El manual de Trump para demoler la democracia
Deshacer el Estado es sin duda el sueño común de Trump, los guerreros MAGA y anarcocapitalistas como Elon. Pero el Estado es un elefante que hay que comerse por pedacitos y ellos lo saben
Los sueños de Donald Trump son grandes, húmedos, casi acuosos, incluso desmesurados. Una día sueña con anclar el asta con la bandera estadounidense en la isla de Groenlandia, al siguiente con arrebatar el canal a Panamá y poco más tarde con ...
Los sueños de Donald Trump son grandes, húmedos, casi acuosos, incluso desmesurados. Una día sueña con anclar el asta con la bandera estadounidense en la isla de Groenlandia, al siguiente con arrebatar el canal a Panamá y poco más tarde con adueñarse de Gaza, limpiarla de la basura que ha dejado la guerra –y de dos millones de palestinos–, para construir un resort a la orilla del Mediterráneo. Se trata de la Riviera del Medio Oriente, un lugar “increíble”, “internacional”, “magnífico” en los 40 kilómetros de costa palestina. En los sueños de Trump los obstáculos geográficos, históricos, políticos, militares, morales o sociales, son lo de menos. Como buenos sueños, son muy personales. Pero no se necesita ser un Freud o un Jung para interpretarlos. Son el producto de una psique sin límites, capaz de atropellar todo lo que haya de por medio para hacerlos realidad.
Bien visto, el problema no son esos sueños, que en casi cualquier otro momento de la historia serían solo sueños: unos irreales, unos ambiciosos pero alcanzables y otros irrealizables. El problema es que Trump está escoltado por un grupo numeroso de facilitadores con intereses muy variados que están allí para complacer sus caprichos y desvaríos sin medir costos ni consecuencias.
Muchos de los anuncios y decretos de las últimas dos semanas tendrán un impacto profundo y de largo plazo dentro y fuera de Estados Unidos, sin considerar siquiera el golpe brutal que representan para la democracia, las aspiraciones de libertad y la soberanía de otros pueblos.
El caso de la agencia estadounidense para el desarrollo internacional, USAID, es ilustrativo. Solo en Colombia, USAID aporta 330 millones de dólares en ayuda a la sociedad civil, como lo reportó El País la semana pasada. Las distintas onegés que reciben aportes de USAID han sido esenciales para apuntalar la precaria paz colombiana y manejar el colosal flujo migratorio, en particular de venezolanos, durante la última década. Se trata de una sentencia de muerte emitida contra esas organizaciones, cuyas operaciones dependen en un 70% de la financiación estadounidense.
Pero la acción de USAID abarca ámbitos tan distintos como el medio ambiente, los derechos humanos, la educación y la lucha anticorrupción.
Los criterios establecidos por el Departamento de Estado de Estados Unidos para garantizar las ayudas son casi risibles, por lo obvias que son las respuestas: “¿Hacen a Estados Unidos más seguro? ¿Hacen a Estados Unidos más fuerte? ¿Hacen a Estados Unidos más próspero?”. En el caso de Colombia, una mayor estabilidad interna implica una mejor calidad de vida para los colombianos y los inmigrantes, lo que implica una menor presión migratoria. Para Trump, el problema de quienes migran al norte del Río Bravo es que roban empleos y hacen a su país más inseguro –esto es desde luego falso–, ¿por qué entonces no ayudar a Colombia o cualquier otro país de origen migratorio a tener una mejor sociedad?
La prensa independiente es uno de los sectores de la sociedad civil que más sufrirá con el cese parcial o total de los aportes de USAID. Hablé con dos colegas que dirigen medios de alta relevancia en países latinoamericanos con situaciones diferentes pero muy desafiantes. Para uno de ellos, la suspensión es el equivalente a torpedo lanzado contra la línea de flotación de su nave, para el otro es crítica pero no letal.
En todo caso, en dictaduras como las de Nicaragua y Venezuela, el periodismo independiente no puede sostenerse con la venta de publicidad ni aportes privados que son criminalizados.
El menguante aporte de filantropías internacionales y de las onegés, financiadas a su vez por órganos como USAID, es la principal fuente de ingresos para operar y vencer la censura, me comentó uno de estos colegas. Eliminar esos apoyos es “un espaldarazo para regímenes autoritarios”, sentenció. Esto es: más vida para dictadores como Maduro y Ortega, y autócratas atornillados como Bukele, quien no por casualidad, tuiteó celebrando la noticia: “Aunque se presentan como ayudas al desarrollo, la democracia y los derechos humanos, la mayoría de estos fondos se canalizan hacia grupos de la oposición, oenegés con programas políticos, y movimientos desestabilizadores... Recortar esta supuesta ayuda no sólo es beneficioso para Estados Unidos, sino también para el resto del mundo”.
El affair USAID es llamativo porque los voceros de Trump, de Elon a Marco, han elegido los ejemplos más rebuscados para desacreditar la acción de USAID como si fuera una agencia de relaciones públicas de la ideología Woke. USAID es, en realidad, un importante brazo del soft power estadounidense, se encarga de promover valores asociados a Estados Unidos.
Según encuestas, el público la ve como parte de la burocracia parasitaria que detesta. Además, considera que la ayuda extranjera es un desperdicio del dinero de los contribuyentes. Puede que haya cierto nivel de desperdicio de recursos y excesos de burocracia, pero de allí que no tenga una importancia estratégica para el gobierno hay un buen trecho. Como explica una nota de Político: “la mayoría de los estadounidenses no tienen ni idea de lo que es USAID, y mucho menos de lo que hace. De hecho, gran parte del país cree erróneamente que la ayuda exterior constituye hasta el 25% del presupuesto federal, según la Brookings Institution. En realidad está más cerca del 1%”. Por eso, es tanto un blanco fácil como una presa deseada. Quien controle USAID podría reencauzar su presupuesto a promover la agenda de Trump alrededor del mundo.
