Madurismo: ¿el club de la presidenta Sheinbaum?

En México es pertinente preguntarse si es a ese club, al de Maduro y su sistemática represión, al que le gustaría pertenecer a la presidenta Claudia Sheinbaum, cuyo gobierno quiere mandar a un diplomático en su representación

Nicolás Maduro participa durante un acto en Caracas, el 7 de enero.MIGUEL GUTIERREZ (EFE)

El 8 de diciembre de 2012, un Hugo Chávez sabedor de la gravedad del cáncer que le aquejaba, apareció en televisión para hablarle a Venezuela. Sin perder su característico humor, y ante la inminencia de las elecciones presidenciales, el comandante tenía un importante aviso sucesorio.

En el peor escenario, tanto para sustituirle de manera interina como en un nuevo proceso electoral, pidió a sus colaboradores y a sus millones de simpatizantes, que eligieran a Nicolás Maduro, vicepreside...

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El 8 de diciembre de 2012, un Hugo Chávez sabedor de la gravedad del cáncer que le aquejaba, apareció en televisión para hablarle a Venezuela. Sin perder su característico humor, y ante la inminencia de las elecciones presidenciales, el comandante tenía un importante aviso sucesorio.

En el peor escenario, tanto para sustituirle de manera interina como en un nuevo proceso electoral, pidió a sus colaboradores y a sus millones de simpatizantes, que eligieran a Nicolás Maduro, vicepresidente en ese momento, como presidente de la República Bolivariana de Venezuela.

La periodista Catalina Lobo-Guerrero apunta al respecto en su libro “Los restos de la Revolución” (Aguilar, 2021): “Ante la designación a dedo, todas las miradas se volcaron sobre el sucesor. Las más generosas: el compañero Nicolás era de talante conciliador, buen político, muy amable. Era amante del rock de los Beatles, de un buen vino y fumar habanos. Incluso, era un buen lector. Las más desconfiadas: el tipo era un incapaz, un títere de los Castro, de los militares o de su pareja: la abogada ambiciosa, exdiputada y procuradora general de la República Cilia Flores. Era un ignorante, un mediocre, un vago y un corrupto mala clase, con bigote de dictador. Más allá de lo bien o mal que podía caer, todo el país se hacía la misma pregunta: sin Chávez, ¿qué haría Nicolás Maduro”.

Doce años después la interrogante ha sido desbordada: la Venezuela de Maduro es una de violaciones (enfatizar que son graves en este caso no supone pleonasmo) a los derechos humanos, una economía en crisis permanente, y el montaje de un sistema que se perpetúa por la vía electoral a condición de que los votos opositores no cuenten.

El diez de enero, pasado mañana, está fijado en el calendario el traspaso de gobierno en Venezuela. Quien debe recibir la presidencia de ese país se llama Edmundo González, un diplomático de carrera y candidato opositor en las elecciones de julio pasado. Quien se va a adueñar del aparato gubernamental, en cambio, se llama Nicolás Maduro, que con mano dura ejerce el poder desde la muerte de Chávez, en 2013, pocas semanas después de la aparición televisiva narrada líneas arriba.

Lo que pasa en Venezuela es importante por muchas razones. La más grave, porque la población de ese país vive bajo un régimen de terror, donde las violaciones a los derechos humanos son constantes, sistemáticas e impunes. Se calcula que más de 7 millones de personas han abandonado esa nación, ya sea por la falta de condiciones económicas para encontrar sustento, ya sea por la falta de libertades.

No se puede exagerar la gravedad de una situación que lleva años deteriorándose. Tan solo en las últimas horas, se ha denunciado la detención arbitraria del yerno del candidato opositor Edmundo González y de un defensor de la libertad de expresión, el activista Carlos Correa. Como apunta adecuadamente la cobertura de El País, el régimen de Maduro exhibe toda su capacidad de represión en las horas previas al 10 de enero.

Sin embargo, en Venezuela las detenciones como las que acaban de ser denunciadas por observadores internacionales y periodistas locales no solo ocurren en la antesala de manifestaciones de la oposición, que planea este jueves demostrar su fuerza y refrendar la veracidad de su triunfo por dos a uno en las elecciones que Nicolás Maduro no puede demostrar que ganó. No. Las detenciones sin procedimiento legal durante y después de la aprehensión, son parte del terror que Maduro y sus incondicionales han instalado. Organizaciones de derechos humanos denuncian que son alrededor de dos mil las personas que están presas por motivos políticos. Eso sin contar a las que ocasionalmente son víctimas de redadas de cuerpos policiacos tan temidos como las Fuerzas de Acciones Especiales (las infames FAES).

Volvamos al principio. El viernes tiene que haber un traspaso de poderes en Venezuela. Y quien pudo demostrar, con múltiples medios y una abrumadora mayoría de actas (más del 70%), que ganó, está hoy en Panamá y promete viajar a su país a tomar posesión. Edmundo González se citó en suelo panameño con expresidentes de la región, entre ellos Felipe Calderón y Vicente Fox, que en las últimas horas han sido declarados personas non gratas por el régimen de Maduro.

Tan desaseada fue la elección, tan genuinas las dudas sobre los resultados que supuestamente le dan la victoria a Maduro, que hasta países gobernados por amigos del actual régimen de Venezuela, como Brasil, en su momento pidieron al madurismo mostrar las actas de su supuesto triunfo. Tras la elección, México y Colombia se sumaron a la ventana de beneficio de la duda para un régimen que no se había ganado con respeto a los derechos humanos y equidad electoral tal prenda. No sobra apuntar que este miércoles se ha anunciado que el presidente colombiano Gustavo Petro no asistirá a la toma de posesión del viernes.

En vez de mostrar pruebas de su supuesto triunfo, desde julio Maduro ganó tiempo para hacerse el remolón frente a los cuestionamientos, encarceló a opositores, amenazó con cárcel a otros políticos, como el propio Edmundo González y María Corina Machado, a quien con una chicana legal habían impedido ser candidata: es decir, Maduro fue el mismo Maduro que desde 2013 se ha dedicado a erosionar lo que una vez fue una democracia ejemplar, e incluso a demoler lo que una vez fue un proyecto popular: hoy no tiene las mayorías que en su momento sí tuvo Chávez.

Pero hablando de interrogantes, en México es pertinente preguntarse si es a ese club, al de Maduro y su sistemática represión, al que le gustaría pertenecer a la presidenta Claudia Sheinbaum, cuyo gobierno — contrario a democracias como la chilena, que no acepta el triunfo de Maduro— quiere mandar a un diplomático en su representación.

En la historia, México ha denunciado y cortado relaciones con dictaduras como la de Pinochet en Chile o la de Franco en España. Esa diplomacia mexicana puso en alto el principio de no intervención: es decir, a las y los mexicanos les quedaba claro que esos regímenes, como ahora el de Maduro, no estaba ahí por la autodeterminación de sus pueblos: porque el pueblo de Venezuela eligió a Edmundo González, no a Maduro.

México no puede convalidar un régimen dispuesto a detener, censurar e incluso matar, ya no se diga robar elecciones, con tal de burlar la voluntad popular.

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