Las legitimaciones políticas en la reforma judicial
La necesidad de cumplir los deseos de quien ya se va parece ser el único motivo y horizonte por cubrir, con total independencia de lo que puedan o tengan que decir quienes llegan al poder
La propuesta de reformas a los poderes judiciales planteada por el presidente López Obrador, ha sido objeto de distintos análisis. Unos han tenido que ver con sus aspectos técnicos; otros con los supuestos ideológicos de la función judicial, y algunos más con la viabilidad operativa de la elección de los juzgadores federales y locales. Todos esos escrutinios han quedado atrapados en la inmediatez de estos días y sus afanosos ritmos. En lo que un pres...
La propuesta de reformas a los poderes judiciales planteada por el presidente López Obrador, ha sido objeto de distintos análisis. Unos han tenido que ver con sus aspectos técnicos; otros con los supuestos ideológicos de la función judicial, y algunos más con la viabilidad operativa de la elección de los juzgadores federales y locales. Todos esos escrutinios han quedado atrapados en la inmediatez de estos días y sus afanosos ritmos. En lo que un presidente en salida estima necesario para complementar su obra o alcanzar su tranquilidad, y en lo que sus hasta ahora incondicionales han asumido que este les requiere. Aun cuando entendible, la inmediatez imperante no impide reflexionar fuera de la coyuntura.
Después del triunfo electoral del pasado 2 de junio y de los consabidos y repetidos treinta y seis millones de votos para Morena y aliados, se ha asumido que uno y otros conducen sin más a la reforma judicial. Más aún, que tiene que darse en los términos y condiciones planteados por el presidente López Obrador en la iniciativa presentada el 5 de febrero. En una curiosa prestidigitación se ha dado el alineamiento entre esa iniciativa, la elección y los resultados electorales. En esta linealidad no ha quedado espacio para lo que pueda decir la mujer que legítimamente ganó la elección presidencial, para lo que puedan plantear los legisladores que recién fueron electos, ni para las críticas —o al menos comentarios o sugerencias— de quienes se han tomado el tiempo de analizar la propuesta de López Obrador. La necesidad de cumplir los deseos de quien ya se va, parece ser el único motivo y horizonte por cubrir, con total independencia de lo que puedan o tengan que decir quienes llegan al poder.
Más allá de los problemas técnicos y funcionales de la propuesta de reformas, es posible preguntarnos a contrapelo del seguidismo imperante, si a quienes pronto ocuparán diversos cargos públicos les conviene gobernar con la propuesta lopezobradorista.
Al plantear esta cuestión no trato de ocultar mi rechazo a la iniciativa, pues de distintas maneras he expresado mi oposición a lo que estimo está constituido por ocurrencias y disparates. Desde esta posición me pregunto si a quienes pronto ejercerán distintos cargos públicos les conviene la reforma judicial. Si, más allá de la complacencia al presidente que se va, les resultará útil para realizar el proyecto que por sí mismas deberán desarrollar.
Estimo que la respuesta es negativa debido a las complicaciones y obstáculos que enfrentarán. Tantos que, muy probablemente, verán comprometido su quehacer e, inclusive, el proyecto que, supongo, pretenden desarrollar autónomamente con respecto de la persona que por mandato constitucional está por concluir su encargo como presidente de la República. Asumo que la próxima presidenta de México busca realizar su proyecto político en condiciones democráticas y ajustadas al marco constitucional y, en sentido contrario, que no pretende constituir un Gobierno autoritario. Bajo esta condición me parece que la existencia de un juego de frenos y contrapesos es esencial para el mantenimiento del modelo que buscará realizar la doctora Sheinbaum, su Gobierno y las mayorías de los partidos que formaron la coalición triunfante. La pérdida de racionalidad jurídica por parte de los juzgadores derivada de la realización de elecciones será un factor determinante para debilitar esos frenos y contrapesos y, por lo mismo, una seria amenaza para el mantenimiento del modelo que, insisto, supongo querrá mantener la próxima presidenta.
Si acepta que los jueces deben tener la misma racionalidad que su gobierno, también deberá asumir que estos deberán ser partícipes de la conducción política del país, en tanto no habrá diferencias entre lo que ella diga o haga con respecto a lo que los juzgadores consideren que están obligados a decir o a hacer. Al provenir de la misma fuente de legitimidad electoral no es evidente —ni funcional ni ideológicamente— por qué razón los jueces no se considerarán llamados a desarrollar sus propios entendimientos políticos con independencia a los que los legisladores o la presidenta estimen adecuados, necesarios o convenientes. Unos y otros serían representantes populares dotados de la misma legitimidad y sin que entre ellos existan diferencias fundamentales en cuanto a proveniencia, mandato o vinculación con el pueblo.
Los diferentes orígenes entre los representantes populares a los cargos legislativos y ejecutivos frente a los de los juzgadores, tienen el propósito de diferenciar sus condiciones funcionales. Los primeros tienen que actuar conforme a los mandatos que sus electores vayan determinando en los comicios que periódicamente se celebren; los segundos, por su parte, tienen que someterse a las disposiciones jurídicas emitidas por esos representantes populares. De esta manera, los juzgadores no son entes que de manera autónoma puedan ni deban actuar por lo que por sí mismos estimen que es la voluntad de las mayorías, sino, por el contrario, asumir que tal voluntad ha quedado plasmada en una norma jurídica a la cual deben obediencia por provenir precisamente de un ejercicio democrático.
Desde el momento en que a los juzgadores se les lanza al campo de las contiendas electorales, se les hace partícipes de la voluntad popular. De la necesidad de entender, directamente y sin mediación alguna, los mandatos del electorado que habrá de llevarlos al triunfo en las casillas. Su vinculación dejaría de ser con las normas aprobadas por los representantes populares, para ser, al igual que la de estos, directamente con el electorado. Así como el legislador se considera sometido únicamente al mandato de su elector, así el juez habrá de saberse vinculado en los mismos términos con él. Lo que el legislador haya establecido en la ley no tendrá por qué serle vinculante si, finalmente, hay un elector al cual obedecer directamente y sin intermediación de nadie, ni siquiera de un partido político, en tanto su participación está expresamente prohibida.
En el juego de las apelaciones democráticas, los impulsores de la reforma no parecen estar considerando sus fundamentos políticos. Parecen estarse limitando a ver un juego de dominaciones cortoplacistas, sin atender a las posibilidades operativas del Estado mismo. Puedo entender que el todavía presidente López Obrador piense que va a establecer algún tipo de control sobre los jueces para su personal beneficio. Lo que ya no resulta tan claro es por qué la futura presidenta y su propio proyecto de gobierno habrían de beneficiarse de una solución en la cual los juzgadores terminarían disputándole la conducción política del país.
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