Depresivos y maníacos
Esta generación que venía a transformar el país, tras chocar con la realidad, pasa los días justificando sus acciones y no planteando soluciones
Por lo general, los gobiernos experimentan sentimientos encontrados durante los cambios de Gabinete. Por un lado, se atraviesa el duelo que implica perder a un compañero de ruta y, por otro, surge la esperanza que caracteriza a los nuevos comienzos. Dicho esto, ¿cuál sentimiento prevalece en el último ajuste ministerial en Chile? Todo parece indicar que está más cargado a la melancolía que a la ilusión. El Gobierno no luce exaltado, sino que al contrario, actúa extraviado, sin un plan claro, c...
Por lo general, los gobiernos experimentan sentimientos encontrados durante los cambios de Gabinete. Por un lado, se atraviesa el duelo que implica perder a un compañero de ruta y, por otro, surge la esperanza que caracteriza a los nuevos comienzos. Dicho esto, ¿cuál sentimiento prevalece en el último ajuste ministerial en Chile? Todo parece indicar que está más cargado a la melancolía que a la ilusión. El Gobierno no luce exaltado, sino que al contrario, actúa extraviado, sin un plan claro, como si fuera un jugador que no logra encajar las piezas del rompecabezas. Las fichas del puzzle aparecen desparramadas a lo largo del segundo piso de La Moneda y, producto de la fragmentación del poder, el presidente aparece más solo y frágil que antes.
En el despacho presidencial ya no se hacen presentes ni Siches, ni Meza-Lopehandía, ni Jackson. De su núcleo original van quedando Crispi y Vallejo. En el caso del primero, se trata de un espejismo. En el instante que Revolución Democrática se quedó con un solo ministerio (Bienes Nacionales, como premio de consuelo) quedó de manifiesto, incluso para los ciegos, de que Crispi no cortó ni pinchó en el rediseño del Gabinete. Distinto es el caso de Camila, quien incidió y fríamente canjeó su sacrificio personal —dar la cara y poner las palabras— a cambio de más cuotas de poder. No solo le transfirió el ministerio de Educación al Partido Comunista, sino que además se da el lujo de elegir, en la medida de lo posible, cuando quemar o no capital mediático. Como todo vocero de Gobierno, debe poner dos cosas en la balanza: cuidar su capital político versus exponerse en pos del proyecto general. La forma en cómo está resolviendo esa delicada ecuación nos habla de su astucia, por supuesto, pero por sobre todo nos da indicios palpables del paupérrimo estado de salud que atraviesa el Gobierno.
Cuando el proyecto tiene quilla y va bien encaminado, el vocero de turno tiende a correr riesgos, porque ya no lo entiende como un costo, sino que como una inversión. En cambio, cuando el barco naufraga se produce el efecto contrario. Y esto se detecta fácilmente cuando un vocero reduce la frecuencia de sus intervenciones o cuando, frente a una pregunta incómoda, contraria a sus creencias e intereses, pasa a contestar con una muletilla del estilo de: “Yo hablo a nombre del gobierno, no a título personal”.
Cuando el Gobierno tiene más tintes de pasivo que de activo, entonces se reduce el número de postulantes y el elenco se torna escaso y enclenque. Al igual que una carrocería que se repara a punta de parches, el Ejecutivo hoy luce mal combinado y descuadrado. Los líderes que nos invitaban a soñar, han caído en cuenta, con varios porrazos de por medio, que el poder se trata más de administrar y menos de protestar. Esta generación que venía a transformar el país, tras chocar con la realidad, pasa los días justificando sus acciones y no planteando soluciones. El resultado de este desacople es tan nocivo como tajante: aumenta la distancia entre la élite gobernante y la ciudadanía, ensanchando una grieta por donde emerge en forma de maleza la desconfianza. Se trata de un caldo de cultivo idóneo para el surgimiento de los caudillos y falsos profetas.
Nuestros vecinos son un ejemplo fidedigno de esta tragedia. Mientras en Chile aún vivimos presos de una gris apatía, al otro lado de la cordillera, una energética histeria trazó, como un relámpago, su voto en la papeleta. Tras el triunfo de Javier Milei, un tercio de los argentinos pasó de experimentar una profunda depresión a una rauda y franca manía. Siguiendo el frenético compás de la bipolaridad, a quienes votaron Milei, hoy les toca vivir una sensación de vertiginoso y exacerbado optimismo.
Nadie puede negar que Milei tiene filo comunicacional. Pero, al mismo tiempo, resulta imposible obviar que vive a costa de la burda e insensible polarización. Se trata de un candidato de filo populista, que divide el mundo entre buenos y malos, amigos y enemigos, el pueblo y la casta. La historia en este ámbito es implacable y nos demuestra que cuando se ha aplicado dicha fórmula confrontacional, la política -la buena política- termina por degradarse y la convivencia alcanza niveles peligrosos de ebullición. ¿Se puede llamar liberal a un político que actúa desde el mesianismo, que impulsa refundaciones y no reformismos progresivos?. Claramente la respuesta es no. No obstante, a la luz de los resultados, pareciera que para muchos la existencia de un mal (el peronismo-kirchnerismo) sirve de justificación para otro mal (Milei). Como me dijo un porteño recientemente en Buenos Aires: “Voto a Milei, no tenemos nada que perder”. A lo que pensé, tras servirme la última copa de Malbec: “En este mundo redondo, es difícil saber dónde está el fondo”.