El difícil camino para reducir el uso del plástico en México
El país produce siete millones de toneladas al año y miles de personas comen y beben en envases de un solo uso que dejan tirados por las calles
Desde la terraza del “Quédate en casa” se ve el discurrir de mujeres cargando bolsas de plástico con la compra del día. Si es domingo de mercadillo, más aún. Parece que fue hace un siglo cuando los medios de comunicación y los gobernantes anunciaban el fin de las bolsas de un solo uso, el 1 de enero, en Ciudad de México. Pero en realidad solo han pasado seis meses y aquí no ha pasado nada. O casi nada. Solo hay una cosa cierta: la mercancía no se empaca en bolsas en los supermercados, pero el f...
Desde la terraza del “Quédate en casa” se ve el discurrir de mujeres cargando bolsas de plástico con la compra del día. Si es domingo de mercadillo, más aún. Parece que fue hace un siglo cuando los medios de comunicación y los gobernantes anunciaban el fin de las bolsas de un solo uso, el 1 de enero, en Ciudad de México. Pero en realidad solo han pasado seis meses y aquí no ha pasado nada. O casi nada. Solo hay una cosa cierta: la mercancía no se empaca en bolsas en los supermercados, pero el filete sí, y el pescado, y los pepinos y las fresas. Eso con buena suerte. Lo peor es cuando la carne se deposita en una bandeja de unicel, más contaminante aún, y se le dan unas vueltas en láminas de plástico como si se tratara de una maleta en el aeropuerto. De norte a sur, de las montañas a la playa, las calles siguen llenas de estas bandejitas, de vasos y cubiertos desechables, de botellas de refrescos, de envolturas de chuches. Y también en los parajes naturales más agrestes el viento ha diseminado estos envases que se están devorando los ríos y los mares. Con este panorama, las bolsas de plástico parecen un problema menor.
Los supermercados, los únicos que parecen acatar esta ley, han puesto a la venta otras bolsas, de tela no tejida (polipropileno), en su mayoría de color verde y que muchas veces llegan a casa rotas o a punto de romperse, o sea, prácticamente de un solo uso. Lo del color no es un detalle vacío, porque ese tinte es más tóxico que el azul, el rojo, o el blanco, pero las empresas lo piden así para hacerse las ecológicas. “El pigmento verde deja más huella ambiental, pero es el tono que nos encargan”, se excusa Víctor Posadas, director general de una fábrica de bolsas de plástico en Toluca, la capital del Estado de México. “El color natural, el transparente, es menos tóxico”, sostiene el responsable de Innovaplastix, donde estos días la producción ha derivado a bolsas para cadáveres de la pandemia y vestimenta plástica para sepultureros y otros profesionales en contacto directo con el coronavirus. Los colores siempre han tenido importancia en la industria, porque convencen o engañan al consumidor. “Las bolsas de color café ahora tienen más aceptación porque la gente las confunde con las compostables”, explica Posadas.
El asunto de los plásticos es toda una ceremonia de la confusión donde no solo quedan atrapados los peces. El color despista, el reciclaje para la basura a veces se vuelve inextricable y cualquiera pensaría que un plástico más denso, más resistente es más nocivo para el medioambiente. “No es verdad”, asegura Posadas, “y esas son las bolsas que, precisamente, están prohibiendo”. “Los fabricantes deberíamos ponernos de acuerdo y hacer bolsas de alta densidad, que además serían reutilizables . Y también deberíamos acordar los compuestos y los tintes en la fabricación, porque eso facilitaría el trabajo cuando las tenemos que reciclar en la fábrica, vengan de donde vengan”.
En México hay hasta 100 proyectos de iniciativas de ley para prohibir, sustituir o reducir el consumo de plástico. Y 25 Estados con leyes ya aprobadas en la misma dirección, según los datos de la Asociación Nacional de la Industria del Plástico (ANIPAC). Pero una cosa es publicar las leyes y otra cumplirlas. No hay sanciones y si las hubiera, coinciden varios de los que han hablado para este reportaje, la corrupción a pie de calle se encargaría de solucionar eso. “Si a una persona se le puede multar por el uso de las bolsas con 160.000 pesos, llega un inspector y con 2.000 lo arregla”, dice uno de ellos. Con este panorama parece casi imposible alcanzar las metas acordadas para 2025, para 2030 o 2050. Esta última fecha es casi un ultimátum mundial: si para entonces no se han tomado cartas en el asunto de forma responsable habrá más plásticos que peces en los océanos.
