Raymond Aron, liberal triste
El liberalismo de Aron se distinguía por su enfoque reflexivo y profundo, alejado de posturas dogmáticas y de simplificaciones cómodas. Por eso, a 120 años de su nacimiento sigue iluminando nuestra comprensión de la sociedad
Raymond Aron fue un pensador que trascendió las etiquetas simplistas, inscribiéndose en el liberalismo, pero apartándose de algunos de sus voceros actuales que transforman esta tradición en un panfleto. Nada más lejano a Aron que la motosierra, la estridencia o la arrogancia de quien cree saberlo todo. El liberalismo de Aron se distinguía por su enfoque reflexivo y profundo, alejado de posturas dogmáticas y de simplificaciones cómodas. Por eso, a 120 años de su nacimiento sigue iluminando nuestra comprensión de la sociedad.
En palabras de su discípulo Pierre Manent, el liberalismo de Aron era melancólico y solitario. Era el precio a pagar por su implacable crítica al comunismo soviético, tan de moda entre la intelligentsia parisina del siglo XX. La crítica de Aron al marxismo no pasaba solo por sus atrocidades —el exterminio de opositores políticos, la supuesta “reeducación” del pueblo y la sistemática eliminación de libertades personales— sino también por sus profundas implicaciones éticas, visibles aún hoy en contextos como el chileno, donde el Partido Comunista mantiene alianzas políticas con regímenes autoritarios como el venezolano mientras ocupa posiciones relevantes de gobierno.
Pero el aporte de Aron no se reduce a su crítica al totalitarismo. Es un liberal en el sentido más profundo de la palabra. Sus estudios sobre filosofía de la historia —comenzados en la Alemania donde emergía el Tercer Reich— le develaron una verdad que la política muchas veces niega: la condición humana es una, y se resiste a cambiar. Ningún sistema político o económico puede transformarla, por muy meticulosamente diseñado que esté.
Esto, a su vez, lo lleva a una lección complementaria. El conocimiento y la racionalidad humana son limitados. Vivimos en un mundo que no logramos entender del todo, ni tampoco podemos controlar los efectos de nuestras acciones sobre él. En esto, el alemán Max Weber fue una influencia crucial: las buenas intenciones, las almas puras, no bastan por sí solas para hacer el bien. La vida política carece de certezas absolutas; ningún actor político puede predecir con exactitud el curso de los acontecimientos, una realidad particularmente evidente en los procesos de negociación y reforma. Pregúnteles a los negociadores de la reforma previsional, por si faltaran ejemplos.
Cualquier retrato de Aron quedaría incompleto sin atender al menos otras dos dimensiones que cruzan su obra. Primero, su aguda observación de la sociedad industrial. Aron detecta que en la modernidad se incuba una contradicción: queremos ser cada vez más iguales y, al mismo tiempo, pretendemos diferenciarnos a través del mérito. Llevadas a la práctica, ambas aspiraciones chocan, y no es descartable que, por ejemplo, el estallido social de octubre de 2019, o la demanda simultánea por más capitalización individual y más solidaridad tengan mucho que ver con esa contradicción. En segundo lugar, Aron reconoce que el conflicto es inherente a las sociedades humanas, independiente de sus arreglos institucionales (aun cuando la vida social no se agota en el conflicto). La pregunta es cómo los podemos conducir o mitigar, sabiendo que jamás desaparecerán. No hay paraíso en la tierra, es simplemente imposible.
Por todo esto, Aron es un intelectual original, independiente, aún al costo de la soledad y cierta tristeza. Quizás es ese el costo de ser un observador comprometido —el título que lleva el excelente libro de entrevistas en que expone y evalúa su propia biografía. Pero la independencia no es lo mismo que ser indiferente a lo político. Como él mismo dice, “el intelectual no rechaza el compromiso y el día en que participa de la acción acepta su rudeza. Pero se esfuerza por no olvidar los argumentos del adversario, ni la incertidumbre del porvenir, ni los errores de sus amigos, ni la fraternidad secreta de los combatientes”. Bien nos haría retomar este consejo de mesura y escepticismo para enfrentar nuestras discusiones, muchas veces más parecidas a peleas de estoques que a la deliberación razonada requerida por la democracia; más todavía en tiempos en que sobran aquellos que tienen demasiada claridad sobre las soluciones.
Afortunadamente, llega a librerías una excelente introducción a su pensamiento, escrita por Daniel Mahoney y publicada por el Instituto de Estudios de la Sociedad. Varios harían bien en hojearla, aunque fuera un par de horas, aunque fuera en vacaciones.