“En la política no tengo ninguna esperanza ya”
Tras haber puesto en la mesa obras sobre la realidad mexicana tan rotundas como Las tierras arrasadas y No contar todo, Emiliano Monge presenta Tejer la oscuridad, una novela que aborda el sentido de comunidad y asoma al futuro
Con Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) uno habla terriblemente en broma hasta que no tiene más remedio que hablar terriblemente en serio. Como su narrativa, su charla es un coctel de reflexiones políticas, erudición lectora, recuerdos vitales y punzadas de humor negro. Monge nació maduro para la literatura, con libros como Arrastrar esa sombra y Morirse de memoria, y las novelas El cielo árido (Premio Jaén), Las tierras arrasadas (Premio ...
Con Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) uno habla terriblemente en broma hasta que no tiene más remedio que hablar terriblemente en serio. Como su narrativa, su charla es un coctel de reflexiones políticas, erudición lectora, recuerdos vitales y punzadas de humor negro. Monge nació maduro para la literatura, con libros como Arrastrar esa sombra y Morirse de memoria, y las novelas El cielo árido (Premio Jaén), Las tierras arrasadas (Premio Elena Poniatowska) y No contar todo (Premio Bellas Artes Colima), además de los cuentos de La superficie más honda, que lo convirtieron en uno de los narradores latinoamericanos más reconocidos y traducidos de su generación. Activísimo también en el periodismo (es columnista de El País) y en las redes sociales, su voz es una de las más inteligentes y agudas en el debate público mexicano.
Pregunta. Naciste y has vivido la mayor parte de tu vida en la capital del país, aunque residiste unos años en Barcelona. De aquel país en el que creciste al de hoy, ¿qué cosas permanecen y qué cosas, para bien o mal, han cambiado?
Respuesta. Crecí en un edificio sobre Miguel Ángel de Quevedo [Coyoacán], en el cual nací y viví hasta poquito antes de cumplir nueve años. Tengo muy claras las fechas porque nos mudamos a mitad del mundial de 1986. Acabé mudándome con mi pareja y con el chamaco a una casa que, por azares del destino, está a cuadra y media del edificio donde crecí. Entonces, de algún modo, las calles de mis paseos de la infancia, a donde iba a pedir calaverita o jugaba futbol, son las calles donde hoy paseo a mis perros. En ese sentido, y metafóricamente hablando, veo a México como un país más pequeño de lo que era en esa época. Lo veo también mucho menos colorido de lo que lo veía. Y como un país mucho más viejo. Antes, cuando era niño, veía otros niños jugando solos. Ahora los niños van acompañados o solamente de camino. La calle no es un destino: es un lugar para cruzar rápido. Es decir, todo eso ha cambiado. Incluso los barrios… la gentrificación se ha dado incluso en los barrios que ya estaban gentrificados. Es como una gentrificación al cuadrado. Y la gentrificación en México es de puertas para adentro, porque la calle está completamente prohibida. También era un país, aquel, en el que se podía anhelar. Podíamos pensar en lograr cosas. En el país de ahora es más difícil anhelar, como si los anhelos se hubieran mudado únicamente al arte o a la ficción. Pero no quiero ser solamente negativo, pues también hay cosas positivas. De algún modo es cierto que somos un país —por polémico que sea— menos racista que antes. No porque haya menos racismo, sino porque, por lo menos, ahora se habla y se ve ese racismo. Así como hablo de racismo, hablo de clasismo. La desigualdad también se ha vuelto un tema y antes no lo era, parecía una condición dada. Aunque se ha profundizado, se ha vuelto un tema de discusión, algo que quisiéramos que cambiara o que trabajamos porque cambie. Creo también que somos un país que estaba a la deriva en los años ochenta, preso de un nacionalismo vacío… o entregándose de manera velocísima a los modelos de vida estadounidenses... Y creo que, después de haberlos impuesto, ahora se empiezan a cuestionar y se empieza a buscar una mexicanidad, otra vez, que se había dejado de lado. Obviamente en lo económico, pues estamos mucho más jodidos. Es decir, somos el país de la devaluación interminable, de la devaluación siempre inconclusa.
P. El país donde tienes que ganar diez veces más para vivir igual que antes...
R. Diez o quince o veinte veces más para vivir igual al día anterior. Mis papás ganaban mucho menos de lo que podemos ganar muchas de las personas que vivimos, ahora, mucho peor que ellos en su momento.
P. ¿El tiempo que viviste en el extranjero de alguna manera cambió o afianzó tu visión de México, más allá de las nostalgias?
