En la política del ‘like’ gana Trump
Entender a Trump es lo más relevante en este momento para comprender el estatus de la democracia estadounidense
Salgamos de lo evidente temprano: Trump ganó, Biden perdió. El formato funcionó. Los micrófonos apagados en momentos clave, conforme a las reglas acordadas y los turnos al bate como decimos en estos vulgares, ordinarios y tan despreciados países del “tercer mundo” —a los que se refiere el presidente Donald Trump con tanto desdén— y donde amamos tanto el béisbol que lo usamos como metáfora para cualquier cosa, fueron efectivos en, al menos, mostrar una ínfima parte del ¿pensamiento? ¿ideas? de esta dupla que nadie quería ver debatiendo pero cuyo intercambio era más urgente que la urgencia. O cuanto mínimo, de lo que pulula en la cabeza de cada uno de los dos candidatos presidenciales de mayor edad en la historia de la nación estadounidense más joven de la historia.
El béisbol es el deporte que más mira al cielo porque es el que más persigue que la bola se vaya lejos, a lo alto, al horizonte y es la metáfora más efectiva efectiva para lidiar con la experiencia de ver por casi dos horas a estos dos señores tratar de demostrarle a su país y al mundo que son capaces de presidir la nación con más influencia a nivel global. Aunque, en materia económica, de innovación y casi que podría decirse militar ha comenzado a trastabillar al menos en lo concreto, aunque no del todo en su capacidad de influenciar el devenir de la historia del mundo.
Era evidente que este debate pertenece al momento en el que sucede: años después del advenimiento del término posverdad y con los dos candidatos menos atractivos para el electorado masivo estadounidense en décadas. No porque no tengan base y simpatizantes, sino porque reflejan un rostro de los Estados Unidos, un espejo en el que muy pocos se quieren mirar. Por un lado, está el cansadísimo Joe Biden, quien se ocupó de recordarnos que en su época fue el segundo congresista más joven en servir a su país y que estaba acostumbrado a ser el más joven del grupo pero quien, a su edad actual de 81 años, muestra en su proceder los tropiezos propios de la edad. Y no se trata de gerontofobia, a toda sociedad y cultura le iría mejor valorando la sabiduría de sus viejos, pero no es descabellado decir que una democracia relativamente joven precisa de un nivel de estamina que la figura de Biden es incapaz de proveer. Se mostró errático en algunas ocasiones, le fue complicado completar algunas frases, cerraba sus ojos como quien busca una idea o un pensamiento. Si el electorado demócrata e indeciso buscaba certezas de su capacidad cognitiva de dirigir la nación, su ejecución no resultó particularmente convincente.
Por otro lado, el público vio a un Donald Trump cuasi en su elemento pero haciendo un esfuerzo descomunal por contener los aspectos más desaforados de su discurso. Era obvio que estaba muy consciente de que no estaba en uno de sus notorios rallies y supo sacar provecho de su ejecución verbal. Ganó. Y ganó no porque estemos ante un debatiente de alto calibre. Ganó porque es muy fácil ganar en la era de las políticas del like, donde da igual el contenido, lo que importa es la sensación que provoca. ¿Cómo me siento cuando escucho eso? Da igual si es verdad, lo importante es lo sensorial. En la era de la post posverdad, la urgencia por verificar datos, por confirmar planteamientos, por establecer que uno o el otro miente tiene poco o cada vez menos peso en el electorado que ha llegado esta noche a este escenario (todo es escenario) a sentir cosas, rara vez a pensar cosas.
Trump es un maestro de lo emocional. Su discurso siempre se alimenta de absolutos o eufemismos que todo lo abarcan: “aquí pasan cosas horribles”. ¿Qué cosas? ¿Con qué estadísticas? ¿Cómo se ve eso? Da igual. El horror basta con nombrarlo y todo el mundo tiene una imagen en su cabeza. Durante el debate insistió en que todo lo que él hizo bajo su presidencia era “the best ever”, “never seen in history”. Si una se deja llevar por su retórica, pensaría que nadie conoce más de la historia de los Estados Unidos que ese señor. Lo que ocurre es que la historia desbanca sin mucho esfuerzo cada uno, sino todos sus postulados.
Lo que ocurre es que en la era de las políticas de la emoción y del like nada de eso importa en el sentir del electorado. Y es justo insistir, la gente no es tonta. Lo leen bien —salvo sus fanáticos más intensos— y pueden discernir y confirmar que se trata de una figura despreciable en sus fundamentos morales pero útil a la hora de romper y acabar con aquellos portaestandartes de la democracia que le han fallado a tantos desposeídos. Duele verlo, decirlo y escribirlo, pero es inútil insistir en explicar un país que no se entiende y entender a Trump es lo más relevante en este momento para entender el estatus de la democracia estadounidense.
El like es una herramienta poderosísima de la revolución digital (post revolución digital) que representaron las redes sociales. Simplifica la experiencia humana a la máxima potencia: algo te gusta o no. No hay matices, no hay espacio para ambigüedades o medias tintas. Algo merece un like o no lo merece y ya está. Matrimonios —y cosas humanas mucho más dramáticas— se han roto por un like. Y cuando Trump está en el escenario se vale de esa simplificación del raciocinio y las emociones para ejecutar. En la era de la post posverdad, el dato es inmaterial, lo que cuenta es cómo te hace sentir lo que dijo aunque en tu fuero interior sepas —o mínimo sospeches— que no es cierto. Muertos los credos, difícilmente sobreviva la democracia como la conocemos. Solo eso puede llevarse una de este debate.
Sobre migración y, básicamente todos los temas salvo el aborto, el libreto se mantuvo intacto. “Yo hice lo mejor del mundo”. “Él miente, lo hice yo”. “Estados Unidos es un payaso en el mundo. Nadie nos toma en serio”. “Estados Unidos es un referente aspiracional para el mundo”. “Somos los mejores”. “Somos los peores”. Por instantes no sabía si estaba viendo un debate presidencial que, vergonzosamente pertenecerá a la ya mancillada pero honrosa en el pasado tradición de los debates presidenciales estadounidenses, o una canción de reguetón. De esas en las que roncar, como le llamamos al acto de boconear, de hacer arenga, de sentir gozo en decir que yo soy mejor que tú por la razón que sea, se impone por encima de cualquier dato corroborable o falsedad dicha.
En este registro narrativo la información, el dato, la confirmación de la verdad corroborable es inmaterial. La política se fundamenta en el cómo me siento cuando leo lo que leo, cómo me siento cuando escucho lo que escucho. Peligra la democracia cuando manda el ciego corazón revoloteante, al que le gusta lo que le gusta, sin posibilidad de raciocinio. Peligra la democracia si manda más el me gusta que el entiendo, exijo, reclamo. Peligra la democracia a la americana e irremediablemente peligra la nuestra o la ilusión de democracia que tengamos. El gusto se hace tendencia y es contagioso. Peligra la democracia. Ha envejecido mal.