¿Un gobierno feminista?
Un gobierno feminista debiera recibir con humildad y apertura las críticas y persistir en el esfuerzo de desarmar las incrustadas formas patriarcales de mirar, de pensar y de actuar, que tanto daño causan a las personas y a las instituciones
“La política no es una dimensión fácil del feminismo”. Hace cuarenta años, en medio de las intensas jornadas de protesta contra la dictadura de Pinochet, la militante feminista y socialista, Julieta Kirkwood, reflexionaba en torno a los desencuentros entre el feminismo, la política y, en particular, la izquierda. Su afirmación apuntaba en varios sentidos, desde los más evidentes, como las duras batallas y los innumerables obstáculos que las mujeres debieron enfrentar para obtener el estatuto de ciudadanas en diversos países de occidente y su rol subordinado en el ordenamiento social, a otros menos visibles y difíciles de reconocer, como la persistencia de elementos patriarcales en las estructuras del poder, también en aquellas democráticas, o la resistencia a considerar como problemas políticos, es decir, dignos de ser trasladados de la esfera privada, personal o doméstica a la arena política y pública. Problemas como la desigual división sexual del trabajo, los rígidos roles de género y el orden familiar tradicional.
Para la política, incluida la política de izquierda, nada de esto era evidente ni importante, y las feministas chilenas, en una hora tan decisoria como aquella en la que se libraba la batalla por la recuperación de la democracia, supieron plantear con claridad las exigencias que el feminismo le hacía a la política y a la democracia por la que se estaba luchando. “Democracia en el país y en la casa”, dijeron entonces. Hoy, en medio de la conmoción que ha provocado el caso Monsalve, podríamos agregar: “en el Estado y las instituciones”.
La denuncia de abuso sexual y violación en contra de quien fuera hasta hace pocos días subsecretario de Interior, ha remecido al país. Por la jerarquía de su cargo, por la enorme responsabilidad que caía sobre sus hombros, por la considerable asimetría de poder entre él y la denunciante, por el abuso de sus atribuciones como jefe de las policías, por los errores que cometió el gobierno en el manejo de la crisis, por la revictimización que ha provocado la prensa con su tratamiento irresponsable y poco ético, este caso es indicativo de lo lejos que estamos de haber integrado como sociedad los principios básicos de la perspectiva de género. Y esto vale también para el gobierno, que, además, se declara feminista.
Las críticas no tardaron. Pero hay críticas y críticas.
Desde el campo del feminismo, apenas el caso se conoció y se produjeron las primeras declaraciones de autoridades del gobierno, incluida la del propio Monsalve, se encendieron las alarmas y se denunciaron los errores. Proviniendo de organizaciones, activistas, abogadas, comunicadoras, con larga experiencia, estas críticas han sido agudas y acertadas. Sin embargo, como era esperable, más todavía en semana electoral, rabiosas acusaciones fueron levantadas por la derecha, con particular inquina en contra la ministra Antonia Orellana, achacándole responsabilidades y llegando incluso a plantear la necesidad su renuncia.
Ciertamente, es válido, es sano, que la oposición cumpla una función fiscalizadora en relación con el actuar del gobierno. También, que plantee sus desacuerdos con políticas y propuestas contrarias a su visión de sociedad. Pero, precisamente, en materia de defensa de los derechos de las mujeres, promoción de sus libertades y autonomía y protección de las víctimas de violencias sexual, este sector político arrastra un historial del que no puede deshacerse con facilidad: se opuso al divorcio, a eliminar la distinción entre ‘hijos legítimos e ilegítimos’, a la pastilla del día después y al aborto en tres causales (en especial a la causal de violación), y se opone actualmente a la educación sexual integral y a avanzar hacia el aborto legal regulado por plazos.
Ahora bien, yendo más allá del uso político de este caso, resulta imposible no sacar al pizarrón a un gobierno que se ha declarado feminista y evaluar sus acciones. ¿Qué es un gobierno feminista? ¿puede existir algo así? ¿es una declaración meramente propagandística? ¿un gesto de corrección política?
Declararse un gobierno feminista, si se toma en serio la adjetivación, es una operación delicada, por varias razones: porque la condición ‘feminista’ no se logra por decreto sino mediante la observación, crítica y transformación de las prácticas personales es institucionales y es un trabajo que no acaba nunca; porque el Estado y el poder político en general está atravesado por formas patriarcales y autoritarias y transformar aquello, considerando además la fuerte resistencia de las instituciones a cambiar, es una tarea titánica; porque cuando no se tiene bien asentada una perspectiva feminista hay violencias y prácticas abusivas que no se califican como tales; porque las exigencias feministas son elevadas y sin dudas se producirán desencuentros, se cometerán errores y se recibirán críticas justas e injustas.
Declarar a un gobierno como feminista, exige y expone. Y el gobierno, a raíz de este caso, ha estado expuesto al escrutinio ciudadano, en particular de las feministas, y a las exigencias que el feminismo le hace a la democracia y a las instituciones. En esa línea, pueden reconocerse avances concretos y materiales, desde la incorporación de la ministra de la Mujer y la Equidad de Género al comité político, a los esfuerzos por transversalizar la perspectiva de género en todas las carteras, a la ley de pago efectivo de pensiones, a la que otorga una reparación a los hijos y familiares de víctimas de femicidios, la ley Karin, la ley para erradicar la violencia de género y la actual tramitación de la ley de igualdad salarial y de la que crea un sistema nacional de cuidados. En materia de políticas con perspectiva de género, el gobierno tiene resultados que mostrar, y no reconocerlo sería no solo injusto sino también deshonesto.
Sin embargo, lo realizado hasta acá está lejos de ser suficiente. Y no se trata solo de seguir promoviendo políticas, se trata de lo más difícil, de transformar las maneras de pensar, de mirar y de actuar de personas e instituciones. El feminismo no se conforma con leyes aprobadas, mientras las lógicas institucionales e interpersonales sigan siendo las que permiten el abuso y la subordinación. Mientras siga siendo naturales razonamientos como: ‘para qué fue si sabía a lo que iba’. Llegar a esos núcleos, transformar esas dimensiones, es una tarea ardua.
Un gobierno feminista debiera recibir con humildad y apertura las críticas y debiera persistir en el esfuerzo de desarmar las incrustadas formas patriarcales de mirar, de pensar y de actuar, que tanto daño causan a las personas y a las instituciones que debieran encarnar el bien común.
Puestas así las cosas, podemos invertir la frase de Julieta Kirkwood y afirmar que el “el feminismo no es una dimensión fácil de la política”.