Curarse del virus en las ‘covidaldeas’ de la Marina
La Secretaría de Marina gestiona los llamados Centros de Aislamiento Voluntario, espacios gratuitos con alojamiento y manutención para contagiados de covid-19 en Ciudad de México
A las orillas de la vorágine de la pandemia se han quedado unos espacios casi desconocidos, unos lugares que, gestionados por herméticos militares, han pasado desapercibidos entre cifras de hospitalización, casos activos y número de fallecidos. Los marinos los llaman CAV, y los internos, de buen humor, covidaldeas. Son los Centros de Aislamiento Voluntarios, unos módulos gestionados por la Secretaría de Marina en Ciudad de México donde se da...
A las orillas de la vorágine de la pandemia se han quedado unos espacios casi desconocidos, unos lugares que, gestionados por herméticos militares, han pasado desapercibidos entre cifras de hospitalización, casos activos y número de fallecidos. Los marinos los llaman CAV, y los internos, de buen humor, covidaldeas. Son los Centros de Aislamiento Voluntarios, unos módulos gestionados por la Secretaría de Marina en Ciudad de México donde se da de forma gratuita alojamiento y manutención a contagiados de covid-19 que no pueden aislarse en sus hogares o que necesitan un lugar para pasar la enfermedad. Los piropos que reciben estos centros por parte de los internos (“aquí te apapachan”, “son ángeles vestidos de azul”, “la atención es muy cálida” o “esto es oro molido”) parecen casar difícil con la estricta rutina militar, pero la mayoría de los pacientes han llegado por recomendación de otros que estuvieron antes.
La entrada al inmenso polígono naval San Pablo Tepetlapa es un pesado arco blanco al sur de Coyoacán. Cerca del zoológico de Los Coyotes y de soldados amables que portan fusiles AR-15, hay un cartel de dos por dos que anuncia el centro. La entrada a donde dirigirse si estás contagiado del virus es más discreta, una puerta chica en un callejón en la parte de atrás del recinto.
Ahí en el primer filtro, el personal de salud de la Marina se asegura de que el paciente cumple los criterios para internarse: tener entre 18 y 45 años, sin patologías previas, y presentar solo síntomas leves de la enfermedad. Son un centro de aislamiento, no médico, repiten. Esa es la teoría estricta, pero los militares reconocen que se han ablandado después de 10 meses de virus. “Hemos aprendido a ser más flexibles”, dice el teniente Romeo Alegría, el supervisor médico de uno de los CAV. Por eso están aquí Marta Hortensia Albide, de 70 años, cuyo marido está grave, ingresado por covid-19, en Centro Médico; Víctor Palacios, de 54 años, cuyos hijos no podían atenderlo porque estaban cuidando a su esposa “delicada” por culpa del mismo virus, o Alicia Torres, de 56, a quien su hermana no dejó volver a la casa una vez supo que estaba contagiada.
En la bolsa de bienvenida hay un pijama azul oscuro, unas chanclas, un cepillo de dientes, con pasta y jabón. Los enfermos llegaron con sus mochilas, algunos con lo primero que agarraron. En las mesillas hay cargadores, libros, tabletas, cuadernos y Biblias. Los que llevan aquí más días han hecho de su espacio un hogar de rincón. Isaac Velázquez ha colgado un dibujo de su hijo Iker, una carta de su esposa donde se lee “Te amo” y otras con corazones de sus sobrinas. Es dueño de una pequeña empresa de sanitización y se contagió en uno de los servicios que hizo a finales de enero, había entonces mucho trabajo, dice.
“Fue difícil tomar la decisión de aislarme aquí, pero lo hice por la familia. Mis papás ya son mayores. Quería terminar la cadena de contagios”, cuenta este empresario de 38 años, después de nueve días en el CAV. Velázquez ocupa el primer lugar a la derecha de una planta con 31 camas, ordenadas como si fuera un campamento militar, con cobijas azules y amplias ventanas. A la izquierda queda una mesa de plástico todavía con restos del desayuno, cereales, tacos y el envase de leche.
El edificio, que se utilizaba en la vieja normalidad para alojar a los músicos de la Marina, se ha transformado en dos pisos con espacio para 60 personas. En esta semana de febrero solo hay nueve internos, cinco hombres y cuatro mujeres. En los peores días, que coincidieron con el final de la Navidad, llegó a haber 28 pacientes. Todavía sobraba la mitad de espacio.
En total, hay 600 plazas para estos centros de aislamiento voluntarios, pero desde el principio de la pandemia solo han atendido a unos 1.500 pacientes. Una cifra bajísima en comparación con los datos de saturación de hospitales de la ciudad. En enero, los contagios diarios llegaron a 20.000 personas en alguna de las peores jornadas.
