El proceso constituyente y la responsabilidad política
Vaya paradoja: el país más institucionalizado de América del Sur se muestra incapaz de superar su disenso constitucional. Es en las izquierdas en quienes hay que buscar el responsable principal de todo este bochorno
El interminable (y alambicado) proceso de cambio constitucional chileno está pronto a concluir. En los próximos días, el presidente Gabriel Boric recibirá de manos del Consejo Constitucional (órgano redactor) la propuesta de nueva Carta Fundamental, la que será plebiscitada el 17 de diciembre de este año.
Estamos llegando al momento en que resulta conveniente analizar la totalidad del proceso, el que ...
El interminable (y alambicado) proceso de cambio constitucional chileno está pronto a concluir. En los próximos días, el presidente Gabriel Boric recibirá de manos del Consejo Constitucional (órgano redactor) la propuesta de nueva Carta Fundamental, la que será plebiscitada el 17 de diciembre de este año.
Estamos llegando al momento en que resulta conveniente analizar la totalidad del proceso, el que se inició con el estallido social de octubre de 2019, fue encausado por un acuerdo entre la inmensa mayoría de los partidos políticos con representación parlamentaria y se inició formalmente con un plebiscito de entrada en el mes de octubre de 2020, en el que se aprobó por abrumadora mayoría la opción de cambiar la Constitución de 1980 por otra. Para su redacción se le encargó a una Convención Constitucional de 155 miembros esa tarea, la que fracasó estrepitosamente en el plebiscito de salida del 4 de septiembre de 2022, momento en el que el 61,86% de los electores (con el 85,7% de participación los electores, voto obligatorio mediante) rechazó la propuesta de nuevo texto.
Ante ese primer intento fallido, los partidos políticos concordaron en un segundo proceso, mucho más constreñido por reglas destinadas a dificultar la emergencia de una nueva mayoría ocasional. Pues bien, si la Convención Constitucional elegida en mayo de 2021 fue hegemonizada por la ultraizquierda (la Lista del Pueblo y varios integrantes independientes de listas vinculadas a movimientos sociales), el Consejo Constitucional elegido el 7 de mayo de 2023 arrojó una hegemonía exactamente opuesta, encarnada en el partido de extrema derecha Republicanos.
Según todas las encuestas, la probabilidad de que se imponga la opción A favor es cercana a cero (varias figuras políticas y parlamentarias de la derecha dura están rechazando el texto, por razones obviamente muy distintas a las de las izquierdas que también lo están rechazando), lo que significaría un segundo fracaso ante una propuesta de nueva Constitución que muchos consideran excesivamente conservadora y, sobre todo, aún peor que la Constitución de 1980 que se quiere dejar atrás y que, suponíamos, había sido repudiada en el plebiscito de entrada de 2020. Vaya paradoja: el país más institucionalizado de América del Sur, con un presidencialismo reforzado, erigido en ejemplo de desarrollo neoliberal con buenos indicadores de bienestar, se muestra incapaz de superar su disenso constitucional. Un bochorno, además de una rareza a escala mundial: no conozco casos de dos rechazos consecutivos en dos años sucesivos.
Es todo este periodo que es necesario analizar y evaluar. Si la política se mide por resultados, es evidente que, de triunfar la opción En contra se tratará de un proceso enteramente fallido. ¿A quién, o a quiénes habrá que imputar la responsabilidad? Ciertamente, a la totalidad del mundo político, cuya incompetencia para alcanzar la meta de superar el puzzle constitucional habrá sido evidente: en dos oportunidades, se impusieron dos mayorías opuestas en orientación ideológica, sin dejar espacio para acuerdos (los que habían sido alcanzados por los 24 expertos que redactaron un anteproyecto de Constitución, lo que ya nos habla de una fórmula que bien podría estar resucitando tras años de críticas a instancias cerradas en donde se toman decisiones relevantes).
Pero para ser justos, la responsabilidad política del fracaso no se reparte por igual entre todos los partidos políticos y grupos afines. La derecha y su ala extrema de Republicanos tiene una responsabilidad principal en este probable segundo proceso fallido, al haberse beneficiado de una mayoría sustancial de consejeros constitucionales (tan sustancial que la derecha tradicional, junto a Republicanos, tuvieron suficientes votos para aprobar un texto que será prontamente plebiscitado). El empresariado, a través de su principal gremio (la Corporación de la Producción y el Comercio, CPC) y su presidente, Ricardo Mewes, hicieron gala de una alta dosis de extravagancia ideológica, al apoyar el texto a ser plebiscitado en la más completa indiferencia por sus chances de éxito: de este modo, el empresariado chileno retrocede en décadas de renovación tanto de sus élites como de su visión sobre el desarrollo, lo que impactará por años en desconfianza recíproca con todas las izquierdas.
Pero sin duda alguna que el responsable principal de este bochorno se encuentra en las izquierdas, en unas más que en otras. El nivel de maximalismo durante el primer proceso fue tal (liderado por comunistas, frenteamplistas, una Lista del Pueblo que se desintegró en varios colectivos y convencionales provenientes de los movimientos sociales), que la derrota en el plebiscito de salida fue proporcional a los excesos del texto y a las formas payasescas de su redacción. Es cierto que los socialistas lograron moderar el texto hasta donde sus fuerzas se lo permitían: pero mirado retrospectivamente (lo que siempre es injusto cuando la batalla terminó), el colectivo socialista careció de carácter y diseño estratégico, en el entendido que su responsabilidad en el fracaso de ese primer proceso fue secundaria.
Sin embargo, un mínimo de honestidad obliga a reconocer que todas las izquierdas, cada una a su manera, se farrearon la ventana de oportunidad que fue abierta por el estallido social y el cauce que éste abrió de manera sorprendente, desaprovechando la hegemonía de la que gozó en el primer proceso, sin percatarse de que esa mayoría fue enteramente circunstancial, un verdadero espejismo. Es en ese momento en el que se debía ser generoso con el adversario y con los grupos sociales que éste representa. ¿Cuál era la fuerza más interesada en tener éxito en el proceso de cambio constitucional? La izquierda en todas sus variantes y expresiones. ¿Cuál fue el resultado? Permanecer en el perímetro de la Constitución de 1980, reformada en innumerables oportunidades (especialmente en 2005), precisamente el texto y las prácticas que lo acompañan. Es en las izquierdas en quienes hay que buscar el responsable principal de todo este bochorno.
Es probable que, a partir de ahora, sin mucho entusiasmo, los aspectos más grotescos de la Constitución de 1980 puedan ser reformados gracias a la única conquista real de todo el periodo: haber bajado los quórums de reforma constitucional a 4/7. Y tal vez, vaya uno a saber, la Constitución de 1980 se transforme para la izquierda chilena en lo que terminó siendo la Constitución gaullista de 1958 para la izquierda francesa: un texto que no produce pasión, tampoco orgullo, pero que al final del camino le resulta cómodo a todos.