Los 15 años de batalla de las mujeres de Atenco para que se haga justicia
EL PAÍS habla con algunas de las supervivientes de la represión y la tortura sexual que sufrieron en 2006 por parte de las fuerzas de seguridad en el Estado de México. Demandaron al Gobierno ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y hoy siguen peleando para que se cumpla la sentencia
Claudia Hernández, de 39 años, se congela cada vez que ve a un policía. Aún recuerda la forma en la que la obligaron a ver cómo violaban a un hombre. “Yo era la que seguía”, cuenta. Edith Rosales, de 67, no basa sus memorias en imágenes, sino en colores: el blanco de las paredes del penal de Santiaguito (Estado de México) y el rojo de la sangre con la que tiñó el muro. A ambas las une el mismo recuerdo: los hechos del 3 y 4 de mayo de 2006 en el municipio mexiquense de San Salvador Atenco. Esos días, cuando...
Claudia Hernández, de 39 años, se congela cada vez que ve a un policía. Aún recuerda la forma en la que la obligaron a ver cómo violaban a un hombre. “Yo era la que seguía”, cuenta. Edith Rosales, de 67, no basa sus memorias en imágenes, sino en colores: el blanco de las paredes del penal de Santiaguito (Estado de México) y el rojo de la sangre con la que tiñó el muro. A ambas las une el mismo recuerdo: los hechos del 3 y 4 de mayo de 2006 en el municipio mexiquense de San Salvador Atenco. Esos días, cuando vecinos y activistas protestaban en contra de la construcción de un aeropuerto internacional en Texcoco, el Gobierno del Estado de México ordenó un un operativo represivo que terminó con más de 200 personas detenidas y trasladadas a distintos penales. Decenas fueron golpeadas y torturadas sexualmente tanto en el trayecto como en prisión. Dos menores murieron. 15 años después, con una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra del Estado y con prácticamente todos los implicados libres, Hernández y Rosales, junto con otras nueve supervivientes, siguen peleando para lograr justicia.
El camino ha sido largo y —sobre todo— doloroso. Dos años después de los disturbios, 11 de las más de 20 mujeres que fueron agredidas sexualmente hicieron una petición a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que el caso se investigara internacionalmente. En 2018, la Corte Interamericana emitió una sentencia en la que hace responsable al Estado mexicano por las graves violaciones a los derechos humanos que ocurrieron en esas fechas, cuando Enrique Peña Nieto era gobernador del Estado de México.
En el fallo, los jueces emitieron una serie de medidas de reparación que tienen como énfasis una investigación mucho más seria y completa. El documento no deja lugar a dudas: la culpa no solo debe recaer en los policías locales, estatales y federales que intervinieron, sino que solicita al Gobierno mexicano que ponga la lupa sobre toda la cadena de mando del operativo. Y establece un plazo de dos años para acatar la sentencia.
Ya han pasado tres años desde entonces. Para víctimas como Italia Méndez, de 44, es como si la victoria hubiera quedado en nada: “Creo que fui ingenua. Pensé que algo tan relevante como un fallo interamericano iba a ser suficiente”. El expediente completo acumula polvo en los archivos de la Fiscalía del Estado de México, que se niega a entregarlo a la Fiscalía General de la República (FGR), pese a tener la obligación legal de hacerlo. La abogada de las supervivientes, Alejandra Elguero, no teme en ponerle nombre: “Es un claro desacato. La realidad es que los fiscales del Estado de México históricamente han obstaculizado la investigación”.
A pesar de los pedidos reiterados para conocer su posición al respecto, ningún funcionario de la Fiscalía del Estado de México ha querido hacer declaraciones, pero fuentes del organismo judicial insisten en que se trata de un asunto de competencias: su justificación es que en el caso Atenco hay delitos ya juzgados y con sentencia en el fuero común (es decir, dentro de la justicia estatal) y que por este motivo no es posible que un órgano federal como la FGR pueda absorber el proceso. Cansadas de las trabas burocráticas, las víctimas interpusieron un amparo y un tribunal con sede en Toluca falló a su favor: ahora, la Fiscalía de Edomex tiene hasta el 27 de septiembre para explicar por qué no ha permitido que la FGR absorba la carpeta.
