Ciudades y pueblos desolados, carreteras bloqueadas, camiones incinerados, videos de asesinatos y torturas, ciudadanos desesperados por conseguir alimentos. Las imágenes que circulan en redes sociales y medios de comunicación luego de cuatro días de paro armado de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o el Clan del Golfo. Al día siguiente de que el ministro de Defensa, Diego Molano, se riera en la cara de los colombianos por el fracaso del tercer intento de moción de...
Ciudades y pueblos desolados, carreteras bloqueadas, camiones incinerados, videos de asesinatos y torturas, ciudadanos desesperados por conseguir alimentos. Las imágenes que circulan en redes sociales y medios de comunicación luego de cuatro días de paro armado de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o el Clan del Golfo. Al día siguiente de que el ministro de Defensa, Diego Molano, se riera en la cara de los colombianos por el fracaso del tercer intento de moción de censura en su contra en el Congreso de la República, las AGC decretaron un paro armado por la extradición a Estado Unidos de Dairo Antonio Úsuga, Otoniel, entre el 5 y 8 de mayo. ¿Y el Gobierno? Un espectador más reaccionando con inoperantes consejos de seguridad, desconociendo las dimensiones de esta organización –a la que dio por finiquitada cuando Otoniel fue capturado, en noviembre de 2021– e improvisando nuevos bloques de búsqueda. En fin, sin brújula ni liderazgo civil.
El paro afectó a por lo menos 11 departamentos, 178 municipios y dejó 309 hechos violentos, y aún no conocemos su impacto económico –los gremios y el Gobierno nos deben ese cálculo– y no es el primero de esta organización criminal –ya lo hizo en 2008, 2012 y 2016. Para las AGC, los paros armados han servido para reivindicarse como una realidad criminal y política con alcance local, regional y nacional. No son un simple fenómeno aislado ni está cerca de ser desmontado. Es cierto: su principal combustible son las economías ilegales debido a sus extensas redes rurales, urbanas e internacionales, pero al mismo tiempo son un síntoma de lo que la intelectual colombiana María Teresa Uribe llamó “soberanías en vilo”: ejercen control poblacional y territorial en diferentes grados dependiendo de la región, instrumentalizan la administración pública pero también son instrumentalizados por funcionarios públicos y elites regionales, sabotean sistemáticamente la restitución de tierras y otras políticas de paz, y tienen capacidades militares como lo muestra la guerra abierta contra el ELN en el departamento de Chocó desde 2015.
El reto que representa las AGC no es menor. Con ver su composición, cabecillas e integrantes, injerencia territorial, economía de guerra, repertorios de violencia y nexos con el Estado y la sociedad, esta organización criminal es el ejemplo perfecto de la superposición de trayectorias criminales y de la guerra en Colombia: las guerrillas del EPL de los años 80 y 90; grupos vigilantes y ejércitos privados de mediados de los 90; las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); las trayectorias que estas siguieron posterior a su desmovilización parcial entre 2003 y 2006; y las transformaciones del conflicto armado y crimen organizado que Colombia viene experimentando en la última década desde la negociación a la implementación del acuerdo de paz.
El Estado colombiano ha logrado innegables resultados operacionales en cabeza de las fuerzas armadas, pero no han dado los resultados esperados. Ni han sido desmontados, ni las condiciones que permiten su continuidad y reproducción han sido transformadas. Estos grupos, lejos de acabarse, se han adaptado en sus regiones de injerencia directa e indirecta a través de componentes militares, amplias redes sociales, de confianza, extorsión, sicariato y prestación de servicios, además de subcontratación y tercerización de estructuras criminales y delincuencia organizada. A lo que se suma la incertidumbre que en la cotidianeidad experimentan millones de colombianos por no saber cuándo una amenaza realmente proviene o no de las AGC, pues el uso de la marca también ha servido para que otros inflen su perfil.
Las AGC no nacieron de la noche a la mañana y el paro armado es solo una muestra de un acumulado histórico y aprendizaje criminal que no las hace una banda aislada. Una banda aislada ni decreta un paro armado en medio país ni lo termina con plena agencia sin la más mínima resistencia del Estado colombiano.
El paro armado ha sido un golpe de realidad brutal. No se trata de una vuelta al pasado. Es la guerra que ha continuado, que nos dio un respiro cuando soñábamos con la posibilidad de una paz incompleta, pero se ha intensificado y el próximo Gobierno deberá leer en sus justas proporciones. Sin negacionismos ni alarmismos y sin repetir una y otra vez los errores del pasado que no se limitan al Gobierno de Duque. Por ejemplo, no tiene sentido continuar privilegiando la decapitación de cabecillas cuando esta estrategia, de acuerdo con la literatura comparada y la experiencia colombiana, tienen efectos diferenciados y no deseados según el tipo de organización y su contexto social. Es cierto que acabar carreras criminales no es algo menor, pero en el caso de las AGC, desde Don Mario a Otoniel, aunque ha habido fragmentación y disputas internas, la organización se ha mantenido debido a cierto nivel de institucionalización interna, vínculos sociales y capacidad de reclutamiento y subcontratación. Y, sobre todo, continúa generando impacto humanitario como consecuencia de esas mismas divisiones internas, competencia con otros grupos armados y la acción del Estado.
El próximo Gobierno también deberá aceptar que las AGC no son monolíticas, ni dependen de dos supuestos cabecillas, sino que son una organización más horizontal, que opera en red, y cuyo posicionamiento territorial varía y tiene vínculos concretos con la población civil, el Estado y la sociedad. Esta realidad organizacional no se limita a desmontar el aparato militar más visible y resocializar miles de integrantes, con sus respectivos incentivos y garantías de seguridad. Los esfuerzos también se deben centrar en la identificación y judicialización de los sectores públicos y privados que sostienen o se benefician de las AGC, y de su nutrida nómina y portafolio de servicios. Esta realidad nos la ha ido mostrando dos ciclos de justicia transicional, y lo que Otoniel estaba contando y otros ya han advertido. ¿Está el país preparado para afrontar las reales dimensiones las AGC?
Adenda: ¿qué propuestas tienen los candidatos presidenciales para desmontar a las “Águilas Negras”?
Eduardo Álvarez Vanegas (@ealvarezvanegas) es investigador colombiano, experto en conflicto armado.