Le magistrade y el derecho de nombrar a la gente por dignidad
¿Qué hacer cuando las palabras nos posicionan ante la discriminación de un sistema erigido en el patriarcado y la violencia machista? El ‘caso Ociel Baena’ en México nos alecciona
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Pocas cosas hay más disruptivas en México que un hombre —a nuestros ojos— que se pinta con orgullo los labios de rojo y que viste faldas coloridas con tacones altos y un abanico con la bandera arcoíris. Y si a ese hombre joven, vital, cuya presencia es potente ya de por sí, se le ve cómodo y risueño, apoderándose d...
Esta es la versión web de Americanas, la newsletter de EL PAÍS América en el que aborda noticias e ideas con perspectiva de género. Si quieren suscribirse, pueden hacerlo en este enlace
Pocas cosas hay más disruptivas en México que un hombre —a nuestros ojos— que se pinta con orgullo los labios de rojo y que viste faldas coloridas con tacones altos y un abanico con la bandera arcoíris. Y si a ese hombre joven, vital, cuya presencia es potente ya de por sí, se le ve cómodo y risueño, apoderándose de un espacio como el del Tribunal Electoral de un Estado históricamente conservador, entonces todo se vuelve más complejo. Sobre todo en el segundo país con más crímenes de odio en América Latina.
La mexicana es todavía una sociedad prominentemente homófoba y tránsfoba. Las tristes y alarmantes cifras de crímenes de odio así lo indican. México, después de Brasil, es el lugar en América Latina donde más se desaparece, asesina, atenta y empuja al suicidio a mujeres trans y hombres homosexuales, principalmente entre las edades 25 y 29 años.
En cada aparición pública que hizo, Ociel Baena Saucedo pedía que se le nombrara con el género no binario ‘elle’ —personas que no se identifican con ser mujer u hombre y que entienden el género como algo más diverso—. “No soy el magistrado, soy le magistrade, por favor”, decía una y otra vez —lo repitió hasta un cansancio que ya ni siquiera hacía latente— a sus interlocutores, quienes un tanto descolocados y con cierto nerviosismo trataban de seguir adelante con la conversación. Ociel Baena tenía miedo, sí, pero nunca dejó de denunciar las discriminaciones, los ataques y el terror de vivir en un mundo que le negaba sus derechos constantemente solo por sus preferencias personales.
Escribir o decir le magistrade y hacer las conjugaciones correctamente todavía nos cuesta mucho a tantos de nosotros, que tratamos de escribir siempre con el trato digno que nos piden las circunstancias. Sin embargo, cada que reproducimos algún audio o entrevista de Baena Saucedo, y que volvemos a ver su insistencia en que se le nombrara como pedía, no podemos hacer más que tratar de hacer lo correcto. Y lo correcto sería respetar su decisión y nombrarle como pidió, porque, además, su vida, su larga carrera profesional, y su ejemplo convertido ahora tristemente en legado, estuvo firmemente basado en eso, en que el mundo se tomara la molestia de nombrarle como deseaba.
Para los medios de comunicación, como para las sociedades en las que nos inscribimos, no es una tarea sencilla, pero somos conscientes de que los tiempos que vivimos nos obligan a tener esa conversación. No solo al interior de nuestras redacciones y salones, sino a entablar una comunicación abierta y receptiva con las personas de allá afuera que nos hacen el tremendo favor de leernos, y acaso, a veces, de suscribirse a nuestros contenidos, escuchar a los, las y les activistas, jóvenes de todas las identificaciones de género —que son los más interpelados y asustados tras la muerte violenta de Baena Saucedo—, y también personas que no entienden por qué se tendrían que modificar las palabras, profesores y académicos, instituciones especializadas en el idioma y en sus devenires. Ese podría ser uno de los primeros pasos que periodistas y medios de comunicación podríamos dar para acompañar a la sociedad en su camino hacia la dignificación del ser humano.
Ociel Baena tenía razón: no hay sensación más grata y verdaderamente hermosa que las personas a nuestro alrededor se refieran a nosotros con respeto, como una señal de que los otros están ahí, no para nosotros, sino con nosotros, acompañándonos en este camino, construyendo sociedad y futuro de nuestra mano. El respeto a lo distinto que habita en la gente que nos rodea sería entonces un principio de dignidad inamovible. Supongo que le magistrade lo comprendió mucho antes que todos nosotros.