El populismo: del espectáculo a la crueldad
El inefable gobernador republicano de Texas, Greg Abbott, ha llevado a un centenar de inmigrantes a Washington en Navidad y en medio de la ola invernal más dura en muchos años. Ha organizado un espectáculo, un espectáculo de crueldad
Lo cuenta Moisés Naím en su libro más reciente, La revancha de los poderosos. En 1994, cuando lanzó su candidatura a primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi era un multimillonario dueño de un imperio mediático: Mediaset. El éxito enorme de Mediaset, tal como lo explica Naím, se debió a un diagnóstico preciso: Berlusconi se había percatado en algún momento de que la cadena pública de televisión, la honorable RAI, se había conve...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Lo cuenta Moisés Naím en su libro más reciente, La revancha de los poderosos. En 1994, cuando lanzó su candidatura a primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi era un multimillonario dueño de un imperio mediático: Mediaset. El éxito enorme de Mediaset, tal como lo explica Naím, se debió a un diagnóstico preciso: Berlusconi se había percatado en algún momento de que la cadena pública de televisión, la honorable RAI, se había convertido con los años en un prodigio de aburrimiento. Para la inmensa mayoría de los italianos, esa programación ideada por intelectuales y educadores resultaba indigesta; Berlusconi lo comprendió mejor que nadie, y llenó las ondas de burdos programas de variedades, telenovelas latinoamericanas y series estúpidas (o acaso podríamos decir estupideces en serie). “Vigilantes de la playa”, escribe Naím. “Mucho Vigilantes de la playa”.
Años después, frente a la realidad inefable del reinado de Berlusconi, un grupo de economistas italianos se puso en la tarea de averiguar los vínculos secretos que podían existir entre los votos de los ciudadanos y la presencia del imperio mediático del primer ministro. En los territorios donde Mediaset se había establecido desde muy pronto, descubrieron, el voto por Berlusconi había predominado. Y entonces, al examinar los patrones de voto, al analizar pruebas de comprensión lectora y comparar capacidades de cálculo, llegaron a una conclusión espeluznante: los espectadores que llevaban muchos años viendo programas de Mediaset tenían menos complejidad cognitiva que los que llegaron más tarde a la televisión basura. “La exposición a la televisión espectáculo”, concluyeron los investigadores, “sobre todo a una edad muy temprana, puede contribuir a que una persona sea cognitiva y culturalmente más superficial y, en definitiva, más vulnerable a la retórica populista”.
Todo populismo, incluidos los más peligrosos, sueña con una ciudadanía ineducada o ignorante y sobre todo crédula. “Amo a la gente de escasa educación”, dijo una vez Donald Trump ante un público extasiado, y ni el público ni él mismo se percataron de que la frase era un insulto. Por supuesto que ahora no es necesario invadir las casas de la gente con televisión basura, pues los populismos producen la basura sin necesidad de ayuda: si hay alguna diferencia entre nuestra época y la de Berlusconi, es que en esos tiempos los aspirantes a liderarnos no se habían convertido todos en performers de tiempo completo, siempre aplacando al monstruo voraz de la opinión pública mediante el entretenimiento y la meditada vacuidad. Berlusconi comenzaba a hacerlo, quizás porque había entendido algo antes que los demás, pero los bufones como él no habían copado nuestro mapa político. Sí es justo en cambio que lo consideremos un pionero: presagiaba a Trump, que hizo del espectáculo una forma de relacionarse con el votante.
