entre finales de 2021 e inicios de 2022, llegaron al punto de averiguar por los litros de leche de cada vaca y el número de aves de corral. “Querían cobrar de 500 a 1.000 pesos (unos 25 centavos de dólar) por ave. La gente se rebotó con ese comandante”, cuenta una persona que conoce de primera mano el tema. Esa vez la comunidad logró evitar que el censo se convirtiera en un cobro.
Pero hace poco, con su nuevo catastro, mostraron que irán incluso más allá de exigir dinero. Hace poco miembros de la disidencia citaron a campesinos a una reunión en La Cristalina, un caserío al suroccidente de San José, y les dijeron que los que tenían muchas tierras debían repartirlas con familias sin tierra. Así, buscan sentar las bases de una reforma agraria a su medida, que les daría legitimidad entre los colonos sin tierras que lleguen a la zona.
La apuesta del Estado
Mientras esto pasa, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), la entidad encargada de la cartografía del Estado, así como otras autoridades ambientales, se han estrellado de frente con el poder armado que les impide poner un pie en las zonas más claves para contener la deforestación en toda Colombia. La mayoría de los 30 millones de hectáreas del país sin ninguna información catastral están ubicadas en zonas de la Amazonia, la Orinoquía y el litoral Pacífico, lejos del poder estatal y cerca del ilegal.
Buena parte de ellas se cruzan con resguardos indígenas y consejos comunitarios afro, en los que el Estado tiene que hacer una consulta previa antes de iniciar el catastro. Así lo empezó a hacer en 2021, pero avanzó poco porque, como lo detalla Mongabay, la Comisión Nacional de Territorios Indígenas (CNTI) y las comunidades afro buscaban participar del levantamiento de la información y temían perder tierras. En octubre del año pasado, el Gobierno logró un acuerdo. “Las organizaciones y pueblos indígenas que demuestren capacidades catastrales, pueden hacer la gestión catastral”, dice Camilo Niño, secretario técnico de la CNTI. “Seguimos esperando el decreto que define la ruta para implementarlo”, agrega. Según supo EL PAÍS, ese decreto ya está listo y solo le faltan las firmas de los ministerios de Justicia e Interior. Este agosto, el IGAC inició la última fase de la consulta previa con las comunidades afro para entrar en la costa pacífica.
Superado ese escollo, Diego Carrero Barón, subdirector general de la entidad, explica a EL PAÍS que el Gobierno espera lograr, a finales de 2025, que al menos el 50% del territorio esté actualizado. Pero faltan otros obstáculos, incluyendo que en algunos lugares las disidencias dificultan la presencia institucional e incluso incitan a la comunidades a oponerse al levantamiento de los datos. Argumentan que el Estado no debe cobrar un impuesto a la tenencia de la tierra pese a que ya lo exigen en algunos territorios armas en mano. Carrero agrega que esa resistencia ha dificultado la implementación del catastro no solo en algunos municipios donde tiene injerencia el EMC en la Amazonia, sino también por las acciones armadas del mismo EMC en Cauca, e incluso con la incidencia del ELN en Arauca. Pese a esto, agrega, las comunidades han mostrado disposición de facilitar avances porque son conscientes que el catastro permite sentar las bases en temas claves como el ordenamiento territorial y la formalización de la propiedad.
La barrera en el Guaviare
No se trata solo de argumentos. A finales de julio, dueños y administradores de locales comerciales en San José e incluso en Puerto Concordia (Meta) recibieron una citación del Bloque Jorge Suárez Briceño. En ella les indicaban que asistieran a una cita. Aunque no todos fueron, el día de la convocatoria casi todo el comercio de San José se abstuvo de abrir sus puertas.
Alejandra Gómez Sarmiento, quien desde octubre de 2023 es el enlace regional del IGAC para la actualización catastral en el sur de Meta, Guaviare, Guainía y Vaupés, no encontró donde desayunar esa mañana. Ni ella ni su equipo pudieron hacer su trabajo. Por los mismos días de la citación a los comerciantes, intentaron hacer barridos prediales en Puerto Cachicamo, pero no pudieron entrar. Esa escena se repitió en otras zonas del Guaviare, donde también hay injerencia de la facción del EMC que sigue en la mesa de negociación.
Con 105 personas contratadas para levantar la información de los predios, Gómez y su equipo tienen la difícil misión de dejar actualizado el catastro cuando termine el Gobierno Petro, en agosto de 2026. Les ha sido muy difícil entrar a las 276.000 hectáreas del suroccidente de San José, donde la disidencia de Calarcá les ha limitado la entrada. Finalmente, hace dos semanas lograron acudir a varias zonas cercanas a Puerto Cachicamo, incluyendo al área que limita con el Parque Nacional Natural Chiribiquete.
La facción que lidera Mordisco, quien se paró de la mesa de conversación con el Gobierno, tiene poder en el lado nororiental del municipio, donde hay 159.129 hectáreas por incluir en el catastro. Allí, los funcionarios se han reunido con líderes comunales para explicarles qué implica el catastro, con la idea de que ellos le cuenten a sus familias y vecinos, y se inicie un voz a voz que llegue a las cabezas de las disidencias. La estrategia ha dado frutos, pero igual no han podido entrar: un mando les mandó a decir que no permitía el ingreso hasta que un profesional del catastro fuera a explicarle directamente a él, pero hasta el momento de publicación de esta historia aún no ha sido permitida la entrada a esa zona.
“El temor que ellos (los disidentes) más tenían”, dice Gómez, “era que identificáramos las zonas que estaban deforestadas en sus veredas y el uso económico que se le estaba dando a esos predios. Nuestro argumento es que no reconocemos ni otorgamos derechos, tampoco saneamos vicios de la propiedad ni juzgamos a la comunidad. Simplemente hacemos un inventario, una maqueta del territorio”.
Las disidencias también han intentado cobrar lo que llaman “la contribución solidaria”, un eufemismo para las extorsiones. A mediados de este año le mandaron a decir a una persona en el Guaviare que, como supuestamente el IGAC había recibido 21.000 millones de pesos para hacer el catastro en la zona, tenían que “contribuir”. No saben si eran hombres de Mordisco o de Calarcá. Lo que sí saben es que es otra barrera a un catastro necesario y una muestra más de cómo los ilegales han convertido el catastro en un negocio y una forma de ganar aún más legitimidad que el Estado en la Amazonia.