Columna

El plan C

Desde principios de año, el presidente López Obrador llama a los electores a dar a Morena la mayoría legislativa en 2024 a fin de cambiar de cuajo al Poder Judicial

Andrés Manuel López Obrador, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.Gerardo Vieyra (Getty Images)

El Poder Judicial pasó en apenas un lustro de campo de batalla donde se disputa el modelo de país que las fuerzas políticas pretenden, a convertirse en el tema mismo de esa pugna ideológica. De árbitro político a jugador, o incluso a trofeo. La pelea en 2024 definirá la ruta de la justicia en México.

Visto en retrospectiva, la era López Obrador no comenzó ni con la humillante retirada política de Peñ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El Poder Judicial pasó en apenas un lustro de campo de batalla donde se disputa el modelo de país que las fuerzas políticas pretenden, a convertirse en el tema mismo de esa pugna ideológica. De árbitro político a jugador, o incluso a trofeo. La pelea en 2024 definirá la ruta de la justicia en México.

Visto en retrospectiva, la era López Obrador no comenzó ni con la humillante retirada política de Peña Nieto, que incluso antes de las elecciones de 2018 ya había cedido el poder a AMLO al destapar un candidato de paja y perseguir al que medio competía a este.

En realidad, la acción y la reacción implícitas en la toma del poder por Andrés Manuel López Obrador iniciaron cuando su movimiento y la oposición —incluida IP— cayeron en cuenta de que las vencidas ocurrirían en los estrados de la Corte.

Con similar premura, a la par de que el futuro presidente se adelantaba a cancelar el aeropuerto de Texcoco, las fuerzas que se le oponen trabajaron para allegarse de recursos a fin de estar listos para tramitar elaborados amparos con el propósito de contener por la vía judicial al tabasqueño.

Era el prólogo de una confrontación que ha vivido varias etapas, en donde el Gobierno estuvo en capacidad, y hasta 2021 gozó de la legitimidad de la mayoría parlamentaria constitucional para ello, de cumplir promesas como cancelar la reforma educativa del anterior sexenio o militarizar la seguridad.

Por si fuera poco, en el primer trienio el presidente López Obrador instaló un mecanismo que le ayudó a estrujar al Poder Judicial para que éste fuera dúctil a las prioridades gubernamentales.

En Palacio se instaló un grupo de colaboración en donde convivían, sin recato, representantes del Ejecutivo, de una Fiscalía General de la República que se suponía autónoma y del Poder Judicial de la Federación.

Surgido con el pretexto de atender asuntos de Estado, tal convivencia derivó pronto en una connivencia donde se rompió la promesa presidencial de que López Obrador no encabezaría, como en el pasado, el poder de poderes.

El presidente de la Corte y de la Judicatura de entonces allánese sin retobo a un esquema mediante el cual, como si se tratara de acuerdos burocráticos, se “planchaban” asuntos que no pocas veces atropellaban leyes y derechos al poner en entredicho la autonomía de otros poderes y de la FGR.

El resultado fue un diálogo no republicano casi imposible de distinguir del trueque político donde el quid pro quo sobrevoló a tal grado que pronto un tema recurrente en la opinión pública fue el futuro del ministro presidente en el gabinete. Como si de formalizar su colaboracionismo se tratara.

Aunque el titular de la rama del poder que no está sujeto a las urnas se había inclinado a favor del gobierno, por la naturaleza misma de la integración de la Corte y del Judicial, el ayuntamiento de ese ministro con Palacio no fue perfecto a la hora de la obsecuencia.

En uso de su carácter independiente, jueces, magistrados y algunos ministros otorgaron en distintos momentos amparos y suspensiones judiciales contra leyes o medidas administrativas decretadas por el Ejecutivo. Aun con sus farragosos plazos, los tribunales hicieron mella en la agenda presidencial.

Frente a esa resistencia, destacable en el sexenio donde se premia el sometimiento, quedará para el futuro la discusión sobre las razones que tuvo AMLO para no emplear antes del 2021 sus mayorías en el Congreso para revolucionar la forma en que se nombra y gobierna la justicia federal.

¿Se debió a un exceso de confianza —de que retendría la fuerza constitucional en los comicios intermedios— o a un cálculo para no espantar prematuramente a la opinión pública y a inversionistas siempre nerviosos ante cualquier intento de subvertir el Estado de derecho?

Esas elecciones no solo trajeron un descalabro legislativo a Morena, sino la imperante necesidad de activar la Secretaría de Gobernación, y ese cambio impactó a la Consejería Jurídica de Presidencia, donde perdió fuerza el mencionado esquema que —no sin escándalos— tripulaba casos judiciales.

Otra explicación, también derivada de la hubris presidencial, apuntaría a la convicción de Andrés Manuel de que los cuatro ministros que le tocaba proponer serían incondicionales y que, al renovarse la presidencia de la Corte, a inicios de 2023, solo era posible un alineamiento total de esta.

