El amor que cruzaba los océanos
La voz de Armando Manzanero trascendió las fronteras mexicanas para dar calor a las tardes lluviosas de la España del franquismo
El día que mi padre compró su primer coche, de segunda mano, allí adentro apareció una cinta de casete con las canciones de Armando Manzanero. Todas las mañanas, casi de madrugada, íbamos a recoger cerezas escuchando Somos novios… Fue el verano de aquel personaje al que puse nombre después de escuchar mil veces a mi padre silbar en el huerto de la casa sus melodías anónimas. Para una persona de 18 o 20 años que no había tenido más banda sonora que aquellos trinos paternos, Manzanero cantaba en español así que era uno más de la casa.
Miles de personas bailaron todo lo apretadito q...
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El día que mi padre compró su primer coche, de segunda mano, allí adentro apareció una cinta de casete con las canciones de Armando Manzanero. Todas las mañanas, casi de madrugada, íbamos a recoger cerezas escuchando Somos novios… Fue el verano de aquel personaje al que puse nombre después de escuchar mil veces a mi padre silbar en el huerto de la casa sus melodías anónimas. Para una persona de 18 o 20 años que no había tenido más banda sonora que aquellos trinos paternos, Manzanero cantaba en español así que era uno más de la casa.
Miles de personas bailaron todo lo apretadito que permitía el franquismo aquellos boleros en los pueblos más recónditos de España. Armando Manzanero era universal. El amor en su boca cruzaba el océano y volvía sin traumas, sin acentos, sin preguntas, sin reproches. España vivía entonces una fuerte hermandad con Latinoamérica que al caudillo le vendría muy bien para ensalzar sus payasadas, pero las conquistas de verdad las hacía Manzanero en aquellas tristes salas de baile donde sacarse las espinas de una semana de trabajo. “Las tardes de lluvia/ y no estabas tú/ Días para adorar la calle en que nos vimos, la noche cuando nos conocimos...”.
El carácter evocador de la música es quizá el más poderoso de cuantos llaman a la memoria, tanto que a veces puede desubicar. Cuando aterrizamos en México por primera vez, a mi hermana y a mí nos asaltó una de esas lluvias vespertinas que azotan a diario durante el verano. Nos refugiamos en una terraza techada donde un trío tocaba en directo. Cuando empezó el repertorio del pequeño Armando ―mira que era chiquito al piano― todas las mesas coreaban aquellas letras. ¿Aquella tarde de lluvia era en España, en México, en Argentina? Manzanero era universal y su recuerdo es ubicuo.
Otra tarde de copas en México, la suerte y una invitación de Pancho Céspedes, que hoy llora sin medida a su amigo, me sentaron en una de las mesitas del Lunario, la sala de fiestas mexicana, a escuchar a ambos. ¡En directo! Era por el Día de Muertos. Allí estaban el piano y esa voz transatlántica con la que devolver a mi padre aquellos silbidos de la infancia. Tuve la sensación de cerrar un círculo. Después salimos a cenar. Armando se retiró a descansar. Dio un fenomenal repertorio de bromas de otra época que alguien de más de 40 años está ya dispuesta a perdonar.
Al final, dejó que los asistentes le pidieran a gritos el Somos novios y les complació. Es difícil no hacer juegos con las letras de sus canciones, porque lo extrañamos como se extraña al amor. “Cuando camino/ cuando lloro cuando río”. Porque seguiremos esperando cada tarde de lluvia a que nos diga de qué color son los cerezos.