El salto democrático al vacío y la desesperanza argentina

Como buen populista, Milei ofrece pocas luces sobre cómo pretende concretar sus promesas. Sin mayorías legislativas, en su discurso solo prometió determinación a sus adherentes y a cambio les pidió fe

Dos seguidores de Milei celebran el triunfo del candidato ultra, a bordo de un autobús con su rostro estampado a un costado, en Buenos Aires, el 19 de noviembre.Marcos Brindicci (Getty Images)

El triunfo de Javier Milei debe entenderse como un fracaso de la democracia argentina antes que un triunfo atribuible al recién electo. Su victoria es el resultado de votantes indignados ante la indolencia de una elite política ensimismada que por años ha sido incapaz de ofrecer soluciones mínimas a la asfixia con que muchos procuran llegar a fin de mes. O al menos así se presenta la realidad argentina luego de conversar algunos días con muchos v...

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El triunfo de Javier Milei debe entenderse como un fracaso de la democracia argentina antes que un triunfo atribuible al recién electo. Su victoria es el resultado de votantes indignados ante la indolencia de una elite política ensimismada que por años ha sido incapaz de ofrecer soluciones mínimas a la asfixia con que muchos procuran llegar a fin de mes. O al menos así se presenta la realidad argentina luego de conversar algunos días con muchos votantes.

Es la mañana antes de las elecciones en un café de Recoleta. Tres parejas sentadas en mesas distintas conversan de lo que viene, de cómo llegaron a este momento de Argentina y las razones que lo explican. Un hombre se queja que no se puede hablar de otra cosa, y que si lo hace es una impostura artificial para evadir la realidad de un país fracturado y sin proyecto de futuro. Ansiedad, incredulidad y resignación son también las palabras que más se repiten cuando le pregunto a estudiantes universitarios sus impresiones de las elecciones. Con algo de vergüenza intentan explicarme cómo Argentina pasó de ser el país más rico del mundo a vivir aferrado a eventualidades.

Es fácil empatizar con esta resignación cuando se repara en las alternativas disponibles. De un lado a Sergio Massa, un ministro —según algunos, presidente de facto— , el tercer político peor evaluado del país y que encabeza una economía con 140% de inflación y 40% de pobreza. Al frente Javier Milei, un diputado electo en 2021 luego de hacerse famoso como panelista de televisión por insultar violentamente a casi todos quienes han ejercido posiciones de liderazgo, por las excentricidades que exhibe con orgullo, como hablar con su perro muerto a través de una vidente, y por ofrecer una refundación del país tan radical como inverosímil.

Como casi todo en Argentina, los problemas suelen maquillarse con humor. Agustina me cuenta que en su barrio, La Paternal, un vagabundo grita por las calles que votará a Milei por el dinero que podría ganar su familia si vende sus órganos. Nicolás denuncia que votar por Massa es apoyar a un gobierno que no ha sido capaz ni de inaugurar un adoquín en Jujuy sin armar un escándalo. Pero esas anécdotas esconden un llamado de alerta sobre las peligros que enfrentan las democracias contemporáneas y que son retratadas por la estridencia y extravagancia argentina.

La democracia se construye sobre símbolos y ritos que permiten hacer sentido a la vida en común. Y las elecciones son, precisamente, un pilar central de esa mitología. Ellas son un rito litúrgico, a través del cual el principio del autogobierno de la mayoría les ofrece a los ciudadanos una esperanza de retener en sus manos el destino de su futuro. La política como actividad humana es como el nudo borromeo que utilizó Jacques Lacan para explicar el anudamiento de la persona entre lo real, simbólico e imaginario.

Pero esta liturgia puede volverse una ordalía estéril en un contexto como el argentino. Jorge, un exmilitar, me explica que el domingo casi todos votaron en contra del otro candidato y se lamenta reconociendo que esta es la elección más triste en la que ha participado en sus 70 años, porque siempre cuando uno habla mal del otro tiene razón. Las discusiones políticas no suponen desvirtuar la injuria ajena porque, según él, todos mienten.

Todo rito litúrgico supone una representación de la que sus partícipes esperan un acontecimiento. Como actos performativos, explica Giorgio Agamben, realizan la acción que buscan significar. Sin embargo, muchos votantes de Massa esperaban poco de su gobierno y el apoyo que le brindaron fue antes un ejercicio de pragmatismo. Lo votaron sin esperanza de que su voto tuviera consecuencias positivas. Andrés, un abogado que votó por la derecha en noviembre, me confiesa que estuvo casi un minuto en la cámara secreta ante su incredulidad de estar apoyando a Massa. ¿Puede construirse un proyecto democrático en el que no se tienen mayores esperanzas? Una mayoría abrumadora parece haberse manifestado en sentido contrario.

