Como una estatua
Deseo que la vehemencia con la que salivan los que exigen la prohibición de la tauromaquia la apliquen para erradicar la pornografía infantil o la anquilosada politiquería de las mentiras
Solo en el centro del ruedo, rodeado con todo el ruido del silencio, el torero mira las nubes que son testigos callados del inexplicable ―y quizá injustificado― milagro que acaba de suceder sobre la arena al Sol: un animal criado para matarlo con seiscientos kilos de peso y dos cuernos como agujas ha rozado la seda con oros de las piernas del torero en el centro mismo del Universo. Hay huellas de sangre en el albero y los muslos de su vestido, en el lomo martirizado de la bestia y en las banderillas de todos los colores que le bailotean encima a la espera de otra embestida; es una rara coreogr...
Solo en el centro del ruedo, rodeado con todo el ruido del silencio, el torero mira las nubes que son testigos callados del inexplicable ―y quizá injustificado― milagro que acaba de suceder sobre la arena al Sol: un animal criado para matarlo con seiscientos kilos de peso y dos cuernos como agujas ha rozado la seda con oros de las piernas del torero en el centro mismo del Universo. Hay huellas de sangre en el albero y los muslos de su vestido, en el lomo martirizado de la bestia y en las banderillas de todos los colores que le bailotean encima a la espera de otra embestida; es una rara coreografía en el vacío ―aunque los tendidos se llenan de testigos― y hay quien alude a que se trata de óleo en movimiento, pintura viva; verso y endecasílabo callado de la razón contra la muerte; filosofía de la existencia animal al filo de la mortalidad humana, o al revés. Es cine y poesía… absolutamente irracional aunque pensante. Inexplicable, pero apasionante y, sí, casi incurable.
Soy apasionado de la tauromaquia, resignado a no haber logrado ser figura del toreo y no más que novillero con orgullosos recuerdos, anécdotas imborrables y una media verónica. Acepto la inutilidad de justificarme y duele la creciente amnesia e ignorancia de casi todos los que denostan, denuncian e incluso los que intentan defender la llamada Fiesta de los Toros. Casi repito párrafo: Solo en el centro del ruedo el aficionado a lo toros en el siglo XXI mira las nubes (no cibernéticas) donde ha subido el volumen de rumiantes y ocurrentes, advenedizos y acéfalos.
Deseo que la vehemencia con la que salivan los que exigen prohibiciones o cuestionamientos de la definición de cultura hicieran el mismo esfuerzo con erradicar la pornografía infantil, la anquilosada politiquería de las mentiras, el cíclico vaivén de la corrupción, el asqueroso mal gusto y pésima ortografía que impera en los círculos aplaudidos. Ocupémonos de la posible extinción de las abejas o de la futura desaparición del elefante africano, las gallinas de Kentucky sin ojos ni cabeza en abono de sus alitas robustas y las piernas barbiquiú… Ocupémonos en diferenciar que los supuestos derechos de las ballenas son totalmente diferentes a los que pudieran tener las ratas o las arañas y analicemos el caso del toro de lidia, como animal cuya raza y estirpe es en realidad invento humano, de ganaderos de siglos que han ejercido la ingeniería genética para crear y recrear un tipo particular de bovino que no sirve para leche ni carne, ni arado o carruaje. El toro de lidia es criado con reatas de generaciones ancestrales de este tipo de animal criado para lidia y punto. Que un criador de reses bravas sea dueño de esa propiedad privada y decida invertir cinco años de mimos y jugosas economías que involucran a no pocas familias y que ese ganadero venda sus animales para sacrificio público es un asunto galácticamente ajeno y lejano al energúmeno que protesta a las afueras de la plaza de toros.
Los propios aficionados dizque conocedores han abonado la decadencia y fragilidad de la tauromaquia al tolerar corridas tramposas de bovinos afeitados o de escaso trapío; mucho daña la ignorancia que pita a los picadores que rebasan las rayas de los tercios creyendo ―equivocadamente― que el caballero normalmente obeso y con puya que no lanza en ristre está cobrando ventaja sobre el “pobre torito”, cuando en realidad es al revés: esas rayas se las inventó un cantamañanas para precisamente evitar que los caballeros en plaza aumentaran el riesgo de sus propias monturas. Mientras más lejos del refugio de las tablas, mayor riesgo y valor del picador que ha de realizar su labor como único termómetro de la bravura o mansedumbre de los bureles.
Con el párrafo anterior he probado un solo y mínimo ejemplo de una de las miles de aristas y circunstancias de la lidia de toros bravos que no conocen bien los llamados conocedores, los aficionados en masa de aplauso obligado y mucho menos los miles de antitaurinos y calificadores de la etimología de cultura que en lugar de tomar las calles para intentar frenar la masacre de niños en Gaza o aliviar el hambre en África se rasgan las vestiduras en una nefanda postura impostada donde el torero y uno mismo queda solo en medio de un ruedo infinito, inmóvil como de mármol en un mundo tan decadente e imbécil donde se babea que una escultura no es cultura… y en el silencio de una pasión íntima o prohibida, mejor quedarse quieto… aguantar la embestida y mirar hacia la nube… como una estatua.
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