R. La distancia me permitió perder solemnidad y respeto al mito patrio que tanto nos imbuyen. Somos el país que mejor imbuye en su ciudadanía el mito patrio sin tener ningún sentido ni de patria ni de mito. La distancia me permitió dejar de ver como sagrado o intocable o inviolable a mi país. Por eso es que mi literatura también, en ese sentido, dejó de ser un tipo de literatura y se volvió otra completamente estando yo fuera. Curiosamente, se volvió mucho más hacia México, más mexicana.
P. A eso iba. Tus primeros libros, Morirse de memoria o Arrastrar esa sombra, podrían ser considerados intimistas en sus aproximaciones a la narrativa, pero a partir de El cielo árido pueblan tu literatura, muy marcadamente, la calle, el mundo, el país y la historia. Hasta llegar a No contar todo, un libro en el que hay sucesos con nombres y fechas, que tiene una sede geográfica y temporal absolutamente clara. Y en tu novela por aparecer, llamada Tejer la oscuridad, esa realidad, esa historia y los barruntos del futuro se metaforizan, pero siguen ahí y tienen un peso enorme...
R. Cuando escribí El cielo árido, pensé que era el único libro que iba a escribir sobre México, o sobre la violencia en México. Después se me impuso Las tierras arrasadas y cuando lo acabé estaba más que seguro de que no iba a volver a escribir sobre México… Es curioso, con El cielo… escribí un libro sobre el siglo XX mexicano que, al fin, es un libro sobre el pasado. Después escribí Las tierras... que es un libro sobre el presente. Bromeaba con que algún día iba a escribir un libro sobre el futuro y sabía que no me iba a atrever, que no sabía cómo. Pero la idea se quedó. Y ayer me di cuenta de que ya lo escribí. Tejer la oscuridad es ese libro y lo escribí sin darme cuenta o sin la idea de estar haciendo eso. Pero sí, creo que [mis primeros libros fueron] intimistas y sobre todo psicológicos. Libros que además, quizá, sus fallos son precisamente la obsesión por ser tan profundamente psicológicos y tan desconectados de algo que me daba mucho miedo tocar. Yo había estudiado ciencia política, cargaba no solamente con eso sino con una herencia familiar de gente relacionada de un modo u otro con la política y con la historia de este país. Y, por ejemplo, tenía un prejuicio enorme contra la novela de la guerrilla mexicana… Sentía que no era algo que debiera hacer y que ya estaba muerto, que se había acabado. No digo que me arrepienta de esos libros, son los libros que me hicieron escritor y me gustan todavía. Pero con El cielo árido me solté. Agarré y dije: “Bueno, ya sabemos la historia de México, vamos a tomar de todo”. Ahí el problema, quizá, es el tratar de hacer algo tan ambicioso como [abarcar] cien años, noventa años de historia. He ido entendiendo que hablar de un país no es hablar de un país entero, sino del rasgo de un país, de una grieta en un país. Es decir, reflejar lo mayúsculo a partir de lo minúsculo, que quepa uno en el otro.
P. ¿Qué tanta importancia le das a crear estos libros tan distintos entre sí, estos orbes cerrados, estos organismos y estructuras y este lenguaje personal que funcionan para un libro particular, pero que para el siguiente hacen necesario construir otra cosa?
