Los cazatesoros del Parque México sueñan con el doblón de oro
Dos vecinos de Ixtapaluca recorren los espacios verdes de la capital y de otros Estados en busca de monedas antiguas. Ya tienen varios cientos
El Parque México de la capital se llena el fin de semana de enamorados, perros y dueños, hombres ejercitando músculo en las barras; de gente que mira al frente, en suma. Pocos se fijan en el suelo que pisan salvo cuando tropiezan. Un grito recuerda lo que solo captan ojo y oído expertos, el brillo y tintineo bajo tierra… “¡Aquí!” Hugo Olivo levanta el brazo y sujeta algo entre los dedos: una moneda de 10 pesos. A unos metros, Joaquín Morales deja por un momento su detector de metales y le hace un gesto de triunfo. “Una de esas ochenteras”, le anuncia Olivo. No es gran cosa, pero apenas acaban ...
El Parque México de la capital se llena el fin de semana de enamorados, perros y dueños, hombres ejercitando músculo en las barras; de gente que mira al frente, en suma. Pocos se fijan en el suelo que pisan salvo cuando tropiezan. Un grito recuerda lo que solo captan ojo y oído expertos, el brillo y tintineo bajo tierra… “¡Aquí!” Hugo Olivo levanta el brazo y sujeta algo entre los dedos: una moneda de 10 pesos. A unos metros, Joaquín Morales deja por un momento su detector de metales y le hace un gesto de triunfo. “Una de esas ochenteras”, le anuncia Olivo. No es gran cosa, pero apenas acaban de empezar a rastrear y la paciencia es clave para estos dos cazamonedas.
Los detectores que sujetan como aspiradoras susurran el lenguaje del metal y Morales y Olivo lo interpretan. El pip pip es lo normal, el sonido por defecto, pero de repente el aparato se arrima a aquellas plantas de allá y zás: ¿aluminio o cobre? “Hay un tipo de campaneo especial. Cuando lo escuchas piensas ‘chin va a ser’ y te alimenta esa fortaleza. Mira, acá está brincona la marca. Aquí supuestamente es moneda”, dice Morales escrutando el suelo. Se agacha y hace un hoyo con la talacha. Desenfunda luego el pinpointer, un detector de mano que lleva colgado de una argolla en el cinto, remueve en la tierra suelta de color marrón oscuro y… “Una bolita de aluminio, de un arete”.
El Garrett amarillo de Morales no es tan fino. El detector de su hijo, que también lo acompaña, es nuevo y hace unos minutos dio en el clavo. Saca de su riñonera de tejido de camuflaje una moneda de cobre con una efigie prehispánica de frondoso penacho, un poco desgastada por el roce del tiempo. “Trae un Cuauhtémoc. ¿Ya no se ve el año, hijo? Es que ya no veo.. la edad”, lamenta mientras frota la superficie. La vuelve a meter en la riñonera. Cuando llegue a casa la remojará en agua y con un cepillo de cerdas de plástico le sacará las suciedades. La colocará junto a los otros 1000 objetos que ha recuperado en los últimos tres años.
Morales, de 52 años, y Olivo, de 39, son vecinos de Ixtapaluca, en la periferia de Ciudad de México. Uno taxista, el otro electromecánico. El hobby surgió como suelen hacerlo. En la maraña de lo cotidiano de repente se abre una ventana. Para Morales fue su divorcio y el que sus hijos se hicieran mayores. Y el amor por la historia que uno no sabe cuándo empieza. “Lo traigo en la sangre”, asegura. Cuando se animó, le dijo a Olivo, cuyo taller a menudo tiene poco trajín: “¡Cómprate un detector y nos vamos!”.
El primer ensayo fue en los alrededores de una hacienda de su municipio, la de San Jerónimo. Encasquetada entre carreteras y una unidad habitacional humilde, los blogs locales dicen que es del siglo XVIII y que se hacía pulque. No hay mucha más información. Sus paredes de piedra y ladrillo están medio derruidas.
Allí encontraron su mayor hallazgo hasta la fecha: una Carlos y Juana. Esta moneda de plata fue una de las primeras en ser confeccionadas en el continente americano después de fundarse la Real Casa de Moneda de México en 1535. Tiene las dos columnas de Hércules y el muy imperial Plus Ultra, lema de las ambiciones transocéanicas del rey Carlos I. Por el tipo de fabricación, manual con punzón y martillo, se acuñaron pocas y son una rareza codiciada por los coleccionistas.
Van a la hacienda cada vez que pueden, en ratos sueltos, con botas y guantes por si asoma el escorpión debajo de las piedras. También han encontrado botones franceses de la época del Segundo Imperio mexicano y otros objetos con explicaciones menos evidentes, como una insignia militar en forma de media luna que abraza una estrellita. “Lo miré en google y era un escuadrón español que estuvo en el Sahara. Nunca supe cómo llegó a Ixtapaluca”, cuenta Olivo.
A partir de la hacienda, han ido ensanchando el círculo: Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Morelos, Querétaro... Olivo suele mirar por Google Earth lugares históricos y si al hacer zoom encuentra algo con aspecto de hacienda o convento allí que se lanzan. Tienen un código de ética que comparten con otros ciento cincuenta miembros del colectivo. No entran sin permiso a las haciendas, no rascan paredes y vuelven a tapar con tierra los hoyos que excavan con la talacha. “Hay mucha gente que no lo respeta y se mete a rascar sin permiso. No tiene la conciencia”, se queja el mecánico.
¿Cazatesoros? Joaquín Morales echa una risotada. Buscan monedas y no se creen Indiana Jones. “La gente piensa que vas a sacar un cofrezote grande y no”, dicen. Dos compañeros fueron asaltados cuando buscaban monedas en una antigua mina en Veracruz. Unos jóvenes se bajaron de una moto y les amenazaron a punta de pistola: que sacaran lo que habían encontrado, pero prácticamente no habían encontrado nada. Les robaron los detectores y el carro. Renunciaron al hobby del susto.
El dúo de Ixtapaluca, por suerte, solo ha tenido que enfrentarse a la policía. Un agente que los vio una vez en el Parque de los Venados de la capital se los llevó a la Delegación. “¿Bueno y qué buscan?”, les preguntó un funcionario. “Pues monedas”. “¿Tapan los agujeros?” “Sí”. “¿Y dañan las plantas?” “Pues no”. “No hay delito, es más para empezar hasta 30 centímetros no hay ningún problema. El problema es que excaven 40 o 50 por el cableado de luz”, zanjó, y se giró al policía. “Ya déjalos en paz”. Fuera de la oficina, le dijo Morales al agente: “¿Por qué no agarras a los que estaban allí tomando? Eso sí se ve mal…”.
Ya no saben qué hacer con tanta moneda. Morales las guarda en botes, pero está pensando en comprar una vitrina y colocar allí las más preciadas. “La ilusión de encontrar una moneda antigua te da la fortaleza para seguir buscando. No ambiciono en lo personal encontrar un tesoro; simplemente una pieza del 1700 y 1800 me llena de satisfacción”, afirma.
Hugo Olivo, en cambio, le pone nombre a su ambición sin dudarlo: un doblón oro virreinal. “Hay nada más cuatro monedas registradas y se vende entre 70.000 y 80.000 pesos”, cuenta. El mecánico ve algo en unos arbustos. El detector lanza entonces un chirrido como de neumático que se separa del arcén y se adentra en la maleza cual sabueso.
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