Viaje hacia el final del Título 42: así es la dura travesía de los migrantes por la frontera sur de México
Mientras EE UU se acoraza con 24.000 policías, la frontera sur sigue siendo una entrada relativamente sencilla. Pero todo se complica al empezar el viaje mexicano. EL PAÍS acompaña a tres migrantes venezolanos en su ruta hacia el norte
Génesis, Justyn y Elvis, tres migrantes venezolanos, cruzaron este miércoles por la tarde el río Suchiate, en la frontera entre Guatemala y México, montados en una balsa por 50 quetzales, un poco más de seis dólares. Al tocar tierra del lado mexi...
Génesis, Justyn y Elvis, tres migrantes venezolanos, cruzaron este miércoles por la tarde el río Suchiate, en la frontera entre Guatemala y México, montados en una balsa por 50 quetzales, un poco más de seis dólares. Al tocar tierra del lado mexicano, a plena luz del día, se bajaron de la balsa y corrieron con sus mochilas en sus espaldas hacia una rampa de cemento y se esfumaron por unos estrechos callejones que conducen hacia el centro de la ciudad. Antes de perderse de vista, Justyn, de 22 años, alcanzó a posar y tomarse una fotografía frente a un letrero que dice “Bienvenidos a México. Paso El Palenque”. A unos metros de donde se tomó la foto, seis agentes de la Guardia Nacional descansaban moribundos de calor y se aireaban con un ventilador metálico.
“Está bien movido. Son miles los que están entrando a diario. Aquí cualquiera puede pasar”, dice una vendedora ambulante que trabaja desde hace 20 años en la orilla del lado mexicano del río Suchiate. En las últimas semanas, previo al inminente fin del Título 42 ―la política migratoria que niega la entrada a inmigrantes sin papeles a EE UU por motivos sanitarios― el flujo en la frontera ha aumentado exponencialmente ante los ojos de la población local.
El Título 42 es una norma sanitaria que Donald Trump desempolvó de una ley de los años cuarenta. Permite la devolución en caliente de los migrantes que llegaban a la frontera en busca de asilo con el pretexto de detener el avance de la pandemia. Ha estado en vigor durante 40 meses.
Cuando expire al final de este jueves, hora de Washington, entrará en vigor el viejo Título 8, que permitió a la Administración de Obama deportar a más de tres millones de migrantes en ocho años. Lo hará con novedades: a aquellos que quieran solicitar asilo se les obliga a pedirlo a través de una aplicación para móviles desde cualquiera de los países de su travesía. Si llegan a Estados Unidos sin haber cumplido ese requisito, serán deportados. Esa deportación conllevará la prohibición de volver intentarlo durante al menos cinco años. Si los descubren tratando de cruzar de nuevo en ese tiempo, se exponen a penas de prisión en Estados Unidos. Esas deportaciones no serán a sus países de origen en los casos en los que no haya tratados al respecto: Cuba, Nicaragua, Venezuela y Haití.
De admitirse su solicitud, pueden ser llevados a un centro de detención mientras esta se resuelve, o reciben una cita con un juez en algún punto de Estados Unidos y un documento que les permitirá viajar libremente por el país. Los plazos varían, de varias semanas a varios años. Actualmente, hay dos millones de causas abiertas, y los magistrados especializados en temas migratorios están desbordados.
Mientras Estados Unidos refuerza su frontera sur con el despliegue de 24.000 agentes fronterizos para contener la estampida de migrantes que marchan hacia el norte, la frontera sur de México sigue siendo porosa. El río Suchiate que conecta la comunidad guatemalteca de Tecún Umán con Ciudad Hidalgo, del lado mexicano, es uno de los pasos más usados por los migrantes en esta región. Esta frontera permanece vigilada por un pequeño grupo de agentes de la Guardia Nacional. En la práctica, sin embargo, no hay nada que impida que las mercancías ni las personas se muevan de un lado a otro libremente a cualquier hora del día.
