La fractura de Chile
Desde que la derecha pasó a ser una alternativa de Gobierno viable, la polarización no ha dejado de aumentar. La centroizquierda tomó distancia de su propio legado y se sumó a tesis refundacionales que tenían en su centro el cambio constitucional
Este fin de semana el pueblo chileno vuelve a las urnas para definir a los redactores de una nueva propuesta constitucional. Es el segundo intento, luego del fallido proceso que terminó con una contundente victoria de la opción rechazo en el plebiscito realizado el 4 de septiembre del año pasado. La propuesta presentada en esa oportunidad por la convención constituyente fue generada por una clara mayoría de izquierdas, que logró un amplio respaldo en el contexto de las expectativas de...
Este fin de semana el pueblo chileno vuelve a las urnas para definir a los redactores de una nueva propuesta constitucional. Es el segundo intento, luego del fallido proceso que terminó con una contundente victoria de la opción rechazo en el plebiscito realizado el 4 de septiembre del año pasado. La propuesta presentada en esa oportunidad por la convención constituyente fue generada por una clara mayoría de izquierdas, que logró un amplio respaldo en el contexto de las expectativas de cambio abiertas por el estallido social de octubre de 2019.
Pero el dilema constitucional que tensiona a la sociedad chilena es muy anterior a la inesperada ola de malestar y violencia desatada en ese momento. En rigor, sin una perspectiva histórica, sin poner de relieve los profundos traumas que este proceso encarna, es difícil entender que un país cuya transición a la democracia se inició hace más de tres décadas haya llegado, en el marco de una crisis social y política, a la convicción mayoritaria de que el núcleo de sus principales problemas estaba en la Constitución impuesta por la dictadura de Augusto Pinochet. Más todavía cuando del articulado original de esa Constitución ya queda poco, luego de más de sesenta reformas.
Las interrogantes claves son entonces: ¿por qué un sector importante de la sociedad chilena sigue viendo en la herencia institucional de la dictadura la raíz de los problemas que la aquejan en el presente? ¿Qué conexión hay entre los desafíos económicos y sociales que hoy enfrenta el país con un régimen militar que, en los hechos, terminó hace ya 33 años?
Sin duda hay respuestas diversas para estas preguntas. Pero hay al menos una que ese enorme segmento que conforman la izquierda y la centroizquierda chilena se han negado sistemáticamente a mirar de frente. Es la asociada al dolor y la frustración de no haber podido derrocar a la dictadura de Pinochet; de haber luchado en todos los frentes durante muchos años, para verse forzados a aceptar al final una dura realidad: la Constitución y el modelo económico impuestos por los militares no iban a ser removidos por las protestas y la movilización social; el único camino para sacar a Pinochet del Gobierno pasaba por resignarse a las reglas del juego y al cronograma institucional fijados por la propia dictadura.
La oposición ganó el plebiscito del 5 de octubre de 1988; construir esa mayoría política y electoral fue una enorme victoria para las fuerzas opositoras. Pero no era esa la gesta que habían soñado en sus largos años de lucha contra el régimen. Más bien, se llegó al plebiscito de 1988 precisamente porque no se pudo derrocar a la dictadura y ello tuvo secuelas muy complejas en el destino de la transición. Implicó, entre otras cosas, la continuidad de la Constitución y del modelo económico, la existencia de senadores designados y de comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas inamovibles por la autoridad civil. También, la existencia del sistema electoral binominal y un duro recordatorio de ese derrocamiento frustrado: Pinochet seguiría en la jefatura del Ejército por ocho años más luego de dejar el Gobierno, para asumir después como senador vitalicio. Un símbolo viviente de todo a lo que sus opositores debieron renunciar cuando aceptaron una transición pactada en el marco de las reglas del juego de sus adversarios.
Ese mar incandescente de dolores y frustraciones nunca abandonó el alma de la izquierda y la centroizquierda chilenas. Se mantuvo ahí, como una profunda grieta durante los años de la Concertación en el poder, entre 1990 y 2010. Fue alimento de un espíritu crítico y autoflagelante que, desde el propio Gobierno, contaminaba la evaluación de sus logros y sus déficits. Hasta que llega el año 2010, cuando finalmente la derecha chilena arriba al poder en elecciones democráticas y los aparentes consensos que habían hecho posible la transición chilena empezaron a caerse a pedazos.
Desde que la derecha pasó a ser una alternativa de Gobierno viable, la polarización no ha dejado de aumentar. La centroizquierda tomó distancia de su propio legado y se sumó a tesis refundacionales que tenían en su centro el cambio constitucional. Una agenda que, desde el estallido social de octubre de 2019, se impuso como el marco privilegiado para encausar las profundas divisiones que recorren a la sociedad chilena desde hace décadas. Fractura política e ideológica, pero también sociocultural, que tuvo en el golpe militar de 1973 su dramático clímax; que pareció atenuarse durante los años de la Concertación en el poder, pero resurge con fuerza cuando las fuerzas políticas que sostuvieron a Pinochet durante su régimen retornan al Gobierno.
Con todo, los chilenos no se resignan. Este domingo 7 de mayo vuelven a las urnas, buscando el camino para un consenso constitucional. Reglas del juego mínimas que puedan empezar a recomponer un orden político dolorosamente fracturado por las inclemencias de la historia reciente.