Un paseo por las calles de la capital mexicana aleja todas esas metas aún más. Parece que se necesitarán 100 años para reducir el plástico, sin embargo, el plazo para acabar con los desechables está fijado el 1 de enero de 2021. “Sí, se hace difícil pensar [que se reducirá en unos meses] pero estamos trabajando mucho en ello”, asegura la directora general de Evaluación de Impacto y Regulación Ambiental de la Ciudad de México, Andrée Lilian Guigue Pérez. Confía en las “campañas de concientización que se retomarán en una quincena” para informar a los dueños de puestos ambulantes. Con los supermercados o tiendas de comida para llevar las negociaciones serán otras. Guigue dice desconocer qué porcentaje del plástico desechable supone la actividad ambulante, pero no es poco y esa será la parte más complicada, porque el Gobierno de la ciudad anda con pies de plomo para no lastimar la economía de la gente que vive al día.
De hecho, estos días más que avance se aprecia una involución. “Sí, es la impresión que tenemos, que se ha producido cierta relajación en el uso de las bolsas de plástico [de camiseta]. Pero todo el mundo debe tener claro que no habrá marcha atrás en esto. Y si los supermercados las emplean es con dolo y mala fe, porque saben que no se puede, la pandemia no ha revertido la norma”, enfatiza Guigue Pérez. Y advierte: “El plástico no reduce el contagio, los virus permanecen”.
La reconversión de la industria del plástico “no se puede hacer de un día para otro, pero el periodo debe fijarse en 2025”, sostiene el presidente de ANIPAC, Aldimir Torres Arenas. Y hace una autocrítica: “Hemos estado creando necesidades para los productos que fabricamos, hemos sido irresponsables, también la Administración y los ciudadanos. Todavía no estamos preparados para un gran cambio, pero trabajamos para estar listos en 2025. Lo que está claro es que la tapa de la leche no va a tener el mismo color. Hemos trabajado para la mercadotecnia”, asegura. Torres no cree que la reconversión industrial del plástico signifique la pérdida de empleos, sino una modificación de los productos. “Los plásticos no son basura, solo un residuo en un lugar inadecuado”, dice. Y repite una frase que quieren que cale en el imaginario común: “El plástico no ha sido el villano ni es ahora el héroe [con la pandemia]. Simplemente es un excelente aliado cuando se usa responsablemente”. Y cuando no se abusa, pero ninguna de esas dos cosas parecen estar a la vuelta de la esquina.
Cada año se producen en el mundo 400 millones de toneladas de plástico, con China a la cabeza de la industria. México es responsable de siete millones, que dan empleo directo a 193.000 personas y genera ventas por valor de 368.000 millones de pesos. Todo ello supone el 3% del PIB manufacturero. Se exportan 4 millones de toneladas y se reciclan más de un millón. El envase y el embalaje supone casi la mitad (47%) de la producción, siempre con datos de ANIPAC.
Gabriela Jiménez recuerda el terremoto que sacudió México en 1985. Ella era entonces una joven estudiante que compartió las calles con cientos de personas que aquellos días no tenían techo ni agua. Entre muertos, edificios cercados y otros que se derrumbaban, “importaba sobrevivir y el Gobierno distribuía agua potable en botellas de plástico y en tetrabrik. Los cubiertos y los platos eran desechables, porque no había agua para fregar. El camión que nos proveía de todo aquello pasaba cada día”. Y los mexicanos se acostumbraron a una forma cómoda y aséptica de salir adelante buscando la alianza del plástico en momentos cruciales, como antes señalaba el presidente de la industria. La segunda gran ola (o primera, quizá) que señala Jiménez, ahora bióloga en el Instituto de Ecología de la UNAM, es el éxodo del campo a la ciudad, “donde las distancias son muy largas y el tiempo muy poco. Todo es rápido, se desayuna en el autobús, se come en la cafetería o en la mesa del despacho, se toma el jugo por la calle, lo que importa es llegar pronto a casa”. Y tener la ensalada en una caja transparente e impermeable. Los apartamentos cada vez tienen unas cocinas más pequeñas.
“Todo es cuestión de ir cambiando las costumbres”, dice esta bióloga. “De conciencia y de difusión”, aunque se queja de que el mensaje no siempre llega donde tiene que llegar ni en el lenguaje adecuado. Quizá un rapero haría más por cambiar los hábitos de la población con su recital que 10 campañas estatales, sostiene. En este punto, México vuelve a exhibir su mayor dificultad a la hora de cambiar el curso de la historia, de dictar leyes o de gobernar con tino: la profunda brecha entre unas clases sociales y otras: entre los más pobres (la mitad de la población) y los demás. El cambio de hábitos no puede ser igual para todos, porque no es el mismo en la actualidad. Mientras en las casas más humildes a muchos envases de plástico les espera una doble o triple vida, en los barrios pudientes la modificación de las costumbres viene asociada, en México y en París, en ocasiones a la moda.