Los nueve enfermos de este CAV tienen a su disposición a dos doctoras y tres enfermeros, que les miden tres veces al día los signos vitales, les dan medicación si necesitan y esperan detrás de una gruesa cortina de plástico para ver cómo evolucionan, cómo mejoran. Una atención personalizada prácticamente imposible de conseguir en esta ola de casos en ningún otro centro de la ciudad.
“Todas las atenciones que nos han brindado han sido gratis, sin ningún costo. Cada rato nos están checando, están al pendiente de nosotros. Llegar aquí es oro molido. Estoy mejor aquí que en mi casa”, cuenta Víctor Palacios, que lleva ya 14 días en el centro. “Yo no quería venir, en el momento que supe que estaba contagiado, sentí la desesperación y no sabía ni qué hacer. Mi esposa estaba mal y mis hijos no nos podían atender a los dos, y yo no quería contagiarlos. Pero desde el primer día que llegué, la atención ha sido excelente”, dice este conductor de un carrito de golf de Tláhuac.
La mayoría de los internos del centro tienen a otros familiares contagiados o ingresados, alguno incluso lleva en la mochila el peso de una muerte por covid-19. Sus historias son solo una muestra del reguero de tragedia que está dejando la enfermedad en México, donde han fallecido 174.207 personas desde el inicio de la pandemia.
La teniente Ana Belem Soto es una de las médicas de este CAV. Es bajita, sonríe con unos ojos largos y anda rápido. “Los pacientes no solo llegan con los síntomas de la covid, vienen con miedo y mucha incertidumbre. Aquí tratamos de brindarle un espacio y darles seguridad, parte de su tratamiento es reforzar su estado de ánimo”, cuenta cálida y animada. Alegría, el supervisor, añade: “El objetivo es que sientan la seguridad de que están atendidos y de que en caso de emergencia se les puede trasladar a un medio hospitalario. Aunque hasta el momento no ha pasado”. A pesar de ser de la Secretaría de Marina, los internos no sienten la presión de estar en un ambiente militar, cree el teniente.
La jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, ha tratado de publicitar estos centros en sus conferencias. Pero el mensaje sigue sin llegar a la población. En su contra juega la discreción de los soldados y el temor de los contagiados a internarse sin muchos síntomas en un centro organizado por militares.
“Mi familia no quería que viniera, les daba miedo”, cuenta Miriam García, de 39 años. Ella es originaria del Estado de Hidalgo, vino a la capital a cuidar a su madre cuando esta empeoró de covid-19 y terminó también ella afectada. A su madre tuvieron que ingresarla, y a García su cuñada —quien estuvo también a principios de la pandemia en el CAV— la llevó a la puerta del callejón Virgilio Uribe. Ahora, llora de emoción por el cuidado que está recibiendo. “Son unos ángeles vestidos de azul”, dice acostada, mientras controla su oxigenación. “Yo llegue aquí pensando que no quería morirme, me daba miedo ahogarme. Ni siquiera dormí la primera noche”, cuenta entre lloros, preocupada a medias por su madre y sus tres hijos. Dice estar mejorando cada día y que la convivencia con otros internos y sus noches de cartas y jenga le alegran la cuarentena.
“A veces nos reímos tanto que decimos ahora sí nos van a tener que intubar”, apunta desde la cama de al lado Jessica Carañosa. Esta arqueóloga y decoradora de pasteles, de 44 años, ya ha cumplido sus dos semanas en el centro y habla de él casi como de un campamento de verano. “Estar aquí es complicado por la situación de las cargas emocionales que traemos. Vienes con el corazón estrujado y el alma desecha y aquí te apapachan. Es la mejor decisión que pude haber tomado, ojalá más gente lo hiciera”.
Pese a la convivencia, los internos tienen que llevar el cubrebocas puesto todo el tiempo, no comparten ningún utensilio de aseo y se les recomienda respetar la distancia de seguridad. “Ya son todos positivos, no pueden ser más positivos”, cuenta la doctora Soto, aunque reconoce que no saben qué cepas o cargas virales traen cada uno.
Fuera el tráfico sigue, abren los gimnasios, permanecen cerrados los cines y las calles se llenan de terrazas; mientras, aquí dentro, se disfruta del solecito de la mañana en un jardín precintado con cintas amarillas, “precaución no pasar”, todas las visitas van enfundadas en trajes de astronauta y siguen las videollamadas. Los pacientes, que lo saben bien, se despiden: “Cuídense, porque esto está muy difícil”.
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