Pero nadie se llame a engaño: el ataque contra USAID es solo la primera de las muchas embestidas que vendrán de Trump y sus secuaces contra el llamado Deep State. Trump tiene razón en que la burocracia del Gobierno federal de Estados Unidos es un rival de cuidado. Esos más de dos millones de empleados, muchos de ellos profesionales de carrera, que Elon quiere descabezar a través de su Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés), no son una mera burocracia: forman la columna vertebral del sistema institucional y encarnan los valores y prácticas de la república estadounidense, dentro y fuera de ella. Una de esas prácticas es la de la transparencia y la rendición de cuentas que han hecho a Estados Unidos un país menos corrupto que otros. Y el valor central que hay que atacar es la idea de que nadie está por encima de la ley. Para concentrar y consolidar el poder supremo que Trump busca, es necesario acabar con ambas cosas.
Deshacer el Estado es sin duda el sueño común de Trump, los guerreros MAGA y anarcocapitalistas como Elon. Pero el Estado es un elefante que hay que comerse por pedacitos y ellos lo saben. Por ejemplo, al amenazar con cerrar la Agencia de Protección Ambiental (EPA), la Agencia Federal para el Manejo de Desastres (FEMA), Trump da un paso más en esa dirección.
El fin último de esta embestida es privatizar el gobierno, subcontratando sus funciones a sus amigotes billonarios, quienes supuestamente pueden hacer todo de manera más eficiente y barata. Porque el Estado no es solo un pesado elefante, sino también una piñata muy gorda rellena con caramelos de oro. Hay que darle palos para poder saquearla a gusto y con impunidad.
Pero para lograrlo tienen primero que cooptar las instituciones. Luego deben controlar la opinión pública eliminando la verdadera competencia informativa. Entiéndase bien: necesitan acallar la prensa. Y en eso andan.
Las bajadas de tono y cambios de línea editorial en torno al Gobierno en medios como The Washington Post, ABC y CNN, son notorias en ese sentido. Tampoco es casual que Elon haya ya adelantado ya parte del trabajo confundiendo aún más el ecosistema informativo con una avalancha de mentiras desde X y desacreditando sin César al periodismo. De hecho, en un tuit reciente implicó que el The New York Times se había “vendido” por recibir fondos del Gobierno de Joe Biden. El sitio de noticias Político.com ha sido víctima del mismo ataque.
Hace casi un siglo, Edward Bernays, el padre de la propaganda moderna y arquitecto del golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, escribió un lúcido ensayo donde reflexionaba sobre la relación entre democracia, sociedad y propaganda. Para Bernays, la educación y el sufragio universal habían transferido el poder del rey y la aristocracia a las masas. Había que concentrar de nuevo ese poder para dominar la sociedad. Fue así que las minorías descubrieron que la propaganda era la forma más efectiva para influenciar y controlar a las mayorías. “Se ha descubierto que es posible moldear de tal modo la mente de las masas que éstas volcarán su fuerza recién adquirida en la dirección deseada. En la estructura actual de la sociedad, esta práctica es inevitable. Cualquier cosa de importancia social que se haga hoy, ya sea en política, finanzas, manufactura, agricultura, caridad, educación u otros campos, debe hacerse con la ayuda de la propaganda. La propaganda es el brazo ejecutivo del gobierno invisible”. No es abusar de la comparación decir que, en este momento, Elon es el Goebbles de Trump, su jefe de propaganda.
Ya sabemos cuál es el plan maestro: empieza con los inmigrantes, pasa por USAID, sigue con la prensa y llega hasta Gaza.
Mientras tanto, en los círculos de oposición a Trump en Washington D.C. y la propia prensa se insiste en no entrar en pánico. “No le creas”, pide Ezra Klein, el bienpensante columnista de opinión de The New York Times. Klein sabe que Trump sigue una receta de Steve Bannon –su eminencia gris– para aturdir a los medios y al establecimiento demócrata, y así hacer avanzar mediante grandes saltos la agenda para destruir el Estado. Entiendo que no haya que pelear cada una de las batallas que plantea Trump. Algunas son simples cortinas de humo. Pero Klein se equivoca al decir que no hay que creerle. No creerle es lo mismo que darle tiempo para que siga actuando sin resistencia.
La resistencia debe comenzar ya. Y esa resistencia debe venir desde abajo, de la sociedad civil que se organiza y utiliza los mecanismos aún disponibles para presionar en defensa de sus derechos y de un gobierno federal que sea para la gente y no el patrimonio de la familia Trump y sus cómplices.
Por mucho tiempo, Estados Unidos fue un imperio contenido por una república constitucional. Ambos convivían y a veces se solapaban, pero eran limitados por una democracia efectiva. Hoy esos límites constitucionales –el sistema de leyes y los llamados checks and balances– están siendo borrados y también la democracia podría perderse.
¿Qué más puede hacerse? Mientras haya esperanza de que los demócratas recobren el congreso en las elecciones de medio término de 2026, no todo estará perdido, porque se podrían restablecer los mecanismos de control y transparencia. Hay que trabajar para eso. Pero si Trump implantara su hegemonía a través de un control pleno del sistema institucional, se convertiría en un César que fue elegido democráticamente y quizás hasta llegue a imponer el nuevo orden trumpista fuera de Estados Unidos. Así también mueren las democracias.