Consideraciones para un día de fútbol
Por una coincidencia extrañísima hoy se juegan dos finales continentales, y hay jugadores allí que han demostrado tal entrega que se merecen ganar. Pero al fútbol no le importa la idea de justicia: a veces ni sabe que existe. Y por eso, a veces, nos emociona tanto.
En cuarenta y cinco años, que son los que llevo viendo fútbol como otros van a misa, no recuerdo otro día similar a este domingo: no sólo por la coincidencia extrañísima de dos finales continentales en el mismo día, sino por la importancia que los dos torneos han tomado mientras se desarrollaban. Pongo la palabra importancia y me cae encima la frase certera de Jorge Valdano, que escribe sobre estas cosas mejor que nadie: “El fútbol es la cosa más...
En cuarenta y cinco años, que son los que llevo viendo fútbol como otros van a misa, no recuerdo otro día similar a este domingo: no sólo por la coincidencia extrañísima de dos finales continentales en el mismo día, sino por la importancia que los dos torneos han tomado mientras se desarrollaban. Pongo la palabra importancia y me cae encima la frase certera de Jorge Valdano, que escribe sobre estas cosas mejor que nadie: “El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes”. Son tiempos desastrados y difíciles y dolorosos, sí. Pero quien crea que el fútbol es ajeno a todo eso, que piense en Mbappé, que se puso a hablar de la política de su país en la antesala de unas elecciones particularmente trascendentes, y es muy probable que sus palabras claras, pronunciadas ante los micrófonos de esta Eurocopa cuya final no jugará, hayan puesto algunos de los votos que se necesitaban en Francia para impedir la victoria de la extrema derecha.
Las palabras de Mbappé pusieron en marcha por enésima vez un debate que a veces es interesante y a veces es simplemente bobo: ¿deben o no los jugadores de fútbol ponerse a hablar de política? Hay muchos opinadores para los cuales la respuesta es no: lo que tiene que hacer un jugador de fútbol, dicen, es callarse y jugar. Nunca he podido estar de acuerdo. Y no sólo porque separar la política de cualquier actividad humana –la que sea: el deporte, la música, las artes, la cocina de autor– es insulso además de imposible, pues todo es político, y lo más político del mundo es ponerse o sentirse al margen de la política. No sólo por eso, digo, sino porque el fútbol es el más político de los deportes, particularmente cuando se juega a nivel de selecciones nacionales. El partido Argentina-Inglaterra del 86 es incomprensible sin la Guerra de las Malvinas; el triste fracaso de Colombia en el 94 es incomprensible sin la presencia del narcotráfico y su ética mafiosa de corrupción y violencia.
Por lo demás, me parece que pedirles a los jugadores que guarden silencio sobre asuntos políticos es incluso hipócrita: ¿no estamos todo el tiempo criticándolos por ser once millonarios malcriados corriendo detrás de una pelota? Los que lo hacen –los que critican– suelen ser los mismos que los critican también cuando dejan de ser solamente eso, cuando tratan de usar el altavoz que tienen para hablar de cosas que los afectan por fuera de su mundo de privilegios. A veces aciertan y a veces se equivocan, como el resto de los mortales: ahí estaba Maradona dándole oxígeno político a Hugo Chávez cada vez que podía; ahí estaban ciertos jugadores colombianos abrazándose con Pablo Escobar (un gesto político, por más que se pretenda otra cosa). Y es verdad que la relación entre política y fútbol ha sido con frecuencia envenenada, pero ésta es la mejor prueba de su temible poder transformador: si el fútbol no tuviera ese poder, Mussolini no se lo habría apropiado en los años 20, ni Videla y sus chafarotes hubieran puesto tanto empeño (es una manera de hablar) en el mundial del 78.