R. Pues, mira, me cuesta tanto terminar un libro, asumir que está terminado, que de algún modo, cuando finalmente lo dejo, estoy muy cansado del libro y la historia y la forma. Entonces, busco entre los proyectos que se madure alguno que me permita hacer algo radicalmente distinto o me permita, si no hacer algo radicalmente distinto como obra, algo con cimientos o presupuestos o paredes radicalmente distintos a las del libro anterior. Muchos escritores tienen una idea del lector y esto va haciéndose más complejo cuando ya tienes lectores de verdad, cuando tus libros han sido leídos y entonces no solamente tienes una idea del lector, sino has hablado con ellos, te han dicho las cosas que les gustan o no. Y yo, ante esa situación, me convierto en una de esas plantas que cuando llueve no se mojan, que les ves la gota encima, una circunferencia perfecta que de pronto se escurre y cae sin dejarle nada a la hoja. No lo digo como una virtud, ni como un defecto, pero es una cosa que me sucede, por más que diga: “Bueno, a ver, hay que facilitar tal cosa para el lector, hay que ser un poco condescendiente con ciertas cosas”, después, en cuanto empiezo a trabajar y el libro me demanda una forma o una estrategia narrativa, una arquitectura determinada, un narrador determinado, ya no vuelvo a pensar nunca en el lector hasta que alguien me pregunta algo en las entrevistas de presentación del libro. Y entonces invento un discurso en torno al lector. Aunque claro que puedo también teorizar, como hacemos los escritores cuando tenemos que explicar algo, y decir que No contar todo le exige menos al lector porque yo quería que hubiera un equilibrio entre la forma y el fondo, pero eso fue algo bastante azaroso. Quedó así de algún modo. Fue un libro que resultó más cercano [a los lectores] por un asunto de emociones, un asunto de que hay presencias y voces familiares, que por un asunto estilístico o de forma. Porque si te dan un libro y dicen: “Mira, léetelo. Tiene cuatro narradores, uno en primera persona, otro en segunda, otro en tercera”... Pues no vas a pensar que sea un libro fácil para el lector…
P. Hay en medio hasta unos diarios…
R. Claro, unos diarios. Y hay una entrevista en donde se oye solamente una de las voces, no la de los dos. Obviamente [a veces] replico estrategias de un libro a otro y hay cosas que sé que ya usé y vuelvo a usar porque funcionan, pero porque funcionan dentro del libro que estoy haciendo, porque al final obviamente son libros de un mismo escritor. Y hay cosas que los hermanan aunque sean tan distintos. Como hay familias en las que unos hermanos son como gotas de agua y familias en las que los hermanos no se pueden ni sentar a comer juntos, deja tú los domingos, no se pueden sentar a comer ni siquiera en Año Nuevo. Y no quiere decir que dejen de ser hermanos o que no compartan cosas a montones.
P. Ahora bien, ¿asumiste programáticamente escribir sobre México, contar México, o es algo a lo que te llevó el camino de los libros? La parte programática de la escritura está ahí, pero termina siendo un enigma. Cuando ves el mapa conceptual que trazó Carlos Fuentes de lo que iba a ser su obra, un mapa a la manera de Balzac… Pues parece increíble planear cuarenta años antes que vas a escribir un libro. Por el otro lado está la postura absolutamente intuitiva, la de: “Hubo una voz que me llevó sola y el personaje me hizo escribir esto”…
R. Cada vez que oigo a un escritor decir que escucha voces, me da mucha ternura. Todos sabemos desde hace años que “escuchar voces” se llama esquizofrenia... Lo que pasa es que el trabajo está en medio, en los grises: el otro extremo de las “voces” es esa cosa programática que dices, que me parece nociva y también lleva al manicomio. ¿Decías Fuentes? Es una manera de explicarse por qué hay tanta distancia entre los primeros libros de Fuentes y los últimos, porque los últimos responden ya única y exclusivamente a un asunto programático y los primeros responden a un asunto literario. En general le pasó el Boom entero —por hablar de un movimiento impostado o inventado por Carmen Balcells, como el Boom—, le pasó a la mayoría de ellos, el asunto programático fue desvaneciendo la potencia de los libros de cada uno de esos escritores. Yo no tengo esa idea programática, tampoco escucho voces, creo mucho más en el accidente. En mi caso, estaba acabando Morirse de memoria en Barcelona y es un libro que evidentemente me dejó… agotado es poco. Ya no tenía cabeza. Acababa con migraña de estar escribiendo un libro en el que se cuentan cuatro historias paralelas al mismo tiempo, entremezcladas, enrolladas. Entonces hubo un día —y de verdad fueron los últimos días antes de cerrar la novela— un día que dije: “Basta ya”, abrí un documento en blanco y escribí la primera página de El cielo árido, sin ninguna otra intención que contar una historia lineal. Luego acabó siendo un libro también con sus enredos, pero que me permitió [de entrada] eso, contar una historia sin pensar mayormente en el lenguaje. Luego me di cuenta de que no podía, porque mi forma de escritura está basada y sustentada sobre el lenguaje, sobre la idea de que las palabras son material y que hay que amasarlas y trabajar con ellas como si estuvieras trabajando algo en tercera dimensión. Pero de eso ya no podía escapar, porque ya mis primeros dos libros me habían convertido en eso o porque eso ya venía en mí. Pero le debo el enorme placer que tuve al escribir sobre México y darme cuenta de que la literatura en ese sentido se me había abierto.
