Jorge Edwards: al centro de la fiesta y al mismo tiempo en su margen

El gusto por los placeres y desvelos de este mundo llevó al escritor por derroteros únicos que lo convierten en un testigo esencial del siglo XX chileno y latinoamericano.

El escritor chileno Jorge Edwards posa para un retrato en París, el 20 de abril de 2007.Ulf Andersen (Getty Images)

La muerte de alguien al que le gustaba vivir es siempre un hecho desconcertante. Este rasgo, el gusto por los placeres y desvelos de este mundo eran en Jorge Edwards algo más que una característica personal. Fue ese gusto lo que llevo a su carrera de escritor por derroteros únicos que lo convierten en un testigo esencial del siglo XX chileno y latinoamericano.

Edwards empezó escribiendo cuentos llenos de observaciones frescas y feroces sobre lo que llamo “El orden de las famili...

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La muerte de alguien al que le gustaba vivir es siempre un hecho desconcertante. Este rasgo, el gusto por los placeres y desvelos de este mundo eran en Jorge Edwards algo más que una característica personal. Fue ese gusto lo que llevo a su carrera de escritor por derroteros únicos que lo convierten en un testigo esencial del siglo XX chileno y latinoamericano.

Edwards empezó escribiendo cuentos llenos de observaciones frescas y feroces sobre lo que llamo “El orden de las familias”. Su talento natural para mirar por las cerraduras de su clase social, una oligarquía más o menos arruinada, lo destinaba a ser como sus compañeros y amigos del boom un creador y destructor de mitos. Pero uno de esos primeros cuentos de su inolvidable libro El patio lo llevo a conocer a Pablo Neruda. Este encuentro, paralelo a la frecuentación de Enrique Lihn y Nicanor Parra, le hizo ver que había en su vida y en la de los que lo rodeaban un material invaluable para la escritura. Se convirtió entonces en el biógrafo de una cultura entera desde sus olvidadas cocinas hasta sus inolvidables salones pasando por sus oscuros pasillos sin perderse nunca del todo en el laberinto.

No dejo nunca la ficción, sino que uso la textura y la técnica de la novela para contar lo que vio y vivió desde extraño lugar en que siempre le tocó vivir: al centro de la fiesta y al mismo tiempo en su margen. Persona non grata, testimonio de un desencuentro tan personal como político, tan literario como histórico, es la máxima representación de esa doble condición de invitado principal y paria desheredado que le da a su escritura toda su riqueza. Representante del Chile de Salvador Allende en la Cuba de Fidel Castro, en vez de gozar la fiesta ofrecida vio debajo de la mesa las patadas y en vez de callarse lo que vio lo conto. Exiliado por Pinochet y mal visto por el resto del exilio chileno, buscó en España y su literatura una casa en que aguantar la tempestad. Una vez ida esta volvió a su casa primera, la cultura chilena donde siguió practicando el deporte de estar en el medio y a las afueras.

Es raro que esa expresión, “persona non grata”, haya quedado asociado para siempre a su persona. Edwards era por cierto una persona absolutamente grata. Un hombre para las cuatro estaciones que vi adaptarse a los más extraños ambientes y divertida e inesperada situaciones a alta horas de la noche. Siempre fue el primero en llegar y el ultimo en irse y el único que no perdía nunca ni los estribos, ni los papeles, aunque su seriedad a esta hora era como la de Groucho Marx, cualquier cosa menos seria.

Muchos escritores sufren de “falsa humildad”, Jorge sufría de “falsa soberbia.” Diplomático de carrera, sabía de protocolo, pero odiaba la solemnidad. Fui parte de un taller literario que intento dar en su departamento de la calle Santa Lucia, pero la primera sesión se dedicó a contar anécdotas casi nunca literarias y el taller naufrago ahí mismo. No le gustaba dictar cátedras, ni hablar de técnica literarias, técnicas que por lo demás manejaba a la perfección. No tenía por la neurosis literaria ningún respeto, aunque vivía rodeado de escritores que quería o dejaba de querer siempre por motivos personales.

Cada vez que me lo encontraba empezábamos desde cero, como si no nos conociéramos, hasta que descubría toda la gente que teníamos en común hasta encontrar, como buenos chilenos, algún parentesco. Entre medio de estas perpetuas presentaciones nos hicimos amigos. Lo recuerdo una noche subiendo una cuesta en Madrid con una botella de vino bajo el brazo preguntándome por sus posibilidades sentimentales con la dueña de casa. Tenia 82 u 83 años por entonces pero el viejo era yo. Esa imagen, una de tantas por el estilo, me gusta recordar ahora que cometió el impudor imperdonable de morirse.

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