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La guerra se infiltra en las entrañas del Estado: el escándalo que expone las grietas de la inteligencia colombiana

Una revelación periodística muestra cómo las disidencias de las FARC penetraron en las instituciones

En un país acostumbrado a que cada semana estalle un escándalo que sepulta al anterior, uno ha logrado mantenerse en el centro del debate durante dos semanas. Colombia volvió a sacudirse tras un reportaje que denunció la posible infiltración de una facción disidente de las antiguas FARC en el Ejército y en la principal agencia de inteligencia del Estado. Las revelaciones, emitidas en horario estelar por Noticias Caracol, sugerían accesos irregulares a información militar sensible y contactos de guerrilleros con altos mandos. La noticia reactivó uno de los temores más profundos de la institucionalidad colombiana: la capacidad de los grupos armados para corromper el aparato estatal.

El episodio golpeó de lleno al gobierno de Gustavo Petro, que respondió con acusaciones de manipulación mediática y cálculo político, mientras que la oposición exige respuestas y la Fiscalía abre una investigación. Una vez más, el país enfrenta una disputa narrativa al estilo Petro contra el mundo.

Noticias Caracol tuvo acceso a los archivos digitales incautados al disidente Calarcá Córdoba y a varios de sus hombres tras su captura y posterior liberación en julio de 2024. Según la investigación periodística, esos dispositivos —computadores, memorias y teléfonos— contenían chats, correos y documentos internos que mostraban que su grupo armado habría accedido a datos sensibles sobre movimientos de tropas, operativos y rutas militares, dándole ventaja frente al Ejército.

En esos mismos archivos aparecen mencionados el general Juan Miguel Huertas, actual comandante de personal del Ejército, y el director de operaciones de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) Wilmar Mejía, señalados como posibles contactos útiles para la disidencia. Algunos documentos apuntaban incluso a que la disidencia habría influido en movimientos internos de personal y en la orientación de acciones tácticas en zonas donde los guerrilleros tienen presencia.

La investigación sugiere no solo un intento calculado de la disidencia por colarse y corromper las entrañas del Estado —algo habitual en un país donde el conflicto armado resucita en varias guerras simultáneas—, sino también la existencia de grietas dentro de la propia institucionalidad. Grietas que, según los indicios, van desde fallas profundas de control hasta posibles complicidades que ponen en jaque el papel del Estado contra el crimen. Se transluce además una sangrienta guerra interna entre mandos militares. La revelación desató una tormenta política y jurídica que aún no termina de aclararse.

Colombia ha vivido múltiples casos de infiltraciones y complicidades, algunos puntuales y otros más amplios, especialmente entre militares y los extintos paramilitares entre mediados de los años noventa e inicios del siglo. El fenómeno parecía haberse reducido en los últimos años y por eso la noticia generó un aluvión de cuestionamientos sobre el estado de la contrainteligencia de Colombia. Provocó también una reacción airada y furiosa de Petro.

En su primera intervención, el presidente colombiano acusó al noticiero de presentar información incompleta y de construir una narrativa que favorecía a la oposición. Sostuvo que no había pruebas concluyentes de esa infiltración, que era un engaño de la CIA, la agencia que, según el político opositor y exministro de Interior, fue la fuente que llevó a que el Gobierno anterior hubiera retirado a Huertas del servicio. Más adelante, sin embargo, Petro precisó que había alertas internas sobre contactos irregulares entre agentes estatales y grupos armados, pero que la exclusiva exageraba su gravedad. Insistió en que su Gobierno estaba fortaleciendo la inteligencia estratégica y depurando estructuras heredadas.

La respuesta del DNI y el Ministerio de Defensa fue menos pasional. Ambos negaron que la disidencia hubiera tenido acceso directo a información clasificada y confirmaron la existencia de investigaciones internas por posibles fallas en los protocolos de seguridad. Y mostraron una preocupación real por las posibles infiltraciones, más allá de cualquier debate político: ordenaron auditorías, revisiones de antecedentes del personal y la activación de controles de contrainteligencia. La Fiscalía no ha anunciado imputaciones formales, aunque ha llamado a declarar a varios testigos.

Con el paso de los días, el caso ha dejado atrás las responsabilidades penales para convertirse en un ejemplo de guerra por la narrativa. Petro insiste en que se trata de unas filtraciones selectivas diseñadas para atacarlo —a pocos meses de las elecciones presidenciales de las que saldrá su sucesor— e incluso ha señalado, con nombre propio, al reputado periodista que lideró la investigación, Ricardo Calderón. Le acusó de no contrastar sus fuentes y “construir falsedades con el fin de debilitar el proyecto político del gobierno y fortalecer” el de la oposición.

Lo paradójico es que una segunda entrega de este escándalo acabó beneficiando a Petro. Empujado por la repercusión mediática, El Tiempo reveló un audio en el que, según aseguró, se escuchaba a Mejía presionar a oficiales para entregar información que beneficiaba al Gobierno a cambio de garantizar ascensos. El problema era que no se trataba de la voz de Mejía y el diario acabó reconociendo que correspondía a otra persona.

Hoy el entramado sigue abierto. La Fiscalía continúa su indagación, las auditorías internas no han concluido y la oposición tiene un jugoso caso con el que atacar a Petro. Sigue en el aire la pregunta de si hubo o no una infiltración, pero el sistema de inteligencia colombiano enfrenta un escrutinio sin precedentes en los años recientes. También una presión creciente para demostrar que puede blindarse frente a la guerra externa, pero también la interna.

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