La libertad al carajo
Argentina se empeña en hacerse la difícil: como si, a falta de otros méritos, se jactara de seguir siendo incomprensible
Albert Einstein tenía razón cuando quiso sintetizar nuestra época: todo se filma, nada se transforma. En estos días la Argentina ha producido imágenes incendiarias, sangrientas, y su gobierno, pese a ellas, se embarra en el relato de una historia que no fue.
La Argentina se empeña en hacerse la difícil: como si, a falta de otros méritos, se jactara de seguir siendo incomprensible. Pero a veces esa confusión es puro humo, y una comparación simple sir...
Albert Einstein tenía razón cuando quiso sintetizar nuestra época: todo se filma, nada se transforma. En estos días la Argentina ha producido imágenes incendiarias, sangrientas, y su gobierno, pese a ellas, se embarra en el relato de una historia que no fue.
La Argentina se empeña en hacerse la difícil: como si, a falta de otros méritos, se jactara de seguir siendo incomprensible. Pero a veces esa confusión es puro humo, y una comparación simple sirve para empezar a despejarlo: en el último año el consumo de alimentos bajó alrededor del 15% mientras la venta de coches nuevos se duplicaba. No hay forma más gráfica de retratar el quiebre de las dos Argentinas, ese tercio más o menos acomodado que convive con dos tercios al borde del abismo: los que se compran –ahora con menos impuestos– coches nuevos, los que no siempre comen suficiente.
La inflación sigue baja –baja, para Argentina, ronda el 70 % anual– así que el gobierno mantiene, según las encuestas, bastante apoyo. Pero el señor Milei empieza a pagar su estafa con su criptomoneda, su proclama de que todos los homosexuales son pedófilos, su torpeza para comprar periodistas en directo, su desprecio por las reglas de la Constitución, sus exabruptos repetidos, su vanidad extrema, su violencia. Así que todos esos políticos emboscados que esperaban alguna debilidad del gobierno para salir al ruedo ya lo están haciendo, lo cual puede ser un síntoma de esa debilidad o el enésimo error de estos políticos –que pueden incluso conseguir, con su inmenso desprestigio, que sus críticas refuercen a su adversario. Allí está, en última instancia, la clave del desastre argentino: si hubiera habido –o se formara– una oposición que no fuera culpable de décadas de degradación, todo sería muy distinto.
Mientras tanto, los jubilados porteños llevan semanas reuniéndose todos los miércoles frente al Congreso Nacional para reclamar por su pobreza. El señor Milei, decidido a cortar el gasto público con su famosa motosierra, les dejó un ingreso promedio de 280 dólares en un país donde el propio gobierno cotiza la canasta básica alrededor de 1.000. O sea: comen menos, no consiguen sus remedios, viven a los saltos. Así que los manifestantes fueron aumentando y también los policías y también la represión: hace dos semanas las imágenes de grandotes con uniformes y cascos espaciales pegando a ancianas y ancianos se difundieron por todo el país. Los grandes medios las retacearon; las redes ocuparon su lugar.
Entonces apareció la reacción inesperada, tan argenta: primero fueron los hinchas de un equipo chico, Chacarita Juniors, los que dijeron que había que defender “a nuestros viejos”. En menos de un día se les habían sumado las hinchadas de los demás clubes, tras una frase de Diego Armando Maradona, 1993: “¿Cómo no los voy a defender? Tenemos que ser muy cagones para no defender a los jubilados”.
Por eso el miércoles pasado un millar de policías y gendarmes con cascos y escudos y chalecos antibalas, camiones hidrantes, pistolas lanzagases, bolas de goma y eso que el maestro Quino llamó “el palito de abollar ideologías”, atacó a unos pocos miles de jubilados y jubiladas y militantes de alguna izquierda y muchachos futboleros.
(Se discute si eran hinchas o barras. Las barras bravas son uno de los mayores aportes de la cultura argentina a la mundial: grupos cuidadosamente organizados, muy jerárquicos, muy activos que, so pretexto de defender a sus equipos –“sus colores”–, defienden su propio poder, su economía. Su núcleo son unas docenas, unos cientos: señores sin oficio ni beneficio conocidos que suelen vivir del fútbol de una manera extraña.