P. Uno sabe que si utiliza palabras como ‘visibilizar’, ‘empoderado’, etcétera, toma una serie de decisiones políticas. Y si, en cambio, usa ‘emprendedurismo’, o abusa de la palabra ‘libertad’, está tomando otra serie de decisiones políticas. ¿Cómo lidias con todos estos lenguajes? ¿Cómo cruzas ese campo minado lleno de palabras que son decisiones políticas, pero también literarias?
R. Me parece que es uno de los temas que tendríamos que estar, no sé si discutiendo o al menos pensando de manera cotidiana, desde la intimidad hasta en el diálogo más efímero o más profundo. Una de esas palabras absurdas, y que llevan demasiado tiempo, es la idea de patria. Y pienso mucho qué es en realidad eso, qué es la patria. Y decía Saer… Lo han dicho muchos escritores, pero decía Saer que la única patria real era la lengua. Con eso no se refería al idioma, sino al caló que habla cada uno de nosotros. Te lo digo porque creo que la manera en que uno pasa por ese campo minado es la misma por la que uno pasa cuando se va a vivir a otro país. Yo me fui a vivir fuera de México a Barcelona, un lugar donde la gente conmigo hablaba en español porque yo no hablaba catalán. Y la historia nos dice que la mayoría de la gente que se va de España a México, o de México a España, o de México a Argentina, de Argentina a Colombia, de Colombia a México o Chile, va incorporando en su habla cotidiana las palabras de ese lugar. Siempre he estado en contra de esa idea. No en contra de incorporar, pero sí en contra de borrar tus palabras propias. Porque creo que son tu casa, son tu infancia y tu vida. Es el lugar del que vienes. Por eso nunca incorporo palabras. De algún modo me cierro ante ellas y eso trato de hacer en este tipo de contextos. Lo que pasa es que se vuelve difícil. Siempre he estado de acuerdo con John Gray en la idea en que la política tomó de la religión absolutamente todo. Es decir, el milenarismo dio lugar a que la política funcione exactamente igual a los cultos y en ese sentido, por ejemplo, pienso en la palabra ‘sanitizar’: si uno tuviera que cerrar los ojos y decir la primera palabra que le viene a la cabeza [al respecto], posiblemente sería ‘bautismo’. Es decir, el agua bendita es casi lo que estamos haciendo con la palabra ‘sanitizar’ en un contexto de pandemia, pero lo que hacemos con muchas cosas más en diferentes contextos políticos. Yo también si abro un libro y encuentro una palabra como ‘sanitizar’, pues lo cierro. Es decir, el periodismo puede reducir su campo de acción en las palabras, puede tener un número acotado de palabras para escribir un artículo. Pero la literatura tiene que apelar al total de las palabras que hay en un diccionario. Obviamente en ese sentido hay una palabra siempre más justa y clara que ‘sanitizar’ para cualquier cosa, y más cuando las palabras son además tomadas de otros idiomas y reconvertidas, como casi todas las que estabas diciendo.
P. Los debates políticos, sociales y morales de época, terminan tocando siempre la literatura. Pienso en la narrativa mexicana contemporánea, en la que hay quien considera inconveniente que se aborden los temas sociales, por un lado, y quienes preconizan, por otro, la politización absoluta de la literatura o que no rinda cuentas mas que exclusivamente a una intención política. Hay, entonces, quien se queja de que la narrativa mexicana “parece de nota roja” y también quien busca que los personajes de las narraciones respondan a ideas políticas y sean ejemplares y bondadosos, una especie de animales de una fábula aleccionadora...
R. Insisto en que tiene que ver con el asunto milenarista de la reconversión de la política en un culto. Es decir, está prohibido hablar del diablo que es la violencia. Y también hay gente obsesionada con hablar de los arcángeles y los ángeles, de la bondad de lo que se debe y no se debe. Es otra vez esos mismos dos polos y estamos, por desgracia, presos otra vez entre esos dos polos.
P. Tú has abordado temas políticos y sociales en tus libros, en tus colaboraciones de prensa, en tu participación cotidiana en las redes. Son materiales con los que se construye literatura, pero a veces uno termina tan contaminado de estos debates que llega la noche y se pregunta si de verdad está haciendo literatura...