Aunque cruzar esta frontera todavía es relativamente fácil, el camino es muy peligroso para los migrantes que buscan llegar a Tapachula, el epicentro de la migración y principal cuello de botella en el extremo sur de México. Ese es el destino de los tres venezolanos. Una especie de ciudad-trampa en la que habitan temporalmente entre 40.000 y 50.000 migrantes estancados debido a las duras políticas del gobierno mexicano. El programa Quédate en México, que responde a las políticas de contención de Estados Unidos, impide que los migrantes salgan de esta ciudad y sigan su paso, sometiéndolos a un largo proceso burocrático para obtener permisos legales que pueden tardar meses.
Sin embargo, en las últimas semanas, previo al final del Título 42, el Instituto Nacional de Migración ha estado emitiendo permisos temporales “express” que permiten a los migrantes avanzar durante 45 días hacia el norte. La demanda es tan alta que miles de migrantes acuden diariamente a las instalaciones temporales del INM en el parque Ecológico de la ciudad. El sistema ha colapsado. Pero antes de todo eso, antes de Tapachula, los migrantes deben sortear tres retenes migratorios y meterse entre montes, bananeras, propiedades privadas y viajar con transportistas en medio de lugares totalmente desconocidos. Esa ha sido la travesía de Génesis, Justyn y Elvis, que permitieron que EL PAÍS los acompañara en su camino hasta Tapachula.
Para sortear el primer retén migratorio ubicado en la salida de Ciudad Hidalgo, a unos metros de la garita entre México y Guatemala, los tres venezolanos piden indicaciones a una señora que los miraba de reojo en la calle principal. La señora, extrañada al escuchar sus palabras, se limita a señalarles con el dedo dónde estaba el retén y sigue su camino. Al minuto, un niño de unos 14 años montado en una bicicleta se les acerca y sin más les suelta una oferta: “Por 100 varos [pesos] les ayudo a cruzar”. Los venezolanos, se miran y rechazan la propuesta del niño. “No andamos tanto”, dice Génesis y echan a andar por un monte que se abre a la orilla de la carretera.
Monte adentro, los tres venezolanos se topan con un ranchero a bordo de un tractor. Sienten miedo. “Puede estar armado”, dice uno. Los migrantes temen que, al ver que estaban invadiendo su propiedad, el ranchero les podía disparar. Uno de ellos se atreve a silbarle y a pedirle permiso de pasar. El ranchero asiente con la cabeza. Un ayudante del ranchero sale al paso y los orienta. “Sigan derecho, derecho hasta que lleguen a un campo abierto. Ahí se van a la izquierda hasta salir a una gasolinera. Ahí ya están adelante del puesto de Migración”.
Génesis, Justyn y Elvis recuerdan lo que habían pasado hace apenas una semana, cuando cruzaron la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá. “Hermano, eso no se lo deseo a nadie. Esto es feo, pero el Darién es el infierno. Yo vi gente muerta ahí que no aguantó”, dice Elvis. Justyn, sobrino de Génesis, le da la razón. “Preferiría morir que volver a pasar por ahí”. De los cinco países que tuvieron que atravesar en los últimos 20 días, esa selva es lo que recordarán con más terror. “En Nicaragua, Honduras y Guatemala solo nos asaltaron”, dice Génesis.
Los migrantes siguen su camino por una bananera. Caminan por un campo abierto de tierra suelta recién arada mientras los pies se les hunden en la tierra hasta los talones. Soncerca de las cuatro de la tarde y todavía hay luz, pero ellos saben que pronto va a empezar a oscurecer. “¡Por aquí!”, dice Génesis, viendo el GPS en su teléfono. Los tres empiezan a buscar la calle principal con todavía un buen tramo por recorrer.
Veinte minutos de caminata más adelante, en medio de la bananera, dos hombres jóvenes reparan una tubería del sistema que riega las huertas. Los venezolanos los miran temerosos y saludan. “Queremos salir de aquí”, les dice Elvis. “Sigan aquí recto, ahí van a dar con un muro y después está la calle”, les dice uno de los trabajadores. Tras casi una hora de caminata por el monte y la bananera, Génesis logra, por fin, ver el muro de ladrillo y escuchar el sonido de los furgones. “¡Ahí está la gasolinera!”, dice alegre. Ahora solo faltan dos retenes más por pasar.