EL PAÍS ha hablado con cuatro de las 11 demandantes. Cada historia es diferente pero todas tienen algo en común: Atenco ha marcado un antes y un después en sus vidas. Ninguna de ellas es la misma persona que hace tres lustros. Pero todas han tomado la determinación de no callarse y seguir adelante, aunque eso signifique chocar contra un sistema diseñado para que casos como los suyos queden impunes.
Claudia Hernández, 39 años: “Tardé 10 años en retomar mi vida”
En mayo de 2006, cuando tenía 24, Claudia Hernández estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y fue a Atenco para documentar los abusos de la policía. Nunca creyó que iba a ser detenida, mucho menos que los agentes la fueran a agredir sexualmente. Salió de prisión meses después, en enero de 2007, pero estuvo sujeta a un proceso penal durante cinco años. La acusaron de delitos como ataques a las vías de comunicación y medios de transporte, secuestro equiparado y delincuencia organizada.
En ese tiempo abandonó sus estudios. La depresión la había invadido. Estaba agotada de tener que probarle a lo jueces y a la sociedad que no mentía: “Había una carga extra por ser mujer, era muy revictimizante”. Su vida estuvo en pausa durante una década, cuenta ahora, sentada en uno de los sofás de la sede del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, la organización que le ha dado acompañamiento legal a las víctimas, cerca del centro de Ciudad de México. “Me costó muchísimo trabajo todo porque estaba aferrada a querer ser lo que fui, y eso era imposible”.
En 2016, su vida se comenzó a acomodar nuevamente. Después de marchar con otras víctimas durante el décimo aniversario de Atenco, quedó con una amiga para tomar un café. Las dos habían sido detenidas pero nunca habían hablado de lo que pasó. Claudia solo recuerda que, en medio del terror, se concentró en buscar los zapatos de su compañera para saber que estaba viva. Esa charla, larga y tendida, la ayudó a cerrar ese capítulo: “Ya no somos esas grandes activistas que querían cambiar el mundo, pero estamos construyendo algo desde otra trinchera”.
Edith Rosales, 67 años: “Yo ya tenía una vida hecha, pero el tiempo lo cura todo”
Cuando habla de lo que pasó, Edith Rosales nunca dice “Atenco” o “el caso Atenco”, sino “la mayor injusticia del mundo”. Es más largo, pero para ella es la frase más exacta para definirlo. Está vestida con una blusa típica con bordado de flores en el pecho. Sus lentes descansan en el cuello de la prenda y la fuerza de sus palabras desborda la habitación.
Rosales fue detenida después de que llegara al municipio como parte de una brigada médica de auxilio. Era trabajadora del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Hoy está jubilada. Tuvo la fortuna de recuperar su empleo tras salir de la cárcel, dos años después.
Tenía 52 años cuando la arrestaron, golpearon y agredieron sexualmente durante el trayecto al penal de Santiaguito. Se levanta el flequillo para mostrar una cicatriz que se ve fácilmente a más de dos metros: “Las otras no las enseño porque tengo cabello”. Con un tono cada vez más bronco, la extrabajadora del IMSS se sincera: “Para mí, en lo personal, el proceso ha sido difícil porque ya tenía una vida hecha. Tenía una familia… pero el tiempo lo cura todo”.
La solidaridad que encontró en distintos colectivos y movimientos sociales fue su combustible para seguir. No es muy optimista, pero espera que pronto se sepa quiénes dieron la orden de lo que pasó la noche de su detención. Sabe que nunca podrá cerrar el círculo por completo, pero cree que sentirá algo parecido al optimismo cuando vea a sus agresores en prisión y se asegure de que nadie más pase por lo mismo: “Tenemos que sentar un precedente, esto debe parar”.