Cada equipo argentino tiene una barra –brava– y esa barra tiene su feudo en las tribunas y en el club y en sus alrededores: controlan, parapoliciales, que en la cancha reine su orden y ningún otro venda drogas o entradas sospechosas, que nadie más robe. Allí también pueden cantar contra un jugador que no les paga o a favor del que sí; en los alrededores controlarán y cobrarán por los aparcamientos –con la ayuda de la policía– y, a veces, prestarán sus servicios de custodia y violencia a algún dirigente, algún político. Ser barra –jefe o jefecito de una barra– es una ocupación full time, que a menudo supone ciertos riesgos –un tajo, una prisión, un tiro–, pero rinde lo suyo, recompensa.)
Muchos de los manifestantes dijeron que no eran “barras” sino “hinchas normales” de cada uno de sus equipos. La policía, en todo caso, no hizo distinciones: cargó, pegó, tiró; algunos manifestantes intentaron contestarles con piedras y un par de barricadas. Alguien quemó un patrullero y media docena de contenedores; buena parte del periodismo argentino sostiene que fueron agentes de los servicios de inteligencia encargados de agregar drama a la escenografía para justificar la represión: lo han hecho muchas veces. Mientras tanto, dentro del Congreso, varios diputados libertarios y ex libertarios se trenzaban a puñetazo limpio –¿limpio?– por diferencias seguramente metafísicas: quizá no todos comparten sus interpretaciones de Aristóteles de Estágira y Andrónico de Rodas. No hubo detenidos.
En cambio, en las refriegas de afuera, los policías apresaron a 120 señores y señoras; al día siguiente la jueza de turno los liberó porque no había ninguna información sobre sus supuestos delitos –pero pudo comprobar que solo cinco de ellos eran barras. En esas refriegas la policía hirió con sus palos a varios viejos y, sobre todo, con una granada de gas lacrimógeno a Pablo Grillo, un reportero gráfico de 35 años. Grillo sigue, desde entonces, en coma, porque el proyectil le rompió la cabeza mientras hacía sus fotos. En todo el mundo las “fuerzas de seguridad” tienen la orden estricta de disparar esas granadas en un ángulo de 45° respecto al suelo, para no herir a nadie; la primera reconstrucción periodística del hecho muestra que un gendarme disparó rasante, de la manera más prohibida. Con más tiempo y más profundidad, una red ciudadana, @mapadelapolicia, le mostró a la prensa y a la justicia lo que debía hacer e identificó al tirador como un “cabo primero Guerrero” de una “unidad móvil número seis” de la Gendarmería.
Mientras Grillo era operado a vida o muerte, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, decía en un programa de televisión que la manifestación era “un intento de golpe de estado” y que el fotógrafo era empleado de una municipalidad kirchnerista. No era cierto pero parece que, para ella, eso justificaba que le tiraran a matar. Patricia Bullrich es una mujer de 68 años que ha sido peronista, radical, liberal, ministra de varios gobiernos de distintos partidos y candidata macrista a la presidencia en 2023. Fue entonces cuando su contrincante, Javier Milei, dijo que había sido “una terrorista que ponía bombas en los jardines de infantes y mataba niños”. Eso no le impidió, ya derrotada, sumarse a su gobierno con entusiasmo de conversa. No era la primera vez: tiempo atrás había dicho que ella y Macri eran “como el agua y el aceite” antes de unirse a su gabinete cómo ministra de Seguridad. Con Milei recuperó ese cargo para representar una vez más la apoteosis de la mano dura. Así que ahora dejó muy claro que “no investigaría a su policía”. Poco después su presidente la respaldó: “Los de azul son los buenos”, dijo, con la profundidad que lo caracteriza.
La semana pasada la represión sin normas quedó legitimada en la Argentina. Este miércoles muchas más personas y organizaciones se unirán a los jubilados para enfrentar la violencia del Estado y subrayar que la libertad de manifestar y reclamar es inalienable –aunque no forme parte de esa “¡libertad carajo!” que siempre grita el comandante en jefe. Que ya proclamó que reprimirá con todas sus fuerzas, convencido de que cada palazo que dan sus policías le mantiene el apoyo de miles y miles. Quizá tenga razón, ojalá se equivoque: los argentinos no solíamos ser así. Hace unos años, pese a todo, Maradona tenía más razón que Einstein.