La moda de ser ecologistas. Bienvenida sea, pero a qué precio. Porque si en lugar de cambiar de hábitos solo se cambian los productos, lo único que se consigue es trasladar el problema. Ahora se habla de bolsas hechas a base de hoja de plátano, fécula de maíz, hueso de aguacate… “Cualquier solución que provenga de los cultivos no es solución, porque el uso del suelo será insostenible y la deforestación un riesgo probable. Algunas legislaciones también ofrecen falsas soluciones, como alentar el uso de biodegradables, eso no funciona, porque la fórmula de consumo sigue siendo la misma, usar y tirar, y lo que hay que hacer es reducir el consumo, utilizar materiales que se puedan usar más de una vez, muchas veces”, dice la especialista en Consumo y responsable de Cambio Climático de Greenpeace en México, Ornella Garelli. El director general de Innovaplastix, en Toluca, añade algo preocupante: “Hoy por hoy se contamina más haciendo plástico de maíz, no solo por la producción del grano, agua, químicos, sino porque se gasta más energía en la fabricación de 250 kilos de ese material que en 400 de película plástica convencional. Lo mismo ocurre con las compostables. Las empresas no están preparadas”, sostiene.
Esos nuevos productos son los que ahora se ven en los barrios más pudientes de cualquier gran ciudad. México no es la excepción. Popotes de aguacate, envases de comida de cartón, bolsas supuestamente biodegradables… Ellos pueden pagar el sobreprecio de estos recipientes. Sin embargo, en la periferia, los vasos y platos desechables ensucian las calles. ¿Quiénes están más preparados para dar el salto a un mundo sin plástico en un país como México, en una ciudad como Ciudad de México? “Contamina más el dinero”, zanja la ecologista Garelli. Menciona los empaques ridículos: una mandarina pelada y metida en un vaso, los libros envueltos en plástico en la Ciudad de México, todos y cada uno de ellos, librería tras librería, un plátano en una bandeja de unicel… O una maleta mil veces rodeada de la resistente lámina plástica. Por no hablar de las dificultades de desenvolver un regalo: primero el papel, luego la caja, luego un plástico para cada pieza, luego el plástico de burbujas de aire, luego las bridas que abrazan las piezas… “El empaque es excesivo”, reconoce Torres Arenas, de UNIPAC.
En esa esperable transición a un consumo distinto, a un cambio de costumbres, vuelven a ganar los barrios pobres, al parecer de la bióloga Jiménez. “Iztapalapa se reconvertiría antes que La Roma, porque están acostumbrados a las carencias, a prescindir de muchas cosas. Esos sabrán adaptarse, y reciclan muy bien”, asegura. En fin, la burguesía alienta la revolución y el pueblo la consolida.
Pobres y ricos. ¿Y qué hay de los jóvenes y los mayores? ¿De quién se puede esperar un cambio menos traumático hacia un mundo más sostenible? Miles de adolescentes han marchado por las grandes ciudades pidiendo a los gobernantes que les hereden un mundo mejor. Pero cientos de ellos consumen sin freno tecnologías, ropa casi de usar y tirar, y su modo de vida ya no es el de sus padres o abuelos: vaso de café por la calle, comida en un envase de plástico con tenedorcito de plástico, aceite en plástico, vinagre en plástico… comida a domicilio. Aquí y ahora, a golpe de clic. “Yo no metería a todos en el mismo costal, hay mucha gente que quiere cambiar, que se preocupa por su salud y por el planeta”, dice Garelli. “Estamos impulsando acciones como comprar ropa de segunda mano [en esto ha ayudado la crisis económica], la reutilización de botes y quizá tenemos que diversificar el mensaje y decirles que muchos productos no solo han traído un abuso del plástico sino también una mala salud, diabetes, obesidad”. Enfermedades que en México hacen estragos.
La bióloga Jiménez insiste en el mismo camino, el de la educación. Quizá para algunas generaciones que llegaron tarde al refresco chisposo para desayunar, comer y cenar, el perjuicio medioambiental del plástico no es su preocupación, pero con los jóvenes la vida es aún moldeable. “Habrán de pasar al menos 10 años para que esto vaya cambiando y con los más pequeños se pueden lograr avances”.