A la orilla de la carretera, los venezolanos esperan una combi, como le dicen en esta región a los microbuses de transporte de pasajeros. Al subir, el conductor les dice que serían 25 pesos mexicanos por cada uno (poco más de un dólar), cuando el pasaje normal para pasajeros es de ocho pesos. Génesis le pide al conductor que los deje justo antes del próximo retén migratorio. El conductor asiente con la cabeza.
Unos 11 kilómetros después, el motorista avisa que se deben bajar. Son casi las cinco de la tarde y el sol se empieza a poner. De pronto, un joven flaco y trigueño con la ropa hecha harapos se acerca a los venezolanos al verlos que ya iban caminando hacia un terreno a la orilla de la carretera para sortear el otro retén. “Yo que ustedes no daría ni un paso más”, dice el joven harapiento. “Esa es propiedad privada y si entran ahí, ya no van a salir”, amenaza.
No hace falta más. Las cosas estaban claras. Pero para cada problema, una solución. “Yo los puedo llevar en moto por el otro lado. Les cobro 30 pesos por cabeza, pero por ahí no se vayan. Se los digo porque soy buena persona”, dice. Elvis, agradeciendo su bondad con un gesto de desprecio le dice que no, gracias. “Nos han asaltado en todo el camino, ya no tenemos dinero para darte, mejor vete”. Pero el harapiento insiste. “Si lo que quisiera fuera tu dinero, dejaría que te fueras y te asaltaría más adelante. Pero lo que quiero es hacer el bien”.
Génesis frunce el ceño. Se acerca al tipo y le pide que le explique bien lo que estaba pasando. Negocia con él y quedan en 25 pesos por cabeza. Cruzamos la calle y nos subimos en dos motos. En una van Génesis, Elvis y un conductor. En la otra, Justyn, el conductor y el periodista. “Son 25 por cada uno. Pagan al final para que vean que hay confianza”, dice el harapiento. Pero de confianza no hay nada en el ambiente.
Al avanzar, toman el lado izquierdo de la calle, para rodear el puesto migratorio que esta a menos de 500 metros. De pronto, la moto en la que viaja Justyn se desvía del camino. Justyn empieza a gritarle al conductor y a preguntarle adónde lo llevaba. El conductor, parco, se limita a responder que ahí por donde iba su compañero estaba “la autoridad”. Nerviosos, le pedimos que por favor regrese con la otra moto. No tenemos idea de hacia dónde nos lleva. El tipo baja la velocidad. Lo piensa un rato. Se detiene. Lo piensa más. “Vamos, pues”, dice ante el nerviosismo de Justyn.
Al regresar al camino, Justyn ve que en la desembocadura de la calle está nada menos que el retén migratorio. “¿Dónde llevas tu mochila?”, pregunta el conductor sin mirar atrás. “Aquí, pegado a tu espalda”, responde Justyn. “Escóndela bien”, ordena el hombre. Y Justyn aprieta con fuerza el bolsón contra su pecho.
La moto pasa a unos 15 metros del retén migratorio y el conductor acelera a fondo. Pero a unos trescientos metros, el vehículo empieza a toser y se detiene. Pensamos que es una trampa. “¡Mierda! ¡Nos quedamos sin gasolina”, dice el tipo. Más miedo. Más desconfianza. La otra moto avanza y la perdemos de vista. De pronto aparece un carro rojo a nuestro lado. El conductor trae lentes oscuros y música norteña. “Miren qué casualidad”, nos dice. Más miedo. Más desconfianza. “¿No te los llevas por 25 pesos cada uno?”, pregunta el conductor de la moto. Nos negamos. “Llévanos tú, hermano. Contigo hicimos el trato”, insiste Justyn. Pero el tipo del carro, como si no lo escuchara, continúa detenido a nuestro lado, como un buitre acechando a su presa. Por fin, el conductor de la moto lo despacha, pedalea un par de veces y arranca el motor.