R. Lo raro en un país como este sería que no hubiera una literatura que hablara de violencia. Sería simple y sencillamente inconcebible, porque la literatura está atada de manos y pies a la realidad y los acontecimientos. Y la violencia, por ejemplo, se le cuela de maneras no evidentes casi siempre. A mí me da mucha risa, porque hay veces que también viene a veces de escritores este discurso antiviolencia o proviolencia. Pero ni unos ni otros se dan cuenta de que, a veces, quien escribe una novela que quería que fuera sobre violencia, no lo logra. Y muchas veces, quien cree que está escribiendo sobre colores o animales está imbuyendo de una violencia en el lenguaje a su literatura sin darse cuenta cómo se cuela ahí. Es decir, las capas que tiene la literatura son tantas que van mucho más allá. Con la literatura del narcotráfico en México, por ejemplo, se nos olvida el ejemplo de lo que pasó en Colombia. Se debatió tanto como acá y, al final, lo que era buena literatura sobre el narcotráfico quedó y va a perdurar y lo que era malo no quedó y no va a perdurar. Sin embargo, y ahí sí me meto en un problema y es lo que me ha tenido también angustiado al mismo nivel que el virus en estos meses de confinamiento, es el ruido de las redes sociales. ¿Qué es literatura y qué no? ¿Por qué gastar tiempo en algo que no es literatura y no te roba tiempo de escritura, pero te roba tiempo emocional de la escritura? Ahí sí me pregunto: ¿Para qué lo estoy haciendo? ¿Qué sentido tiene hacerlo? Es como estar en una plaza llena de gente que toca los tambores con toda su fuerza, en una porra de estadio y querer sacar una armónica y que te escuchen. Pues, lo mejor que vas a conseguir es un vaso de meados encima. Pero, al mismo tiempo, ese es el lugar en el que uno puede decir cosas de la literatura que no se dicen cuando la literatura es literatura. Es decir, uno escribe no para decir estas cosas, [escribe] para hablar de algo mucho más grande y no tener que decir estas cosas en los libros. Entonces, si las quiere decir, ¿en dónde más que en las redes las puede decir?
P. Tejer la oscuridad es una novela múltiple, una novela radicalmente coral. Es una novela en la que se habla de un futuro hostil en muchos sentidos... ¿Pero qué piensas ahora mismo del futuro de México? ¿Algo que no sea pesimismo absoluto?
R. Una de las opciones que he tenido en la literatura es la figura del narrador. El narrador siempre como primer protagonista de los libros. De lo que me di cuenta es que a lo mejor tenía ahora que cambiar y romper la idea de un narrador que lo gobierna y domina todo. Sobre todo porque me di cuenta de que las voces de esos narradores, aunque fueran distintos entre sí, estaban imbuidas de cosas que las hacían similares. Entonces, traté de romper por completo con eso y por eso la novela está narrada por ochenta y tantos narradores, una cosa demencial. Es como estar usando la radio y cambiarle de estación, pero que en todas te estén dando la misma noticia. O un poco como aquel capítulo de Ulises, de Joyce, que lo van contando los personajes. Pero el asunto es que se volvió una novela en la que el lenguaje era fundamental, porque tenía que ser distinto entre sí [ a través de] los narradores, pero también similar, porque la novela se trata de la búsqueda de un lenguaje que pueda ser comunal. Lo que me dejó después de haberla terminado, y por eso saco a colación esto, es porque creo que la única esperanza ahora es la búsqueda de una nueva forma de comunidad que sea definida por el lenguaje. Es decir, que el lenguaje nos permita entender y renegar de las ideas fundamentales que dan forma a los últimos 1.500 años. Es decir, la idea de familia, del tiempo, el bien y el mal. Encontrarle sentidos nuevos a partir del lenguaje. Cada palabra es como un huevo que hemos ido puliendo desde que los idiomas se fueron separando unos de otros y los hemos ido puliendo hasta que están más lejos de sus primos y sus otras palabras, pero no nos hemos atrevido a romper esos huevos y a ver qué hay dentro. Tenemos que empezar a hacerlo. Mi esperanza está en eso, en romper las palabras y ver qué hay dentro y ver si podemos sembrar algo distinto con palabras nuevas. No es una esperanza solo para México, es una esperanza para una especie que se ha ido descomponiendo de una manera atroz. En la política no tengo ninguna esperanza ya y esto es algo que no me pasaba antes. En la economía, pues menos. Hemos permitido que se convierta una ciencia algo que es una herramienta. Es como si pensáramos que unas pinzas o un martillo son una ciencia y no son una ciencia, son la puta herramienta...
P. Solo nos queda esperar que algún día llegue el quinto partido de la selección...
R. ¡Sí, cabrón, el quinto partido! Es una de las grandes tragedias, pero ese quinto partido es la historia de México en todo. El quinto partido es lo mismo que el veinteavo mes de gobierno de un gobierno que me ha desilusionado.