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La brújula sigue apuntando a los pueblos

Los corruptos lo saben: sin los pueblos indígenas y los barrios organizados no habría Gobierno de Arévalo en Guatemala

En mayo de este año, escribí sobre la detención de Luis Pacheco y Héctor Chaclán, autoridades indígenas de los 48 Cantones de Totonicapán, criminalizados por ...

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En mayo de este año, escribí sobre la detención de Luis Pacheco y Héctor Chaclán, autoridades indígenas de los 48 Cantones de Totonicapán, criminalizados por defender la democracia en Guatemala durante los 106 días de resistencia de 2023. Entonces, dije que su encarcelamiento no era un caso aislado, sino un mensaje: cuando la democracia se ejerce desde abajo, los corruptos tiemblan. Cinco meses después, ese mensaje se volvió grito.

El 26 de octubre de 2025, el presidente Bernardo Arévalo denunció lo que los pueblos ya sabíamos: el golpe de Estado avanza. Entre la detención de nuestras autoridades y el discurso presidencial, hay una historia que debe contarse completa. Porque lo que está en juego no es solo un gobierno: es la posibilidad misma de que existan otras formas de democracia. El golpe no empezó en el Palacio Nacional o contra el Tribunal Supremo Electoral; comenzó contra los fiscales y jueces probos exiliados, contra cada periodista y defensor desplazado con violencia, con cada autoridad indígena criminalizada. Comenzó contra las asambleas y las varas de autoridad que se alzaron en 2023 para defender el voto popular.

Primero criminalizaron al pueblo, luego atacaron a los funcionarios del nuevo Gobierno. La estrategia es transparente: encarcelar a quienes sostuvieron la defensa de la democracia para luego anular los resultados que la resistencia hizo posibles. Los corruptos lo saben, sin los pueblos indígenas y los barrios organizados no habría Gobierno de Arévalo. El presidente tiene razón cuando advierte que se busca corromper las elecciones de los órganos de justicia en 2026, pero ese intento de captura viene de lejos.

El terrorismo judicial que hoy denuncia nació cuando se acusó de “terroristas” a quienes organizaron movilizaciones pacíficas y defendieron el voto popular. Lo que temen no es a un presidente débil: le temen al pueblo organizado y al modelo ancestral acusado de subversivo porque demuestra que es posible otro modo de vivir. Lo que está en disputa no son solo cargos, sino dos modelos de democracia. La liberal —institucional, elitista, que se agota en los discursos— y la comunitaria, la que cuida la vida, rota el poder y toma decisiones colectivas.

El sistema judicial corrupto no encarcela a Luis y Héctor por romper la ley, sino por recordarnos que la ley puede ser distinta. Si un pueblo puede vivir en comunidad, deliberar, construir acuerdos y cuidar sus bienes comunes, todo el edificio de la corrupción se tambalea. El presidente pide a la OEA una sesión extraordinaria para defender la democracia. Bien. Pero esa defensa también debe mirar sobre todo hacia adentro: hacia las comunidades que la sostuvieron cuando su institucionalidad se derrumbaba y que siguen enfrentando despojos. La brújula sigue apuntando a los pueblos. Porque el poder real no está en los palacios, sino en quien sirve sin esperar recompensa. Ese poder —el poder del k’axk’ol, del servicio y la dignidad— es el que las élites temen y por eso criminalizan. Pero no pueden con él. Lo que se construye en comunidad no se derrumba con decretos judiciales.

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