Pero Trump se ha encargado después de darle al espectáculo un giro especial, o de añadir un ingrediente que le da cierta forma idiosincrásica a su idea del espectáculo: la crueldad. Así es: el entretenimiento que Trump inventó para buena parte de su electorado consistió en hacer daño a sus contradictores o enemigos, reales o percibidos, siempre con un público en mente. La mayoría de las veces lo hizo mediante palabras, llenando sus discursos de comentarios racistas o misóginos que provocaban el aplauso feliz de los asistentes, pero a veces no tuvo ni siquiera que hablar: en 2016 lo vimos burlarse con muecas, como un matoncito de patio de colegio, de las discapacidades de un periodista del New York Times. Más tarde, cuando su administración encerró a niños inmigrantes en jaulas de frontera, cuando separó a las familias con plena conciencia de estarles causando un sufrimiento irreparable, era imposible no pensar que Trump se estaba dirigiendo a su base política más fiel: la que vociferaba cuando llamaba violadores a los mexicanos, la que lo jalonaba cuando se refería a los países africanos como “shithole countries” (que imprecisamente podemos traducir como “países de mierda”) o la que aplaudió cuando Trump se quejó de que los inmigrantes nigerianos, después de ver la vida en Estados Unidos, nunca iban a querer “volver a sus chozas”.
No sé si Trump haya actualizado el poder del discurso de odio para nuestros días, pero sí sé que lo usó con impunidad, o más bien descubrió que las más perniciosas agresiones verbales podían usarse sin sufrir (por lo menos, aparentemente) consecuencias políticas. Desde entonces, el deterioro o la degradación del mundo político en Estados Unidos ha sido imparable, y ya sabemos que eso siempre tiene consecuencias en otras latitudes. Hace unos meses, cuando uno de sus seguidores casi mató a golpes de martillo al marido de Nancy Pelosi, el más despreciable de los niños Trump apoyó una infame teoría de la conspiración que no sólo era homófoba y calumniadora, sino que abiertamente se burlaba del dolor y la angustia de una familia; y los que tenemos la mala suerte de la memoria recordamos la teoría conspirativa igual de infame que Trump lanzó en 2020, cuando abiertamente acusó a Joe Scarborough, uno de sus críticos más duros, de haber matado hace veinte años a una mujer: Lori Klausutis, asistente de Scarborough en esa época. Por supuesto que no tenía ninguna prueba, pero eso no importa: importaba el espectáculo (la performance) de dañar sin escrúpulos a uno de sus críticos.
Ahora bien, las dos calumnias, la primera del padre y la reciente del hijo, tienen algo en común. El marido de Lori Klausutis tuvo que escribirle a Jack Dorsey, que estaba por entonces a la cabeza de Twitter, para pedirle que eliminara los trinos de Trump, que pervertían la memoria de una persona muerta y le hacían daño a su familia superviviente. Dorsey no lo hizo. El actual dueño de Twitter, Elon Musk, fue mucho más allá: retuiteó él mismo la teoría conspirativa sobre el ataque al marido de Nancy Pelosi, y para hacerse una idea del personaje basta decir que ese no ha sido en estas semanas su momento más bajo. La distancia entre los dos momentos puede también ser una manera de medir el deterioro de Twitter. Cuando llegó al poder en 2016, Trump le dio un nuevo significado a la relación entre espectáculo y política; seis años después, con la complicidad del Partido Republicano y de una red social, ha normalizado la crueldad como forma de discurso.
He pensado en todo esto porque hace unos días, igual que en mayo pasado, el inefable gobernador republicano de Texas, Greg Abbott, ha llevado a un centenar de inmigrantes a Washington –colombianos entre ellos– y los ha dejado frente a la residencia de la vicepresidente Kamala Harris. Es su manera de dar una lección a estos liberales de Biden que defienden la idea de ciudades santuario. Pero esta vez Abbott lo ha hecho en Navidad y en medio de la ola invernal más dura que ha llegado en muchos años a la costa Este de Estados Unidos: la próxima vez que nos hablen de los valores cristianos del Partido Republicano, tendremos derecho a un cierto escepticismo. Mientras tanto, lo cierto es que Abbott ha organizado un espectáculo, y que es un espectáculo de crueldad. La pregunta es: ¿para quién lo hace? ¿Quién está aplaudiendo?
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.