Flores en vida
No puede ser solo ese momento, el de la despedida, aquel en que demos importancia a las flores. Hay que dársela en vida y tenerlas, si no al lado, siempre a la vista
Solo un malentendido puede hacernos creer que la de los aromos es una flor que anuncia la llegada de la primavera. No es así. Los aromos florecen en invierno y, si bien no certifican el arribo de la siguiente estación, permiten pensar anticipadamente en ella.
Para quienes recorremos habitualmente la ruta 68 (¿en qué momento se les ocurrió ponerle número a las carreteras, escuelas y liceos, privándolas de nombre?), los aromos son todos los años un magnífico espectáculo. Permanecen encendidos durante varios meses, prodigando el dulce olor de sus ...
Solo un malentendido puede hacernos creer que la de los aromos es una flor que anuncia la llegada de la primavera. No es así. Los aromos florecen en invierno y, si bien no certifican el arribo de la siguiente estación, permiten pensar anticipadamente en ella.
Para quienes recorremos habitualmente la ruta 68 (¿en qué momento se les ocurrió ponerle número a las carreteras, escuelas y liceos, privándolas de nombre?), los aromos son todos los años un magnífico espectáculo. Permanecen encendidos durante varios meses, prodigando el dulce olor de sus flores. Desaparecieron ya, salvo uno que otro, y para disfrutar de su aspecto y su perfume habrá que esperar un año más. Pero esperar, en este caso, es algo que vale la pena.
Inmediatamente después es el turno de los ciruelos. Florecen también antes de la llegada de la primavera y se adelantan por poco al florecimiento de los duraznos. Siguen más tarde los jazmines, magnolios, la flor de la pluma y los camelios. Si no han aparecido aún cerca suyo, téngales paciencia: llegarán. No fallan nunca.
También florecen los canelos. Tengo uno plantado en el jardín de mi casa y no puedo creer el color blanco de sus manojos de flores ni cómo se estira su copa para buscar la luz y hacerle el quite a un pino que lo interfiere. Pedí al jardinero que cortara algunas ramas del pino, pero, y como ocurre casi siempre, se le pasó la mano y lo dejó con corte de colegial. Un crimen. Muchos de los de ese oficio creen que hacer un jardín es cortar todo, a diestra y siniestra, y no dejar títere ni árbol ni arbusto con cabeza. Se meten mucho también con las enredaderas y la libertad con que estas se mueven. Llegan premunidos de unas enormes tijeras de podar y parecen hallar un secreto placer en acabar con la exuberancia natural de los jardines.
Más tarde, ya cerca de la siguiente estación, llegará la flor del retamo, un arbusto de magro follaje y que despide el perfume oficial del verano chileno. Antes, ahora mismo, revientan en los cerros unas flores también amarillas que se parecen mucho a las del retamo. Pero no son. Huélelas y te darás cuenta. Llegará también el florecimiento de los espinos —también abundantes en la ruta 68—, y están ya, hace rato, los dedales de oro, tan frágiles como vistosos a ambos lados del camino.
Recomiendo fijarse en las flores, sobre todo silvestres. Por algo están ahí, para que las notemos. Si hay en abundancia se puede detener el coche y llevar un ramo a casa. No hay problemas. Las flores son para todos los días y no solo para llevarlas ordenaditas a los funerales, apoyadas en trozos de madera en uno de esos arreglos que venden a la entrada de los cementerios. No puede ser solo ese momento —el de la despedida— aquel en que demos importancia a las flores. Hay que dársela en vida y tenerlas, si no al lado, siempre a la vista. También son bellas las flores de los castaños, y hasta esa peste roja que trepa por algunos árboles —con forma de fosforitos— tiene su incuestionable estética.
Flores en vida, entonces, agradecidos también, por ejemplo, de que las cochabambinas de los jardines de nuestro barrio se estiren hasta alcanzar la calle por donde circulamos los peatones, puesto que de otra manera no nos fijaríamos en ellas.
Y olvidaba esta otra bendición: los jacarandás. Su flor es tan bella mientras permanece en el árbol como cuando está caída en el suelo. Y cuando hayan caído, mi sugerencia es dejarlas allí, no barrerlas. Es lo que pedí en la primavera pasada a una señora que se obstinaba en eliminar las que habían caído sobre la vereda enfrente de su casa. “Déjelas”, rogué, y argumenté con la letra de una canción de Atahualpa Yupanqui: “Porque no engraso los ejes de mi carreta, me llaman abandonao… Si a mí me gustan que suenen, pa qué los voy a engrasar”.