Opuestos positivos
Si el etnodesarrollo es sumar gente a las dinámicas del mercado, obviando el resto de las dinámicas de la vida, el desarrollo no puede ser más que otra forma de la explotación
Hace un par de años, en una urbanización valenciana, conocí a un viejo que había trabajado para Alberto Giacometti.
Al comienzo, me dijo, laboró en el estudio del artista, después pasó a encargarse de los asuntos de su casa y, finalmente, se desempeñó como chofer de quien sería uno de los grandes renovadores de la forma, durante la segunda mitad del siglo XX.
Aunque nunca fueron amigos, también me dijo, sostuvieron una relación respetuosa y franca, que terminó dando lugar al cariño. Por eso, cuando Pedro decidió dejar París para volver a su lugar de origen, Giacometti, mientras b...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Hace un par de años, en una urbanización valenciana, conocí a un viejo que había trabajado para Alberto Giacometti.
Al comienzo, me dijo, laboró en el estudio del artista, después pasó a encargarse de los asuntos de su casa y, finalmente, se desempeñó como chofer de quien sería uno de los grandes renovadores de la forma, durante la segunda mitad del siglo XX.
Aunque nunca fueron amigos, también me dijo, sostuvieron una relación respetuosa y franca, que terminó dando lugar al cariño. Por eso, cuando Pedro decidió dejar París para volver a su lugar de origen, Giacometti, mientras bebían una botella de vino, paseó la mirada por su estudio y dijo: “Llévate lo que quieras”.
"¿En serio... lo que yo quiera?", sostiene Pedro que le respondió al escultor. "Lo que tú quieras", insistió Giacometti, al tiempo que el valenciano echaba a andar hacia el sitio en donde el suizo guardada sus mejores herramientas. "Pues me llevo esto", cuenta Pedro, orgulloso y dejando asomar una sonrisa, que aseveró agarrando unas pinzas, un par de navajas y una piedra para afilar.
Sorprendido, Giacometti quiso explicar los múltiples valores de las obras que había en el estudio, pero antes de que pudiera explayarse, sostiene el viejo: “Empecé a reír y dije: ‘Es que estos flacos tuyos no me gustan nada... solo me faltaba cargarlos desde aquí hasta mi pueblo”. Por supuesto, el artista suizo, que entonces, como gran parte de su vida, vivía en París, también se echó a reír y abrazó a Pedro, preguntándole si conocía la mejor forma de usar aquella piedra para afilar.
No me queda del todo claro por qué, pero esta historia, que había olvidado por completo, regresó a mí mientras leía, por tercera vez, el documento sobre el Tren Maya en el que las autoridades de Fonatur escribieron: “El etnocidio puede tener un giro positivo, el ‘etnodesarrollo’, este puede ser posible si se involucra en el proceso de desarrollo y en la administración de beneficios a las poblaciones indígenas que estarían siendo afectadas por el desarrollo”. Ya se sabe: es el documento que, poco después de ser publicado, sería corregido en la cuenta de Twitter del Tren Maya.
“Reconocemos que es una oración desafortunada y aclaramos que se trata de un error de redacción. La frase debe decir: ‘El etnocidio tiene un opuesto positivo, que es el etnodesarrollo’”, escribieron los responsables de apagar el fuego que, obviamente, se desató poco después de hacerse público el documento señalado, documento que, por lo demás, rebosa en ideas huecas, encadena lugares comunes que debieron ser superados hace años y retrotrae al presente lo peor de lo peor del paternalismo priista del pasado —aunque, tal vez, lo peor de lo peor de ese paternalismo priista esté, en realidad y desgraciadamente, aconteciendo en presente—.
Por supuesto, no se trata de señalar —o no solamente— lo que resulta obvio: ¿error de redacción, en serio? ¿La respuesta de un Gobierno, tras aseverar que la destrucción de un pueblo o su cultura tiene un “giro positivo”, es culpar a un corrector e intentar sacar el agua que está hundiendo su barco haciendo otro hoyo en el fondo? ¿Opuesto positivo, de verdad? ¿Es eso lo que está bien redactado: que el etnocidio, es decir, la negación última y final de todos y cada uno de los derechos de una colectividad es, antes que una exterminación en proceso, una exterminación que está por ser desarrollada pero de forma participativa, es decir, que el sujeto podrá participar de su exterminación? ¿Saben lo que es un opuesto positivo? ¿O les pareció, nomás, que así enredaban y escapaban?
