Sentir y leer la selva como Lesly y sus hermanos
Los cuatro niños indígenas rescatados en la selva colombiana nos han dado una lección de vida. Y a la vez han revelado cuán incapaz es la cultura urbana de entender otras cosmovisiones, otras formas de ser y estar en el mundo
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Mientras recorría uno de los pasillos de un gran almacén de alimentos, lleno de escaparates con lechugas bien embolsadas, suculentos filetes de carne, frutas brillosas y bebidas finamente embotelladas, irrumpió en mi memoria la historia tormentosa, pero al final feliz de Lesly, Soleiny, Tien y Cristin, los cuatro niños de la etnia huitoto que desaparecieron en la selva colombiana. Los cuatro pequeños nos han dado a todos una lección de vida y resistencia.
Corre el asombro por buena parte del planeta y se hacen decenas de preguntas sobre cómo hicieron para no sucumbir en medio de árboles incontables, lluvias copiosas y animales (sobre todo insectos) por doquier. Se ha llamado milagro al hecho de haberlos encontrado. Pero acaso lo que, en el fondo, nos ocurre a quienes vivimos en la comodidad —con frecuencia perniciosa— de las ciudades es que no entendemos muchas cosas. No sabemos bien cómo vivir o sobrevivir.
Alex Tufino, un indígena de la etnia ticuna, ha dado en una entrevista algunas claves para entender lo ocurrido alejadas del barullo convencional. “Nosotros no lo vemos desde el miedo, desde el peligro, sino desde el respeto. Cada centímetro de la selva tiene una espiritualidad que no puedes evadir”, dice. Y añade que, desde niños, los indígenas saben qué fruta comer o, por ejemplo, seguir a los monos que dejan restos de comida cuando se marchan.
Incluso sugiere que los niños no estaban exactamente “perdidos en la selva”, sino alejados de su familia, pero en su ecosistema propio. Y que la selva, en lugar de amenazarlos, los salvó. Porque sabían cómo encontrar allí su sustento, cobijo, un modo de continuar. Para quienes estamos demasiado acostumbrados a vivir entre escaparates profusos, aparatos electrónicos chirriantes o grandes almacenes de todo y de nada, esto suena extraño, o hasta un poco fantasioso.
Pero la selva, y otros ecosistemas, son así: no te tragan, no quieren matarte, no te azotan fieramente, ni pretenden que te ahogues en sus entrañas. Simplemente son lo que son, florecen y alientan el torrente de la vida, aun cuando en varios lugares hayan sentido el brutal golpe del animal humano desatado, sin cuartel y ética mínima cuando de explotar recursos se trata. Los indígenas no son buenos, per se. También depredan, pero son mucho más cautos e inteligentes.
Leen la selva, con una sabiduría impresionante. Para ellos, la tierra no es un pedazo de polvo y rocas; es el territorio donde viven sus ancestros, sus deidades y sus espíritus. Está viva y por eso, se resisten a ser traslados a otro lugar, cuando a veces llega aparatosamente una empresa de hidrocarburos o de minería. Entre los Awajún de la selva peruana, por citar un caso, Nugkui es un espíritu femenino que vive bajo la tierra, desde donde protege a las plantas y los seres humanos.
Para no pocos grupos indígenas, los ríos y cochas (lagunas) son sagrados y quien se ahoga en ellos en realidad no muere, sino que se va a un mundo que está bajo el agua desde donde se puede comunicar en sueños. Los propios huitotos, que también viven en el Perú, consideran sagrados al oso perezoso y a otros animales, y cuando se desató la pandemia de covid-19 apelaron a su protección, así como a las plantas que, para ellos, “son como seres humanos”.
De allí que los abuelos de los niños que volvieron hayan dicho que los espíritus de la selva los ayudaron. Desde el balcón de nuestra vida cómoda, no entendemos ese sentido común, esa forma de ver y sentir los bosques, los ríos, el mundo, los cielos. Adolecemos de cierta ignorancia, como afirma Rufino. Es como si la civilización urbanita, a pesar de darnos tantos beneficios y facilidades, nos hubiera provocado severas discapacidades para lidiar con la naturaleza.
Y con nuestra propia naturaleza, tan incapaz de entender cosmovisiones distintas a las nuestras, tan válidas y acaso más útiles que las que, predominantemente, hemos puesto en marcha en el planeta. Porque, claro, ahora estos niños indígenas son famosos, heroicos, pero en la propia Colombia la matanza de líderes indígenas ha sido infame (solamente el año 2022 han muerto 42) y, tanto el extractivismo ciego como la violencia armada los ha golpeado de manera despiadada.
Incluso el padre de los cuatro niños denunció estar amenazado por disidencias de las FARC, con lo que este trance, feliz en medio de todo, es solo como un respiro esperanzador para comunidades indígenas que, cada día, tienen que lidiar con amenazas diversas. Esos niños andaban sumergidos en el departamento de Caquetá, una región colombiana que ha sido campo de batalla, tierra de extorsiones y crueldad. Son el símbolo de que la vida continúa, más allá de todo espanto.
Mención aparte merece Lesly, la niña de 13 años que, según su relato, lideró el grupo y protegió a sus hermanitos, incluyendo a uno de menos de un año. Incluso en este sorprendente y terrible episodio, las mujeres ejercen las labores de cuidado, levantan la esperanza, resisten y persisten, no se rinden. Sufrieron mucho en el conflicto armado colombiano, y aún hoy tienen que soportar violencias múltiples en la selva y en las ciudades. Pero siempre saben lidiar con la tormenta.
Discovery Channel, ese magnífico canal de cable, tiene un conocido programa llamado Supervivencia al desnudo, en el cual personas provenientes de varios países y ciudades son soltados desnudos en medio de la selva, por lapsos de 21, 40 o hasta 60 días. Sufren lo indecible para comer, buscar agua, tener cobijo. Pero si se enferman hay un médico cerca que los atiende y eventualmente los lleva a un hospital, o pueden volver cuando deseen a sus vidas habituales.
En otras palabras: en el mundo urbano, para vivir tal experiencia, hay que imaginarla, organizarla, preverla, tener todas las seguridades. En el mundo indígena eso suele ser lo habitual y en innumerables sitios no hay, literalmente, la salvación para enfermedades que se controlan fácilmente en una ciudad. Los indígenas, en suma, casi siempre están sobreviviendo, muchas veces sin médicos cerca, y desnudos de protección en medio de la intemperie de la existencia.
Pero a la vez son felices por vivir entre bosques que aman y respetan; no se pelean tanto por ver quién es el mejor; y pueden mirar y sentir todos los días la luz indescifrable del cielo, el correr insondable de las aguas o el canto conmovedor de cientos de animales. Estos niños nos lo han contado nuevamente, desde su inocencia. Aunque quizás no falten quienes quieran convertirlos en estrellas, de esas que brillan no en la Amazonia sino sobre las pomposas alfombras rojas.