A pesar de su talento, Massa siempre fue percibido como poco confiable. Sus votantes no sabían si como presidente sería el que prometió nunca más volver a aliarse con el kirchnerismo o el que después entró a un gobierno del que éste formaba parte. No sabían si sería el que hoy defiende al Papa como el argentino más importante de la historia o el que antes complotó en su contra cuando era arzobispo de Buenos Aires. No sabían si sería el que hoy defiende el Estado de Bienestar o el que ayer participó del Gobierno menemista que procuró desarticularlo. Peor aún, no sabían si sería el que en campaña denunciaba el peligro que suponía tener a Milei encabezando el Ejecutivo o el que ayer lo financió para debilitar a la derecha.

Como candidato, Massa prefirió además centrarse en su adversario antes que en ofrecer una visión de futuro. Les pidió a los argentinos que le entregaran una oportunidad como presidente como si no la hubiese tenido como ministro plenipotenciario. Por eso su lema de campaña, Viene la Argentina que estábamos esperando, siempre pareció una broma de mal gusto. Ofrecía a los argentinos una propuesta que era más de lo mismo, algo que ellos ya conocían y han sufrido hace años. Sus promesas se sabían vacías, porque muchos quienes lo votaron tenían la sospecha que ellas se estrellarían contra una clase política fragmentada, con escasa capacidad para producir nuevos liderazgos e ineptitud para ofrecer soluciones a problemas apremiantes. Cualquier liturgia democrática parece improbable ante un escenario donde todo se presenta como sacrílego.

Algunos culparán de ello a la larga agonía peronista y otros la defenderán acusando las limitaciones explicativas del antiperonismo. Pero cualquiera sea la explicación correcta, es ineludible que parte significativa del apoyo a Massa fue un reconocimiento al fracaso de la Argentina de las últimas décadas, pero aceptando algo que han aprendido a golpes: el futuro siempre puede ser peor.

En este escenario de exasperación emerge Milei ofreciendo una ventana de esperanza. Lo hace denunciando con excesos retóricos y violencia a la casta que por años ha gobernado el país. Lo hace también prometiendo un quiebre radical con el presente, que busca simbolizar con una motosierra. Y, al hacerlo, no escatimó en excesos durante la campaña, denunciando fraudes electorales inexistentes o amenazando con aplastar a sus contendores. Ariel, un taxista que lo votó orgulloso, me sugiere que sus promesas deben tomarse con cautela: “No te lo podés tomar tan en serio, si el tipo habla con el perro”, dice.

Esta trayectoria supone una afrenta a las formas sobre las que se construye la liturgia democrática. Pero aun así el electorado estuvo dispuesto a perdonar estos ultrajes ante la ilusión de expectativas futuras. Diego, un quiosquero, me dice que está mal y que lleva años privándose de cosas, pero que le queda un ‘rayito de esperanza’ con Milei. Para lograr esta proeza, el presidente electo fue hábil al reivindicar como ejemplo de lo posible a la generación de 1880, que en solo treinta años logró transitar de guerras fratricidas a una potencia económica. Y aunque los tiempos sean distintos y los ciclos políticos cada vez más breves, sus votantes parecen creerle. Una persona que estaba delante de mí en la fila de migraciones del aeropuerto se queja por la excesiva demora, saca una fotografía para retratar la situación y la envía por mensaje agregando ‘Milei esto lo arregla carajo’.

Como buen populista, Milei ofrece pocas luces sobre cómo pretende concretar sus promesas. Sin mayorías legislativas, en su discurso del domingo solo prometió determinación a sus adherentes y a cambio les pidió fe. Tampoco ofreció muestras de querer honrar lo que los argentinos llaman el Teorema de Baglini, según el cual un líder se vuelve más sensato y razonable cuanto más cerca está del poder. “Hemos pasado tantas, qué una más no importa”, me reconoce Diego. Pero ello supone desconocer las lecciones proporcionadas por Bolsonaro, López Obrador o Trump. Sus votantes los apoyaron convencidos que su desdén por los ritos era política de campaña, solo para luego comprobar que tampoco los honraron cuando debieron presidirlos. “A esta edad uno ya está jugado, no te asusta nada”, me señala Jorge cuando le planteo este reparo.

Está por verse si Milei será uno más de los populistas contemporáneos cuyos proyectos políticos fracasan con la misma rapidez que emergieron. Mientras tanto, debemos tomar nota de las lecciones que ofrece el fenómeno argentino. Prácticamente todas las democracias contemporáneas evidencian una incapacidad de procesar el malestar ciudadano, lo que las hace presa fácil de quienes, como Milei, quieren transformar la política en una forma burda de entretenimiento de masas. Si en el pasado Latinoamérica le enseñó al mundo los peligros del populismo, este nuevo siglo parece devolverle la mano instruyendo a sus populistas sobre las posibilidades que les ofrece la cultura del espectáculo.

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