Política sin bien común
La élite política, ensimismada en una vorágine autodestructiva y ajena a la realidad, entiende la política como una lucha descarnada por el poder, sin fines superiores
Uno de los fines esenciales de la política es el bien común. Si bien existen múltiples definiciones, la doctrina social de la Iglesia lo define como “aquello que beneficia al mayor número de ciudadanos de una comunidad determinada”.
El bien común no se limita a la suma de los bienes individuales ya que tiene un valor superior e intrínseco, y requiere que las comunidades políticas concuerden qué valores han de promover. Así como ...
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Uno de los fines esenciales de la política es el bien común. Si bien existen múltiples definiciones, la doctrina social de la Iglesia lo define como “aquello que beneficia al mayor número de ciudadanos de una comunidad determinada”.
El bien común no se limita a la suma de los bienes individuales ya que tiene un valor superior e intrínseco, y requiere que las comunidades políticas concuerden qué valores han de promover. Así como en algunas sociedades pueden ser relevantes valores tales como la igualdad y el acceso a ciertos derechos sociales, en otras puede darse preeminencia a la seguridad y la libertad individual. De esta forma, el bien común no es un concepto estático ni homogéneo, ya que se interpreta de distintas formas dependiendo de los valores que en un tiempo determinado decida promover un grupo social.
La política, en su esencia, debe aspirar a un ideal, a una causa superior. Debe regirse por lo que el sociólogo Max Weber denominó como la “ética de la convicción”.
Desafortunadamente, en tiempos recientes, la política ha caído en dos vicios evidentes. Por un lado, se ha convertido en una actividad en la que los políticos, abandonando su compromiso con el servicio público, han pasado a verla como una profesión lucrativa. Por otro lado, los partidos políticos, en lugar de servir como mediadores entre el Estado y la sociedad, se han transformado en maquinarias burocráticas enfocadas en mantenerse en el poder, desvinculándose así de las necesidades reales de la ciudadanía. Como resultado, la derrota del adversario se ha vuelto un objetivo en sí mismo, relegando los intereses del pueblo a un segundo plano. En lugar de preguntarse cómo mejorar la calidad de vida de las personas, se preocupan más por cómo hacer que el adversario pierda la próxima elección.
Esta dinámica se ha intensificado especialmente desde el segundo mandato de la expresidenta Michelle Bachelet, cuando la oposición se opuso vehementemente a sus reformas. La izquierda respondió de manera igualmente intransigente durante el segundo mandato del expresidente Sebastián Piñera, y ahora, vemos esta misma dinámica en el Gobierno del presidente Boric, con una derecha que se niega a cualquier avance social, esperando su turno para implementar sus propias políticas.
Como consecuencia de esta dinámica, llevamos décadas sin avanzar en cuestiones relevantes y necesarias, creciendo cada vez más la desafección ciudadana, en donde la mayoría de la población reniega de los políticos por considerarlos, independiente de su posición, parte de una misma casta.
Si bien existen otros factores que han contribuido a la actual crisis de legitimidad del sistema democrático, no se puede soslayar que la élite política, ensimismada en una vorágine autodestructiva y ajena a la realidad, entiende la política como una lucha descarnada por el poder, sin fines superiores.
De ahí la necesidad de restituir el bien común como eje articulador de la política. Esta, sin contenido ni propósito deviene en una actividad vacía y descompuesta, favoreciendo el escenario para que emerjan populismos y autoritarismos, o para que volvamos a experimentar un nuevo estallido social.
Recuperar el sentido del bien común en la política no solo es una cuestión de moralidad, sino también de supervivencia para nuestras democracias y sociedades. Es hora de que nuestros líderes políticos recuerden su deber primordial: servir al interés público y trabajar por el bienestar de todos los ciudadanos.
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