Entonces, Argentina

El país es la especulación permanente, la duda y la interpretación eternas y, al menos, un par de teorías calientes y amargas como café instantáneo

Una mujer sostiene un cuadro de Cristina Fernández de Kirchner cuando era presidenta de Argentina.Juan Ignacio Roncoroni (EFE)

Los hechos son pocos y bien visibles: un hombre de 35 años se movió entre una multitud, puso una pistola calibre 380 a menos de cincuenta centímetros del rostro de Cristina Fernández, gatilló y la bala no salió. De inmediato fue detenido.

A partir de allí, Argentina.

Esto es, la especulación permanente, la duda y la interpretación eternas y, al menos, un par de teorías calientes y amargas como café instantáne...

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Los hechos son pocos y bien visibles: un hombre de 35 años se movió entre una multitud, puso una pistola calibre 380 a menos de cincuenta centímetros del rostro de Cristina Fernández, gatilló y la bala no salió. De inmediato fue detenido.

A partir de allí, Argentina.

Esto es, la especulación permanente, la duda y la interpretación eternas y, al menos, un par de teorías calientes y amargas como café instantáneo: 1) un neonazi brasileño quiso asesinar a la vicepresidenta o 2) fue un montaje para hacer de Cristina Fernández la mártir perfecta, perseguida por la justicia primero y ahora por los intolerantes.

El contexto se ocupa de todo. Kirchner fue acusada por un fiscal de dirigir una organización criminal que robó dinero a los argentinos usando contratos de obras públicas durante su presidencia. Los hechos que rodean la acusación son de novela y de pasmo. El fiscal pidió doce años de cárcel, el proceso está en su tramo final. Cristina acusó a la oposición, los medios y la Justicia de complotarse para acabar con su herencia política: ella, dijo, es una víctima. Sin vergüenza alguna —la señora no la tiene—, Cristina dijo que querían destruir los doce mejores años de la historia contemporánea argentina.

Unos cuantos cientos se reunieron frente al edificio donde vive Fernández de Kirchner a clamar su inocencia y defenderla. Sus seguidores la idealizan, sus críticos la execran. Los vecinos se molestan —Cristina, líder de un movimiento que ha hecho fe de su amor por los pobres, vive en un barrio muy recoleto—, la policía intentó desalojar a los manifestantes, hubo trifulcas menores. La tensión subió. Kirchner arengó a sus seguidores varias veces frente a su casa, el fiscal que la investiga no retrocedió, Argentina va a elecciones con un presidente de papel —adivinen quién está detrás—, la oposición podría desalojar al peronismo del poder, el juicio está cerca de llegar a su fin. Aparece el tipo de la pistola.

A partir de allí, Argentina.

Que fue un atentado, que fue un montaje. Un Boca-River del magnicidio.

Cualquiera en su sano juicio condena un atentado, un intento de atentado y un supuesto atentado. Pero Argentina, antes que una nación, es una disputa. Las redes sociales y los medios fueron el espacio tanto para la condena por el —aparente, real— intento de asesinato de Kirchner como para echar a volar la teoría del montaje. Dos videos de diez segundos que muestran el disparo fallido han cavado nuevos y frescos metros en la zanja —brecha, grieta— entre quienes adoran a Cristina y quienes la odian con idéntica franqueza.

Argentina: unos creen a fe ciega, otros descreen de la divinidad de Cristina.

Argentina debe ser el único país del planeta donde, para atacar al poder, un tipo decide asesinar a la vice y no al presidente. Cristina como la Vladímir Putin de un Alberto Fernández que no es sino un muy visible Dmitri Medvedev. El peso de Fernández de Kirchner —un animal político de una ambición desmesurada— es maradoniano: amor y odio por toneladas, aunque sin goles.

Escribí en Twitter, intentando separarme del calor, que el descrédito de Fernández de Kirchner es tan impresionante que un número significativo de personas no parece dudar: el atentado ocurre justo cuando la Justicia parece tenerla cercada. Ven una actuación a la luz del día: Cristina y sus amigos contrataron a un bartolito muerto de hambre para que apriete el gatillo de una pistola trabada; el pueblo unido tras Cristina, que vuelve refulgente de amor, sigue el show. A minutos del suceso, un afamado aplaudidor de Kirchner dijo que Dios la protegió y que ahora “nos toca a nosotros” cuidarla porque la policía —del gobierno del que es parte Cristina— no lo hace. El Estado y la ley no sirven, solo la tribu y la fe nos salvan.

No entraré en la discusión de café.

Es grave que sea un montaje —y la amoralidad y el deseo absoluto de poder de Fernández de Kirchner, visible hasta para quien ni siquiera vive en Argentina, habilita que millones lo piense— pero es también capitalmente grave esto: si, digo, en efecto atentaron contra la vicepresidenta de una república y la gente no lo cree, no hay acuerdo posible. La realidad está rota. En un caso, escribí, paga por el descrédito un político y su grupo; en el otro, el riesgo institucional es enorme.

Lo que subyace ahora —me temo y deseo que no— es el estado de irresolución. Del mismo modo que muchos no creen la idea del atentado, muchos saben —con la convicción de los que han visto demasiado— que, aunque lo fuere, quizás jamás se sepa de quién es la verdadera mano detrás del gatillo.

Entonces, Argentina. La paranoia gana.

Argentina es un país largamente afecto a las conspiraciones en el café. La psique colectiva ha estado sometida a décadas de frustración por la imposibilidad de alcanzar —no ya el destino manifiesto de gran nación con el que millones de sus habitantes han sido criados— sino condiciones mínimas de estabilidad para un país tan simpático y enervante como periférico.

Una clase política banal e incapaz ha sido responsable directa de esa degradación, y Cristina Fernández ha sido partícipe —cuando no líder— de tal desastre. El cansancio moral es tal que tiñe a todos o casi todos. Demasiada dirigencia se ha ganado a pulso dudas legítimas de la sociedad. Han abonado con mentiras, traiciones y desdén el cinismo, el nihilismo y el qualunquismo argentinos. El escenario político en Buenos Aires se ve desde fuera como una novela bufa de populismos hipercalóricos, moderados irrespetados y experimentos extremos.

Se juega, arriesga y falla como si, en vez de un país con personas sensibles, Argentina fuese un tiro de esquina: pateemos, a ver qué sale. Argentina ha vivido tantos años acumulando frustración que se sube a la próxima esperanza con los dientes cada vez más apretados y las ojeras más oscuras. Se frustra, putea, vuelve a probar. Cada vez más frustrada, cada vez más hundida en su propia arena movediza. No quiero caer en la recurrida idea de que allí, en el sur del mundo, confluyen todos los círculos dantescos ni avivar la bipolaridad nacional de que en el país se viven los mejores y los peores tiempos dickenseanos al mismo tiempo. Quizás Argentina sea explicable, pero la mayor parte del tiempo —y hoy es tal— es incomprensible.

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