Socorro Venegas: “Me dolía mucho no ser capaz de suicidarme”
La escritora mexicana publica ‘Ceniza roja’, el diario en el que elaboró el duelo tras la pérdida de su primer esposo
Socorro Venegas pertenece al club del dolor indescriptible, cuya membresía se comunica solo con mirarse, mientras quienes no lo han sufrido meten la pata con pésames vulgares y estrambóticas compasiones. “Te has quedado sola como un perro”; “si al menos hubieras tenido un hijo de él”, le decían ciertos allegados, buscando consolarla cuando murió su marido. Hace ya 23 años, pero ese club nunca se abandona. Alan se desplomó en el suelo y ella quiso después amortajarlo. Supo muy temprano cuánto pesan los muertos. Quienes quieran asomarse a ese dolor tienen ahora un título, Ceniza roja, el ...
Socorro Venegas pertenece al club del dolor indescriptible, cuya membresía se comunica solo con mirarse, mientras quienes no lo han sufrido meten la pata con pésames vulgares y estrambóticas compasiones. “Te has quedado sola como un perro”; “si al menos hubieras tenido un hijo de él”, le decían ciertos allegados, buscando consolarla cuando murió su marido. Hace ya 23 años, pero ese club nunca se abandona. Alan se desplomó en el suelo y ella quiso después amortajarlo. Supo muy temprano cuánto pesan los muertos. Quienes quieran asomarse a ese dolor tienen ahora un título, Ceniza roja, el diario que escribió con fechas imprecisas, con una mano sin dueño que se arrastraba por las hojas del cuaderno. Lo que salió de aquella alma sin rumbo que, sentada esperándole, vagaba inconsciente, se convirtió en una suerte de poesía, acaso el género que mejor abraza el dolor. La editorial Páginas de Espuma le ha añadido hermosas ilustraciones de Gabriel Pacheco a ese año de ausencia.
Venegas (“San Luis Potosí, 49 años, ay Dios”) ya escribía cuando vivía con su primer marido, tenía dos libros de cuentos publicados, pero esa vez agarró la pluma por prescripción médica. Eso era mejor que atascarse de pastillas. Y depositó allí sus primeras frases de duelo: “Cada palabra nombra el vértigo”. El diario no tiene arreglos. Salió a la imprenta desde una caja donde la memoria quiso perderlo y lo encontró una mudanza. “Lo leí un tiempo después, lo transcribí a máquina y se quedó en aquella caja de cartón”, dice en un café librería de Ciudad de México frente a una cerveza. “El médico me advirtió: solo escriba, no lo lea, y creo que por eso olvidé ese cuaderno rojo durante años”.
La escritora conoció de niña la mortalidad, porque a su hermano se lo llevó la leucemia, pero no es este un diario solo de desgracia: “A quienes se les han dilatado las pupilas con la pérdida. La luz volverá”, reza la dedicatoria. Ella salió a la superficie, dándole la espalda a “la vida que se encogía de hombros” indiferente a sus pesares. Hoy está casada de nuevo y su hijo a punto de entrar a la universidad. “El libro no bordea solo el lado trágico, también hay un impulso vital, una lucha, un latido y eso solo ocurre si hay vida”, explica.
Alan también era un escritor buscando su estilo y la pareja había sumado a tres años de noviazgo, dos de casados y un piso que Venegas abandonó para respirar lejos de los recuerdos. En el nuevo departamento, también en Cuernavaca, llenó el jardín de flores de cempasúchil, las que usan los mexicanos el primero de noviembre para indicarle a los muertos el camino de vuelta a casa. Pidió a su madre que le preparara su plato favorito, chicharrón en salsa verde y lo dejó en la ofrenda… pero él se negaba a regresar. “Me sentía como en una identidad en transición. Yo no me podía asumir como la viuda. ¿Sabes cómo me sentía? Como una amante desdeñada. Eso es lo que sentía. Tenía sueños donde lo veía irse con una mujer, una sombra. Yo entendía que él me había abandonado, tenía ira pero no resentimiento”.
“A la amputación de perder a alguien amado” le sucede la prosaica burocracia, el papeleo, las herencias, el certificado de defunción. Pero eso justo la obligaba a estar viva. “Probable aneurisma”, decía el papel. Venegas se negó a que le hicieran la autopsia, un error que comprendió más tarde, “porque es importante saber”. Pero él odiaba una aguja, tenía horror a las inyecciones, ¿cómo iba a tolerar ella un proceso aún más invasivo? Y se lo permitieron.
La primera vez que Venegas volvió a escuchar sus propias palabras de duelo fue cuando encontró el cuaderno y se lo prestó a su editor, quien lo leyó en voz alta. “Me sacudió totalmente, sentí compasión y pena. Lo escuchaba como si fueran palabras ajenas, pero a la vez sentí un dejà vu, había algo allí que yo reconocía”, recuerda. Y se dio cuenta de que no solo había dolor en el libro, sino que en él había verbalizado la necesidad de volver a amar, por ejemplo. Decidió publicarlo: “Sentí que era un libro que podía acompañar a los demás. A mí me hubiera gustado leer algo así, no desde la ficción. En mi literatura anterior he ido lanzando piedritas al estanque, contando algún que otro relato relacionado con esta muerte, pero este es el círculo más pequeño de las ondas en el agua, es la experiencia tal cual la viví”. También lo hizo como una especie de exorcismo, aunque no siente que tenga nada pendiente. “Creo que publicarlo es justo separarse de eso, distanciarse”.
La autora de La memoria donde ardía recuerda muy poco de aquel proceso de escritura. Sabe que iba muy despacio, pero ahora, al ojearlo, ve que hay tachaduras en el cuaderno. No era solo una inconsciencia dadaísta, entonces. “Ya había allí una escritora. Para publicarlo también he quitado algunas palabras que se repetían porque no quería que fuera un texto estorboso para el lector. El editor no me dejó retocar nada más, quería preservar el corazón de la experiencia”.
¿Cuándo uno tiene que plasmar tanto dolor recurre a la prosa poética, a la poesía, o es que la poesía se impone como género para el dolor? “Yo siempre he sido una gran lectora de poesía y era lo que escribía cuando empecé, quizá por eso hay ese aliento poético en este diario, pero no busqué ese lenguaje, solo buscaba lo que podía acercarse a comunicar lo que sentía, y aun así creo que no alcanzaba a contar lo que realmente me pasaba, siempre estaba inacabada mi visión de lo que estaba ocurriendo”.
El dolor era más profundo y se lo reservaba, también ante los demás: “Hice con el dolor lo que todo el mundo quiere que hagas, que lo escondas, que te lamas sola las heridas. Te invitan a cumpleaños, pero si quieres llorar, te lo tragas. No hay nada más repugnante que el dolor de los otros. No estamos para eso”. Ya se lo decían, en uno de esos consuelos inapropiados: “Yo en tu lugar me habría muerto”. Se ríe ahora Venegas recordando esos pésames: “Son como un reproche, ¿verdad? Pero hay que entender también esa incapacidad para lidiar con el dolor de los otros”.
Y ella quería morir, en efecto, pero no podía. “Me dolía mucho no ser capaz del suicidio, es una contradicción tan poderosa que empecé a somatizarlo y desarrollé una arritmia cardíaca que era la metáfora perfecta de mi día a día: unas veces tenía taquicardias y otras el corazón se paraba por unos segundos. No había forma de curarlo, solo se pasó. Este diario es la forma en que se restableció mi ritmo cardíaco”.
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