Un par de kilómetros más adelante están Génesis y Elvis a la orilla de un callejón. Empieza a oscurecer y cuesta trabajo distinguir sus rostros. Al final del viaje, cada uno pagó los 25 pesos, como habían acordado.
Mientras empieza a caer la noche, los migrantes esperan otra combi. Son casi las siete y los tres venezolanos empiezan a dudar si lo van a lograr o no. Cuando empieza a agotar la esperanza, pasa el transporte: una furgoneta que los llevará hasta El Manguito, a las puertas del tercer retén migratorio y a unos metros de la entrada a Tapachula.
En la combi, los nervios asaltan a Justyn. “¿Y el tercero?, ¿No vamos a meter al monte otra vez?”, pregunta. Nadie responde. Un mexicano que iba al lado se da vuelta y, amable, empieza a explicarle a Géneris donde deben bajar. “Tienen que caminar en sentido contrario a la calle y agarrar una salida. Tienen que pasar rápido porque enfrente está migración”, dice.
Tras oír las indicaciones, Justyn se recuesta. En la combi suena una canción en inglés. Easy on me de Adele. Justyn y Génesis la tararean juntos, aunque ninguno de los dos sabe qué significaba la letra. Finalmente, se bajan en la parada, como les habían dicho. Avanzan sobre la calzada en sentido contrario a los coches. Pero de pronto, una van blanca se detiene a su lado. Son agentes de Migración.
Génesis se pone terriblemente nerviosa y camina más rápido. Justyn y Elvis también aceleran el paso e ignoran a los agentes que les gritan: “¡Esperen! ¡Esperen! ¿Ya llenaron su forma migratoria?”. Los tres corren y se tiran hacia la otra calle, cruzan un paso a desnivel y salen al otro lado. “¿Ahí vienen?”, pregunta Génesis sin voltear atrás. Ninguno de los tres quiere voltear. Al final, se dan cuenta de que nadie los seguía. Serpentean por los caminos que rodean el puesto migratorio, caminan hasta perder de vista a los agentes y llegan a un parque, donde se detienen a descansar. Jadean con el corazón acelerado.
“Estuvimos cerca”, dice Génesis poniéndose la mano en el pecho. Pero diez segundos después, la camioneta blanca de migración se detiene de nuevo a su lado. Parece que no hay nada que hacer. Están atrapados. Cuatro agentes de migración se bajan y los rodean. Todo estaá perdido. Justyn hace por un segundo el amague de correr, pero no puede dejar a su tía. No tiene caso. Todos piensan en lo que han pasado, en el Darién, en el dinero gastado, en los 20 días de viaje sin parar. ¿Así? ¿Así acabaría todo?
Los agentes de migración se acercan y les piden que no tengan miedo. “Los podemos llevar a un albergue y ahí les darán su hoja migratoria para que puedan pasar”, les dice una mujer con uniforme de Migración. Génesis hace un gesto de desprecio con la cara. Parece que va a llorar. “No queremos ir con ustedes, por favor. Gracias, pero no queremos su ayuda. Nos vamos a quedar en un hotel”, les dice con un tono de súplica. Los agentes ven que dos periodistas estamos filmando el momento. “Solo es una opción. Pueden tomarla o no”, les replica la agente. Los venezolanos agradecen e insisten que no quieren ir con ellos. Los agentes de Migración se retiran callados.
“¡Dios mío! Pensé que ya no había nada que hacer. Pensé que nos iban a llevar”, grita Génesis. Justyn y Elvis repiten lo mismo. Se tocan el pecho, intentando calmarse. Estuvo cerca. Más cerca que nunca.
Cerca de las ocho y media de noche, los tres venezolanos han logrado salvar los tres retenes migratorios que los separaban de Tapachula. Lo han logrado. Una combi se detiene frente a ellos. Esta vez, una de transporte colectivo que los llevará hasta Tapachula, donde tramitarán un permiso temporal para subir hasta la frontera con Estados Unidos en los próximos días. Esta noche ya no hay más peligros que correr. No esta noche, al menos.
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