Bárbara Italia Méndez, 42 años: “Atenco me demostró mi verdadera fuerza interna”
La mañana del 4 de mayo de 2006, los policías sacaron a Italia Méndez de una casa en donde se refugió de los gases lacrimógenos. Ella era alumna de Estudios Latinoamericanos en la UNAM y en ese momento trabajaba con una ONG que atiende a niños en estado de vulnerabilidad. Había ido precisamente para documentar la muerte de Javier Cortés Santiago, de 14 años, que falleció cuando recibió un disparo, presuntamente de la policía.
No conocía a ninguna de las más de 20 mujeres detenidas, pero la sororidad nació en la cárcel. Su vocación como activista la acercó a sus compañeras de celda y constantemente preguntó por todas las que estaban heridas. Según recuerda, los doctores nunca las atendieron y, de acuerdo con la sentencia de la CIDH, los médicos legistas se burlaron de ellas. “Yo sabía que el sistema patriarcal existía pero en mi propia realidad, como universitaria en Ciudad de México, no era capaz de percibirlo”, dice. Los últimos 15 años la han fortalecido hasta llegar a niveles que la han sorprendido: “Para bien y para mal, [Atenco] ha sido la experiencia de mi vida. Me demostró mi verdadera fuerza interna”.
Entre la inoperancia del sistema jurídico mexicano, la sensación de impunidad al saber que los agentes están en libertad y la actitud de la Fiscalía del Estado de México, que aún no ha entregado el expediente del caso, Méndez decidió cambiar su rumbo. Ahora está por terminar la carrera abierta como abogada. Quiere enfocarse en la asistencia de víctimas de violaciones a los derechos humanos.
Norma Jiménez, 38 años: “Ser víctima no es una identidad, sino un momento”
La revictimización no solo está en los tribunales. También está presente en la sociedad. Norma Jiménez lo sabe. Con una blusa negra, cubrebocas quirúrgico y lentes de pasta rosa, toma un té y habla con voz suave. “Sentí mi identidad arrebatada”, dice. Tenía solo 23 años cuando fue detenida. Estudiaba Artes Plásticas en el Instituto Nacional de Bellas Artes.
Fue acusada, como casi todas, de ataques a las vías de comunicación y medios de transporte, secuestro equiparado y delincuencia organizada. Pasó un año entre rejas. Terminó su carrera después de salir de prisión. En la Escuela pasó momentos incómodos. No encontró solidaridad, sino la mirada cargada de prejuicios de muchos: “Me lo pasé muy mal. Es como una onda expansiva que afecta muchos aspectos de tu vida. Pasa por tu pareja, tus amigas, tu familia...”. Jiménez notó de inmediato que dar un paso al frente y denunciar iba a ser mucho más costoso de lo que creyó por tratarse de una tortura sexual.
De hecho, eso la distanció un tiempo de su padre. A él no le gustaba nada que contara públicamente lo que le hicieron los policías: “Hablar de sexualidad es un tabú para las mujeres. Y hablar de violencia sexual conlleva un peso muy grande”.
Norma recuerda los momentos clave del proceso legal en forma de eventos de su vida a los que no pudo asistir. Para ella una de las cosas más difíciles en este trayecto ha sido algo mucho más personal: “Te replanteas muchas cosas de tu plan de vida. Qué quieres estudiar, en qué quieres trabajar... Incluso anulas la idea de tener hijos”. Una de sus batallas internas más fuertes fue la de redefinirse como persona. Sabía que ser víctima o superviviente no significaba algo malo en esencia, pero tampoco le agradaba que esa fuera su etiqueta el resto de la vida. Reflexionar sobre lo que le pasó, pero en especial, sobre lo que significa la batalla jurídica que emprendió con las otras nueve mujeres, hizo que diera con la respuesta: “Ser víctima no es una identidad sino un momento específico que pasé. A partir de ahí, yo decido todo lo demás”.
— ¿Y cuál es tu identidad?
— Soy artista. Soy un poquito de todas esas mujeres que me han acompañado en este camino.
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