Y en eso llegó el coronavirus. Cuando muchos países parecían encaminados en la senda correcta (por lo menos para los que creen en el cambio climático), las legislaciones se iban adaptando, las cifras empezaban a desinflamarse, llegó la pandemia y la involución ha sido patente a pie de calle. “No era perfecto, pero íbamos en buen camino”, asegura Garelli. Y advierte, por si las dudas: “Jamás [los ecologistas] hemos criticado el uso del plástico para insumos médicos, jeringas, cubrebocas, lo que sea, no está en la discusión, ni las bolsas para cadáveres”. Pero la barra de pan que se servía en un envase de papel volvió a su funda plástica y los consumidores vieron en este material facilidades para su desinfección en casa antes de introducirlo en el refrigerador. Sin embargo, no tardó en llegar la pregunta. ¿Cuál es la permanencia del virus en un plástico? ¿Y en un papel o cartón? La industria responde: “En el plástico aguanta cuatro días, en el aluminio solo tres, pero en papel puede vivir de 8 a 16 porque es poroso”, dice Víctor Posadas. Pero en el Instituto de Ecología, los datos que ofrece la bióloga Jiménez son muy otros: “Cuatro horas en el aire, 12 en el papel y en el plástico de tres a cinco días. Lo mejor es el cobre”. El desempate lo pone la ciencia: un estudio publicado en el New England Journal of Medicine concluía que el SARS CoV-2 puede permanecer hasta tres días infeccioso y solo 24 horas en el papel o cartón. Apenas cuatro en el cobre. Papel, plástico, tijeras. Gana al papel. La investigación la realizaron en el Instituto nacional de Alergias y Enfermedades Infeccionas de Estados Unidos, los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) y las Universidades de California (UCLA) y Princeton.
Cuando uno llora, otros hacen pañuelos, reza el refrán mexicano. En la empresa de Víctor Posadas, una mujer con cubrebocas cose a máquina pantalones, camisolas, cubrecalzado, todo de plástico verde, el equipamiento para la pandemia, que incluso exportan a Estados Unidos. La máquina no para, 50 trajes al día. Y ya han vendido 50.000 fundas para cadáveres. Cuando unos lloran… Antes de la pandemia vendían 500 kilos de bolsas para desechar residuos biológicos. Ahora salen seis toneladas en un solo mes. La sonrisa del empresario no cuadra con los datos más pesimistas que recita el presidente de UNIPAC. “En 2019 tuvimos un decremento del 4% y en el primer trimestre de este año casi de un 3%, con una expectativa de un -8% a final de año”, asegura Torres Arenas. Reconoce que la fabricación de plásticos para uso médico se ha incrementado un 100% “pero no supone más del 2% del total, pese a todo”.
Como quiera, las máquinas de la fábrica de Posadas tiran 1.200 toneladas de bolsas al año. Es consciente de que aparecen bolsas chinas en los mares de Chile y botellas de plástico de Malasia en las playas de Cancún. Y también de que la industria debe dar un vuelco. Aunque se hayan prohibido las bolsas en los supermercados se siguen vendiendo.
Un entramado de tubos metálicos ardiendo va devorando las bolsas que ha reciclado una cuadrilla de recolectores de basura en Toluca. Salen por el otro extremo convertidas en una masa de plastilina caliente de aspecto poco deseable y se convierte en hilitos como si pasaran por una máquina de espaguetis. Los hilos pasan por una bañera de agua fría, se solidifican y se cortan en cachitos tan pequeños como cuentas de un collar. Meter la mano en esos sacos enormes llenos de bolitas es relajante, como manosear la arena de la playa, casi. Esa especie de cereal plástico volverá a pasar un proceso químico y de altas temperaturas cuya pasta entrará a presión por un agujero mínimo al que se aplica un chorro de aire y de repente, voilà, el plástico va tomando forma alrededor del tubo vertical como un preservativo gigante, como uno de esos muñecos que se hinchan con aire en la carretera para atraer clientela a los negocios. Similar al vidrio soplado. Lo demás es un proceso sencillo, parecido a un taller de corte y confección.
Muchas de esas bolsas con asas, similares a una camiseta, llegarán a Ciudad de México. A la Central de Abastos y a tantos otros sitios. ¿Para qué entonces la ley? ¿Basta con los supermercados? Parece difícil que México alcance alguna meta de las fijadas para reducir este consumo. Y siendo la capital una ciudad sin basureros (papeleras) en las calles, el paisaje presumiblemente seguirá siendo el mismo. Quizá la solución venga con la fiscalidad como están haciendo en Europa, por ejemplo. España acaba de anunciar un impuesto verde a los envases que supondrá, según los cálculos del Gobierno, una recaudación anual de 724 millones de euros. Y es uno de los países con la fiscalidad más baja en este sentido. Se plantean con ello reducir un 15% la generación de residuos en todo el país. Cada año llegan a los océanos 8 millones de toneladas de plástico, casi lo mismo que produce México. El camino para seguir comiendo pescado en condiciones no será fácil.