Sea como sea, España jugará hoy la final de la Eurocopa contra una Inglaterra sin gracia, y las figuras del equipo español son dos hijos de inmigrantes africanos: Williams y Yamal. Es el modelo de sociedad que defendía Mbappé cuando dio sus opiniones controversiales sobre el Reagrupamiento Nacional de la familia Le Pen, cuyo patriarca despotricaba hace unas décadas contra aquella selección francesa, llena de hijos de inmigrantes africanos, que fue campeona del mundo en el 98. Más allá de esas consideraciones, esta selección española ha mostrado el mejor fútbol de la copa, y con distancia. No es el fútbol de aquel milagro de 2010, pero es un fútbol generoso (contra el rácano de los ingleses y el impotente de los franceses), y España debería ganar si hubiera justicia. Pero al fútbol no le importa la idea de justicia: a veces ni sabe que existe. Y por eso, a veces, nos emociona tanto.
El segundo partido del día –el que más me importa– es también el más transcendental que ha jugado la selección colombiana desde la final victoriosa de la Copa América en 2001. En Miami, una ciudad latinoamericana que trata de abrirse espacio en el fútbol masculino a golpe de chequera, Colombia y Argentina jugarán un partido que tiene, por lo menos para mi generación, su propia mitología: los reto a verlo sin pensar en las eliminatorias para el mundial del 94, cuando la selección de Valderrama y Asprilla ganó un partido en Buenos Aires que era mucho más que un partido. Diego Maradona, deslenguado como siempre, había hecho con las manos un gesto que le daba a Argentina una especie de derecho eterno o de ascendencia invencible sobre Colombia. Lo recordarán algunos de mis lectores:
—Los argentinos debemos seguir históricamente como estamos: Argentina arriba, Colombia abajo. Y todo bien.
Y es verdad que el fútbol de selecciones es el más histórico de los deportes, y que no conviene olvidar el peso de los precedentes. Por poner un ejemplo: en los 22 mundiales que se han jugado –el último, con 32 equipos–, sólo ocho países han sido campeones. Pero la otra verdad importante es la que dejó sentada Sepp Herberger, el entrenador alemán que en la final de 1954 se enfrentaba a un equipo objetivamente superior: la Hungría de Puskas, Kocsis y Tóth, que llegó a la final con un invicto de 30 partidos y habiéndole ganado ya a Alemania, y además por 8 a 3. Pero Herberger les dijo a sus jugadores: “El balón es redondo y los partidos duran 90 minutos”. Quería decir que eso es lo único cierto en el fútbol: aparte de eso, todo puede pasar en el campo. Y como todo puede pasar, como el balón es redondo y los partidos duran 90 minutos, Alemania le ganó a Hungría y hoy conocemos ese día como El milagro de Berna. Y por la misma razón, Colombia le ganó 5-0 a Argentina, y Maradona acabó aplaudiendo de pie.
Esta selección Colombia, la de un James en estado de gracia, es también la de un grupo de futbolistas serios y esforzados, sin veleidades ni indisciplinas. El segundo tiempo contra Uruguay fue un prodigio de sacrificio, lo que los futboleros llamamos entrega: la voluntad de olvidarse de uno mismo y romperse el yo para defender el todos. En el fútbol, el éxito pasa por lugares muy misteriosos de las emociones; y ver a Lucho Díaz, estrella con derechos de la liga más exigente del mundo, conmoverse como un niño por estar jugando junto a su ídolo, es suficiente para entender de qué material humano está hecho este equipo. Es un equipo sin egos inflados ni narcisismos ruidosos. Luego vinieron los violentos de siempre, los que siempre nos avergüenzan, a amargar la noche en la tribuna. Pero ésa es otra historia.
Esta Colombia es más equipo que muchas de las selecciones anteriores, y eso hay que agradecérselo a un argentino tranquilo: Néstor Lorenzo. Hoy juega contra el último campeón del mundo, capitaneado además por el mejor de la historia (ese debate se acabó en Qatar). Este partido es mucho más que un partido, como todas las finales, pero de él también se puede decir lo de siempre: tendrá 90 minutos y el balón será redondo.
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