Obviamente, les pareció que así escapaban: enredando. Porque esto es lo que han hecho desde que anunciaron, no solo la construcción del Tren Maya, sino todos los megaproyectos con los que buscan —desesperada, enloquecidamente— ganarse un lugar en la historia y dotar de identidad a un proyecto que, en estos temas, parecería haberse quedado sin rostro y sin brújula, peor aún, sin contenido y sin narrativa —a la historia, sin embargo, no se accede pintando murales, como están haciendo en la sede de la Secretaría de Gobernación: a veces, imitar el pasado desvanece el presente; la identidad no se construye retratando, como hizo un senador de la República, que aseveró, para colmo, que el tiempo le sobraba, de forma involuntariamente infantil al pueblo que se infantiliza voluntariamente: a veces, el presente desvanecido enmudece al futuro—.
Dije, sin embargo, que no quiero quedarme en lo obvio. Y es que, lo fundamental es hablar, discutir lo que este Gobierno, que en otros frentes avanza por un camino que pareciera el correcto —salario mínimo, facturas falsas, congelación de cuentas— entiende por desarrollo; lo que entiende, pues, una administración que, con total impunidad y habiéndose corregido, escribe etnodesarrollo y lo hace, además, en el contexto que lo hace. Como si, en pleno siglo XXI y en una nación de naciones, la vida, tanto individual como colectiva, tuviera solo una dimensión económica. Si el etnodesarrollo es sumar gente a las dinámicas del mercado, obviando el resto de las dinámicas de la vida, el desarrollo no puede ser más que otra forma de la explotación.
Una idea digna de la era del vapor; una idea incapaz de dejar los rieles sobre los que avanza hacia la destrucción del futuro; una idea que, además de unilateral, es unívoca, pues cuenta con un solo emisor: el Gobierno federal —total, en este país, no hay ciudadanos, aquí, en estas tierras, no hay pueblos, en este sitio no hay colectividades, menos aún comunidades con algo que aportar—; una idea que yace atada a aquella otra tan vetusta, anquilosada y conveniente: el progreso —un progreso que se limita a la acumulación, que no entiende que su sentido entraña el ciclo y no la línea recta, que no reconoce, en la historia, ningún error, porque todo ha sido acierto—.
Una idea que es como las monedas de los tramposos, una de esas monedas que en ambas caras muestra la misma imagen pues solo importa el resultado que desea el usurero. Nadie más, menos aquellos que creen, aquellos que defienden las autonomías y construyen, en torno a estas, otras formas de vida, es capaz de imaginar el mañana, pues a este habrán de conducirnos los rieles que siembran las mineras del desarrollo, las máquinas del progreso alimentadas de petróleo. Que quede claro: el etnodesarrollo que propone el Gobierno, como cualquier etnocidio, no es más que otro modo de la aniquilación.
No nos engañemos, el giro positivo, perdón, el opuesto positivo del etnocidio no es, entonces, más que otra máscara y otro esparadrapo en el hocico de los pueblos. No es más que otra forma del engañar y el acallar del paternalismo del siglo XX. Ya lo sabemos: el paternalismo no pregunta, posee todas las respuestas. De ahí que se imponga con engaños y se engalane con consultas amañadas, de ahí que su alimento principal sean el diálogo fingido y el acuerdo simulado.
Todo Gobierno paternalista, finalmente, asume que sus gobernados solo pueden elegir entre las opciones que este les presenta. ¿Cómo podría, el gobernado, decidir por sí mismo qué desea? ¿Cómo podría imaginar algo distinto? El Gobierno es la ardilla del antiguo relato maya, que advierte a la torcaza de que ya viene el diluvio y le sugiere matar a sus hijos, para que estos no se ahoguen.
Tras dudar y temer, la torcaza decide, con gran dolor, matar a sus hijos. La tormenta, sin embargo, nunca llega. Cuando la torcaza se da cuenta de que la ardilla la embaucó, es demasiado tarde: ha sido condenada a vagar —de ahí sale La Llorona— llamando a sus hijos y reclamando a la ardilla el haberla engañado.
No hace falta decir quién sería, en el relato citado, la torcaza —que promete no dejarse engañar otra vez— y quién la ardilla. Mejor volver al tema de que partí y terminar aquella historia que, leyendo el documento de Fonatur, regresó a mi memoria.
Y es que Pedro, obviamente, sabía de sobra cómo usar la piedra que recién había escogido y cómo afilar una navaja.
Por eso, me dijo, antes de irse enseñó a Giacometti a afilar sus herramientas de otro modo.
Eso y no otra cosa es un opuesto positivo.