Trump, Bukele y compañía: cuando la política es el problema
Los hijos del consenso noventero tendremos que resignarnos a una inestabilidad que desconocíamos. Quizás es necesario recordarlo una vez más. La democracia no es para impacientes
La democracia no es para impacientes, dice una frase apócrifa. La deliberación toma tiempo; los mecanismos, para funcionar, exigen pausa. Las respuestas, por definición, van por detrás de las demandas. Así funciona la democracia liberal, sostenida por la separación de poderes y los frenos y contrapesos. Por eso, la política se trata en buena medida de perseguir una realidad que la desborda, a fin de conducir a la sociedad en medio de circunstancias cambiantes y hostiles, poniendo de acuerdo a quienes piensan distinto no solo respecto de la solución a los problemas, sino muchas veces respecto del problema mismo.
La parsimonia democrática contrasta con las urgencias diarias, los dolores, las incomodidades y los delitos. Su lentitud busca contribuir a un debate más racional y a mejores soluciones, pero también puede azuzar la sensación de ineficacia o impotencia. Por eso, no es casual que surjan tantos liderazgos disruptivos en el mundo cuando la combinación de democracia liberal y libre mercado muestra tensiones significativas. No sabemos si estamos ante una crisis terminal o un doloroso proceso de ajuste, pero los síntomas son claros.
La reciente elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos es un ejemplo contundente de que, frente al momento crítico, muchos mirarán con buenos ojos las soluciones fuera de lo común. Es algo similar a lo que muestra la sostenida popularidad entre los chilenos de Nayib Bukele, presidente de El Salvador. Según la encuestadora Cadem, Bukele tiene un 81% de imagen positiva en Chile y al 42% le gustaría que el próximo presidente tuviera un estilo similar.
Aunque el dato impacta, lo cierto es que su popularidad se ha sostenido en el tiempo, y cada tanto aparece en distintos lugares del país un clamor por alguien como el salvadoreño. Lo que nutre el fenómeno de Bukele (o Trump) no es tan difícil de entender: cuando las personas sienten que no obtienen lo que esperan del sistema, que no son tratados con justicia por parte de este, cuando sus expectativas son defraudadas, entonces el sistema se vuelve el blanco obvio de las críticas y, eventualmente, en un enemigo al que hay que darle una lección. Esta es la clave en que se puede leer la llegada de personajes como Elon Musk al gobierno estadounidense para “eliminar a los trabajadores ineficientes del estado”: se sostiene que la podredumbre política es tan grave, que solo alguien de fuera puede corregirla, en lo posible a las patadas.
Y por eso sorprende que los representantes no tomen nota de lo que está ocurriendo: la política pretende resolver los problemas sin darse cuenta de que, a ojos de la ciudadanía, ella misma se ha transformado en un obstáculo. Por eso, los candidatos venidos de fuera recurren a todo lo que les permita distanciarse de la política tradicional: discursos estridentes, agresión verbal, estilo disruptivo; todo con tal de mostrarse como algo ajeno a la casta o el establishment —cada país tiene su versión, ya sea de derecha o de izquierda—. Este movimiento no es casual ni del todo equivocado, pues busca reestablecer un vínculo perdido. El problema es que muchas veces esa promesa de renovación termina frustrada o, peor aún, rompiendo aquello que venía a reconstruir.
¿Significa esto que debemos rendirnos a los términos del outsider con suficiente carisma o un puñado de soluciones originales? ¿Mirarlos con indulgencia porque conectan con la extendida sensación de molestia, rabia y tedio? Para nada: muchos de ellos representan riesgos reales para la vida en común; es el caso de los dos ejemplos citados. Pero tampoco significa caer en la mera escandalera de la denuncia, ni en la recurrente apelación a los defectos de los votantes (que, desde luego, los tienen y bien se pueden equivocar en sus elecciones).
Por el contrario, se trata de buscar recuperar una de las virtudes de la democracia, que es su capacidad para adaptarse a contextos desafiantes. Pensar en instituciones más responsivas, menos autorreferentes, con capacidad para explicar qué se hace y por qué, en lenguajes que faciliten la comunicación. También en mecanismos que permitan agilizar algunas discusiones, o al menos hacerlas más probables y fructíferas. Eso supone pensar seriamente en reformas al sistema político y electoral, por cierto, pero también en cómo operan los partidos y si estos están siendo o no vehículos eficaces para sus funciones: interpretar las demandas, representar a los ciudadanos, y seleccionar y formar a los candidatos. No se trata de cambios rápidos ni automáticos. Los hijos del consenso noventero tendremos que resignarnos a una inestabilidad que desconocíamos. Quizás es necesario recordarlo una vez más. La democracia no es para impacientes. Pero para legitimarse necesita probar que es capaz de asegurar una vida mejor.