De los asesinados a los desaparecidos
Existe la percepción de que este sexenio no es, al menos, tan malo como los dos anteriores. Más aún, que compite con ellos en la truculenta danza de los muertos
Desde hace ya varios años se viene construyendo una narrativa sobre los asesinatos contados por periodo presidencial. En tan macabros relatos existe una especie de competencia acerca de si el periodo de Felipe Calderón fue peor o mejor que el de Enrique Peña Nieto, y estos, ya sea juntos o separados, mejores o peores que el de López Obrador. La contienda parece radicar, destacadamente, en el número mismo de las personas asesinadas...
Desde hace ya varios años se viene construyendo una narrativa sobre los asesinatos contados por periodo presidencial. En tan macabros relatos existe una especie de competencia acerca de si el periodo de Felipe Calderón fue peor o mejor que el de Enrique Peña Nieto, y estos, ya sea juntos o separados, mejores o peores que el de López Obrador. La contienda parece radicar, destacadamente, en el número mismo de las personas asesinadas en esos lapsos. También, en las cifras por periodos específicos y sus correspondientes incrementos o descensos. El tema ha sido ya tan normalizado que ha logrado separarse de las personas afectadas para dar lugar a una aparente rivalidad estrictamente numérica. Digo que pareciera de esta manera porque las disputas de cifras son sólo la muestra final de la guerra cualitativa desplegada en distintas dimensiones para afectar directamente a dichas cifras o para desplazarla hacia otros indicadores, todo ello en la loca competencia por demostrar la superioridad del actual sexenio frente al de los mencionados competidores.
Ante la relevancia del número de asesinatos que sucedieron en su periodo presidencial, López Obrador comenzó por referirse a la herencia recibida. Aludió a que una parte muy importante, si no es que de plano todo lo que de malo ocurría en su presidencia, tenía que ver con lo acontecido en las de Calderón y Peña Nieto. En algunas ocasiones esto se puntualizó señalando las desigualdades sociales generadoras de la violencia o a las pésimas estrategias que en materia de seguridad se habían implementado en el pasado. Sin abandonar del todo estas narrativas, se agregó luego la que tenía que ver con el papel faccioso que los medios de comunicación estaban jugando para dar a conocer cifras infladas o de plano inexistentes. Todo ello, desde luego, para perjudicar la acción gubernamental que en la óptica obradorista se realizaba adecuadamente. Basculando entre estas narrativas, llegó el momento de aceptar que el número total de asesinados era al menos igual, y muy probablemente mayor, que el de los dos periodos previos.
Tal aceptación fue hecha con sus correspondientes aderezos. En el discurso presidencial, los muertos siguieron debiéndose a los consabidos factores externos. La pobreza, la herencia maldita, las distorsiones mediáticas o las guerras entre cárteles. Fue por ello que no quedó espacio alguno para cuestionar —desde luego autocríticamente— los reacomodos de los cuerpos federales de seguridad, la estrategia de “abrazos y no balazos” o cualquier otra acción u omisión por parte del presidente o sus colaboradores.
Con independencia de las cifras reportadas y admitidas, lo cierto es que el discurso presidencial repetido a diario en las conferencias matutinas logró imponerse en algunos segmentos comunicacionales. Desde el lado de las cifras, existe la percepción de que este sexenio no es, al menos, tan malo como los dos anteriores. Más aún, que compite con ellos en la truculenta danza de los muertos. Desde el lado de las causas, parece estarse dando una mezcla de las justificaciones hechas valer por el presidente, así como, me temo, una creciente indiferencia social respecto al fenómeno mismo de las personas asesinadas. A fuerza de repetir números y hacer comparaciones estrictamente cuantitativas, parece haberse perdido no sólo la empatía, sino, inclusive, la comprensión de lo que está en juego.
Fue en esta especie de adormecimiento, resignación o desinterés por los asesinados, en el que hizo su aparición un nuevo fenómeno que, de algún modo, comenzó a ocupar su lugar. Me refiero al de las personas desaparecidas, lo cual no surgió en este sexenio. Lleva años construyéndose, aunque de un modo ambiguo, cuando no disimulado. En un primer momento se le vio como un asunto extraestatal. Los narcos se mataban entre sí y luego se desaparecían también entre ellos. En esos años, las personas desaparecidas eran o estaban vinculadas con la delincuencia. Esa visión superflua y en mucho clasista, tuvo que ceder a fin de incorporar una evidente realidad. Las desapariciones iban mucho más allá de algunos fenómenos aislados, tanto así, que involucraban a migrantes, personas inocentes y ciudadanía en general.
La labor de los grupos de búsqueda, sobre todo de las mujeres vinculadas con las personas desaparecidas, visibilizó el tema y terminó por desvincularlo de la delincuencia. Adicionalmente, el involucramiento de los cuerpos de seguridad, fuerzas armadas incluidas, terminó involucrándolo con el estado mismo. Las promesas hechas por el presidente López Obrador en campaña y cumplidas de alguna manera al inicio de su sexenio, a fin de diferenciarlo de sus antecesores, terminaron dándole una centralidad narrativa con el presidente como gran relator. Pero, nuevamente, los números acumulados hicieron crisis. En el comienzo, y como aconteció con los asesinados, el presidente pudo compararse con Calderón y Peña Nieto, y salir, si así puede decirse, vencedor en tan triste contienda. Luego recurrió a la historia de las causas sociales o a los errores del pasado. Sin embargo, este discurso también se agotó y ya no pudo cubrir a las fosas, a los desaparecidos, a sus restos, a sus cuerpos y a sus familiares.
Fue aquí donde se inició la que hasta hoy parece ser, si también puede decirse así, la estrategia gubernamental en la materia. Básicamente, pretende demostrar los errores de los registros y la mala fe implícita en su construcción, para luego sostener los excesos de los números. Así lo demuestra la exigencia de renuncia de la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas en México, la recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y la propuesta para realizar una encuesta de hogares para identificar a los reales y auténticos desaparecidos.
Tal como sucedió con los asesinados, vivimos ya una competencia por demostrar que este sexenio es mejor que sus antecesores en lo que a las personas desaparecidas se refiere. Para demostrarse y demostrarnos que su número no es tan grande como los medios y las organizaciones civiles consideran, sino que, como con tantas otras cosas, todo se trata de los esfuerzos del conservadurismo para desprestigiarlo. Habiendo logrado algún tipo de éxito en la cruenta batalla por diluir a los asesinados y a las inherentes responsabilidades del Estado, está abierta la lucha para significar a las personas desaparecidas y a los responsables, sean estos particulares, autoridades o, como parece ser, la inextricable complicidad de unos y otras.