Cortázar en Coyoacán

Después de mi accidentada entrada, se me ocurrió afirmar “Yo no creí que eras tan joven”, porque Cortázar no parecía tener la misma edad que Octavio Paz y Adolfo Bioy Casares

Lluvia de letrasJorge F. Hernández

Lo he contado tantas veces que, incluso, lo puse en tinta en alguna página olvidada. Hoy que sería su cumpleaños vuelve el espejismo de Julio Cortázar en Coyoacán, casi intacta la ingenuidad y el atrevimiento de acercarme a su inmensa estatura y preguntarle “¿Usted es Julio Cortázar, no?” y respondió como dicen que también lo hacía Borges: “A veces”.

En ese ayer yo era miembro de una honrosa tertulia sabatina (que se alargaba en madrugadas de domingo) donde una luminosa pléyade de amigos soñábamos con publicar lo que escribíamos entre semana. La tertulia se conocía como El Parnaso, no p...

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Lo he contado tantas veces que, incluso, lo puse en tinta en alguna página olvidada. Hoy que sería su cumpleaños vuelve el espejismo de Julio Cortázar en Coyoacán, casi intacta la ingenuidad y el atrevimiento de acercarme a su inmensa estatura y preguntarle “¿Usted es Julio Cortázar, no?” y respondió como dicen que también lo hacía Borges: “A veces”.

En ese ayer yo era miembro de una honrosa tertulia sabatina (que se alargaba en madrugadas de domingo) donde una luminosa pléyade de amigos soñábamos con publicar lo que escribíamos entre semana. La tertulia se conocía como El Parnaso, no por engreimiento o soberbia, sino porque así se llamaba la librería en cuyo café nos reunimos durante varios años para componer el mundo y varios de los parroquianos vimos sin poder creerlo del todo al gigante de barba y gafas que entró a la librería enfundado en un hermoso saco de pana.

Después de mi accidentada entrada, se me ocurrió afirmar “Yo no creí que eras tan joven”, porque Cortázar no parecía tener la misma edad que Octavio Paz y Adolfo Bioy Casares. Parecía un adolescente maduro, altísimo y con un ojo al gato… y me volvió a lanzar un terciopelo –entre feliz y sarcasmo— cuando me dijo “… y yo no creí que fueras tan viejo”. Era la voz honda de un lánguido tango, con las erres a francesadas y una sonrisa estrábica que me tomó del hombro al filo de la mesa de novedades.

Era un ayer en donde aún vivían Bioy y Borges y llegaban a las librerías títulos recién cocinados por Jorge Ibargünegoitia y tantos otros fantasmas que ahora, al paso de siglos, parecen cosa de encantamiento. Con cierta confianza le dije a Cortázar que no tenía lana para comprar allí mismo un ejemplar de su Rayuela, pero que tenía mi propio volumen subrayado y manchado de guacamole en casa.

“Si me espera, voy por mi libro…” y dijo “Dale… dale”, como si fuera escena en blanco y negro de la película entrañable donde me veo corriendo de la plaza central de Coyoacán a la avenida Taxqueña, esperar el paso de una pesera que venía como vianda de sardinas, bajar en la avenida Insurgentes y subir al camión que se llamaba Ballena… recorrer no pocos kilómetros, bajar en Hotel de México, correr a velocidad supersónica a mi casa, subir las escaleras gritando que me esperaba Julio Cortázar “para hablar de literatura”, ver de pasada la cara estupefacta de mi padre, salir con mi ejemplar de tapas azules y realizar la misma narración de vuelta… tan sólo para resoplar ante las carcajadas de dos o tres amigos y el encargado de la librería que me abrazaba con ese “¿De veras creías que Julio Cortázar te esperaría una hora con diez minutos?”.

Así que hoy que cumple años, que aún no es su centenario y que no escucho jazz al intentar cuajar este párrafo, me convenzo de que hay días en que parece que sigo corriendo triatlones imposibles recorriendo rutas inventadas, ya en tinta o sueño, con la convencida ilusión de que al llegar me espera la sonrisa de un gigante entrañable, el viejo más joven que yo haya leído, para confirmar que no toda la tinta que se desparramaba sobre el café de los sábados fue en vano, que los milagros a veces se recuperan y que podemos hablar en silencio por no pocas páginas de sus libros que no alcanzó a dedicarme.

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