Rosabetty Muñoz, un faro de la poesía en Chiloé

La recién galardonada con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda aborda las luces y sombras de la mágica isla, que durante cuatro décadas ha sido su material de trabajo

La poeta Rosabetty Muñoz.ANTONELLA TORTI

Rosabetty Muñoz (59 años, Chiloé) tuvo una infancia sin luz eléctrica. En la austral isla chilena de Chiloé, creció en un hogar lleno de parientes –su bisabuelo tuvo 19 hijos– que viajaban del campo a la ciudad de Ancud para vender sus cultivos en el mercado. Como el transporte era escaso, se quedaban a dormir. Por las tardes, en la penumbra, los adultos bebían chicha caliente, un fermentado de manzana, mientras relataban sus vivencias entremezcladas con la mitología que envuelve al pedazo de tierra también conocido por algunos como la isla de los brujos. La pequeña Rosabetty, presente en los encuentros, se nutría de figuras literarias, tonalidades y ritmos particulares. Cuando la casa volvía a la tranquilidad, su madre le enseñaba a recitar poemas de memoria. Esa crianza produjo que la literatura se convirtiera en la columna vertebral de la vida de la poeta, recién galardonada con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.

“Esa oralidad fue una bomba de profundidad que me llevó a alguna parte y explotó adentro”, señala en una entrevista por Zoom desde su casa en Ancud, donde un temporal se asoma por la ventana que tiene a sus espaldas. “Hasta los días de hoy estoy trabajando con esas esquirlas, que fueron cobrando cada vez más valor a medida que ha pasado el tiempo”, añade.

La mayor de cinco hermanos obtuvo un buen puntaje para ingresar a la universidad, la primera de la familia. Por eso cuando le insistió a sus padres que quería ser escritora, la condicionaron a estudiar primero leyes y, luego, con la estabilidad económica que le daría esa profesión, podía dedicarse a la literatura. Tras recibir una cuidada educación afectiva en el colegio, Rosabetty tuvo que abandonar la isla para ir a la universidad en el territorio continental, en la ciudad de Concepción, 500 kilómetros al sur de Santiago. Sus padres la enviaron a un hogar católico “para señoritas universitarias” y todo su tiempo se lo consumía en aprender las materias. No había espacio para leer ni escribir lo que quería. Duró dos años. Por mutuo propio decidió irse a estudiar pedagogía en lenguaje y bachillerato en letras en Valdivia, en el sur. En esa experiencia está “la otra piedra angular” de su vocación.

“En plena dictadura estábamos todos haciendo literatura, fotografía, pintura, como parte de un movimiento que soñaba con otro país y donde nuestra manera de luchar era con el arte”, relata. Ese grupo de jóvenes hizo un compromiso: volverían a la provincia a trabajar de lo suyo para contribuir al crecimiento del destino de sus lugares de origen. Rosabetty lleva más de cuatro décadas haciendo honor a ese pacto, y por partida doble, ya que solo ha ejercido de profesora en la educación pública.

Cuando esa joven convencida de que la palabra era fundamental para la construcción del mundo regresó a Chiloé, lo hizo con otros ojos. Ya no era una mirada desde la idealización de la cultura isleña, merecida por la riqueza de su imaginario, sino también abierta a enfrentar su complejidad, sus crueldades y oscuridades: “El tema del machismo, que trae otros males terribles como el incesto y violación. Ha habido una línea larga de estos fenómenos, aunque creo que hay una disminución ahora por el poder de la información, pero es desgarrador, por ejemplo, ver la autopercepción de las mujeres mayores”. Ese ha sido el material de trabajo de la poeta hasta ahora, donde logra hacer verbo lo que ha estado velado por el silencio de las chilotas.

Su poesía también la ha dedicado de manera persistente a recuperar y sacarle brillo a la oralidad de las ancianas, “la reserva cultural de la isla hoy día”. Lo mejor de sus escritos se convertirá en un libro que ya está en imprenta, editado por Tácitas. Se llamará Obras Reunidas y no Obras Completas, como se barajó, porque le incomoda ese concepto que proyecta un cierre, cuando siente que le queda tanto aún por explorar en la palabra. “Creo que el premio también es una proyección –aunque asusta por la dimensión–, en el sentido de estar en los ojos de otros lectores, distintos a lo que he tenido hasta ahora”.

Sobre su isla, por mucha gente considerada una suerte de paraíso debido a sus figuras míticas y su belleza natural, ve con ojos críticos cómo acecha el extractivismo cultural afuerino. Describe que, además de llevarse mariscos y pescados por toneladas, están ocupando los palafitos para montar hoteles boutiques o restaurantes carísimos en lugares que tienen una carga. “Se vinieron buscando esa carga, pero se usa solo como una maqueta”, afirma. También observa con tristeza cómo los isleños, “agricultores con un pie en el mar”, están vendiendo sus terrenos por cantidades exorbitantes. ¿Le queda esperanza o ve que es una batalla perdida? “No creo que alguien que no tiene esperanza pueda ser profesor, me parece hasta inmoral. Tampoco creo que alguien que no tiene esperanza pueda escribir”, plantea.

Un factor que alimenta la esperanza de la poeta son los jóvenes. Nota un auge en el interés por ese mundo que ella conoció, hoy amenazado. Ha sido testigo de cómo se van a estudiar fuera –Chiloé aún no tiene universidad–, pero regresan, particularmente los del área de las ciencias sociales. Los ve haciendo un trabajo de recuperación de aquellos lugares o elementos de la cultura que serán esenciales en el futuro, como la conservación del agua en la siembra o la relación con la naturaleza y el mar. Son jóvenes que buscan retornar a formas de vida más austeras. A las tradiciones y ritos con que crecieron y que en ciertos rincones de la isla languidecen.

Uno de los ritos favoritos de Rosabetty es el que se realiza cuando alguien muere. Son nueve días donde el cuerpo del difunto descansa en su casa y llegan los parientes, vecinos y amigos del campo “a dar su cumplimiento”. Según el grado de proximidad con la persona fallecida, el tamaño del animal que entregan a la familia. Todos tienen que llevar algo. Mientras las mujeres matan los animales, despluman a las gallinas y hacen las cazuelas para los días de rezo, los hombres arreglan las ventanas, las puertas o el cerco para dejar la casa en mejores condiciones a los deudos. Hace un mes, el hogar de infancia de Rosabetty se volvió a llenar. Llegaron los seres queridos más diversos y volvieron a relatar sus hazañas con toques mágicos. Lo hicieron durante nueve días. El motivo del encuentro, esta vez, fue la despedida de su madre.

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