En todo caso, López Obrador transformó la merma de sus curules en San Lázaro en un acicate político.

Opinadores creyeron que con un oficialismo legislativamente mermado tras el resultado electoral de hace dos años, donde además se perdieron alcaldías claves en la Ciudad de México, derrota particularmente simbólica en términos de desgaste de poder, el Ejecutivo quedaría acotado sin remedio.

Lo que ha ocurrido es, al menos desde el ímpetu político del tabasqueño, todo lo contrario. Ese mismo verano lanzó nuevas iniciativas en el Congreso, tanto cuando aún no se renovaba este, como cuando en septiembre de 2021 desapareció su mayoría constitucional.

Desde entonces trató de subvertir la Constitución con desplantes que, al sonoro rugir de “no me vengan con que la ley es la ley”, buscan galvanizar perennemente una imagen de fortaleza política, y captar apoyo popular al esparcir el resentimiento de que la justicia es imposible con estos jueces.

Al llegar 2023 el presidente perdió otra batalla, lo que derivó en mayor escalamiento del choque. Al renovarse en enero la presidencia del Judicial, la candidatura de su ministra favorita se atrofió por acusaciones periodísticas de plagio en la tesis de licenciatura de la aspirante.

Arribó entonces una presidenta de carrera judicial, y de un talante político impredecible, lo cual no supone una ventaja para nadie: pronto oficialismo y Corte tuvieron desencuentros protocolarios en público, y hoy está roto el diálogo institucional: no les tomen la llamada, es la instrucción de Palacio.

En paralelo, la realidad legal en México en temas clave como el mercado energético vive un limbo. Los privados aguardan resoluciones como las relativas a la Ley de la Industria Eléctrica, que privados piden sea declarada inconstitucional por la Corte. Y el Ejecutivo resiste al proceso judicial al plantear impedimentos de dos ministros que intervienen en ese caso.

Si esa ley fuera echada abajo, sin embargo, pocos se atreverían a decir que al ser caso juzgado llegará la certidumbre en las reglas para ese mercado. AMLO no aceptará un revés y, como parte de su misión estatista, con recovecos administrativos o amagos buscará que esa legislación no opere.

Prueba de ello es su actuar en casos que han sido emblemáticos de sus choques con el Judicial, como la Ley Zaldívar —para quien el Ejecutivo pretendía ampliar el mandato como titular de la Corte—, la consulta para juzgar a expresidentes, la de revocación de mandato, la renuencia del Senado a nombrar consejeros del INAI o el Plan B electoral. Ningún revés judicial se ha traducido en acatamiento sin más o respuesta institucional de Palacio.

Su más reciente revire es que varias legislaciones diseñadas para consolidar su legado de erradicación del esquema anterior de pesos y contrapesos —la práctica de prédica “al diablo con sus instituciones”—, vayan en la panza del caballo de Troya llamado Plan C.

Desde principios de año, el presidente de la República llama a los electores a dar a Morena la mayoría legislativa en 2024 a fin de cambiar de cuajo al Poder Judicial. Ya no solo pretende tener la fuerza legislativa para imponer a los militares en la seguridad pública, o una reforma electoral contra el INE.

Por ello, Palacio Nacional instrumenta una agenda propagandística para convertir a jueces, magistrados y ministros de la Corte en símbolos de abusos y corrupción. Por ser herencia del pasado, argumenta, son los valedores del viejo régimen, puestos ahí para resistir la hora del cambio lopezobradorista.

De ahí que deban ser castigados y expuestos en sus “privilegios”, como el contar con fideicomisos millonarios con los que hacen frente a compromisos laborales. La determinación de la mayoría morenista en el Congreso de arrebatar esos fondos es tanto una reprimenda como una oportuna táctica.

El Poder Judicial será exhibido por sumar miles de millones de pesos en fideicomisos y tras decretarse, como está anunciado, en el Congreso que tales fondos pasen a la Tesorería, el caso muy probablemente tropezará en algún tribunal por la forma e incluso el fondo de lo que pretende AMLO.

Será una victoria pírrica para el Judicial, porque con su fallo apuntalará la acusación de refractario a la necesaria austeridad. Pocos en la opinión pública atenderán que una parte de esos fondos en realidad eran de los trabajadores de ese poder. Y al respecto, la impericia política de Norma Piña no ayudará.

La mesa quedará servida para la cantaleta electoral de que el futuro pasa por derribar al “corrupto” y “abusivo” Poder Judicial.

Sin diagnóstico y sin discusión real, en medio del polarizante calor de las campañas, México se jugará el débil entramado de justicia federal construido en casi 30 años. No por nada es el país de “la vida no vale nada”.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país

Más información

Archivado En