Para acompañar a Venezuela
La trampa era predecible, y hoy todo el mundo sabe que Maduro perdió las elecciones. El empeño del régimen en su victoria amañada y tramposa deja diecinueve venezolanos muertos, y nadie puede creer seriamente que no habrá más
Hace una semana escribí sobre las palabras amenazantes de Maduro, que auguró un “baño de sangre” si su régimen perdía las elecciones. Hoy sabemos que las ha perdido; lo sabe todo el mundo. Es más: uno puede pensar que fue Maduro el primero en saberlo, salvo que es difícil hacerse una idea de cuánta información le dan al presidente los miembros de su nomenklatura mafiosa, que son los que mueven los hilos en la trasescena. De todas formas, eso va importando menos cada día: más importante es que lo sabe la oposición, que ha recopilado las actas que el régimen oculta con excusas entre infantiles y...
Hace una semana escribí sobre las palabras amenazantes de Maduro, que auguró un “baño de sangre” si su régimen perdía las elecciones. Hoy sabemos que las ha perdido; lo sabe todo el mundo. Es más: uno puede pensar que fue Maduro el primero en saberlo, salvo que es difícil hacerse una idea de cuánta información le dan al presidente los miembros de su nomenklatura mafiosa, que son los que mueven los hilos en la trasescena. De todas formas, eso va importando menos cada día: más importante es que lo sabe la oposición, que ha recopilado las actas que el régimen oculta con excusas entre infantiles y estúpidas; lo saben los Estados Unidos, que ya han dado el paso insólito de reconocer la victoria de Edmundo González; y lo saben, aunque no lo digan, varios líderes de la izquierda democrática latinoamericana. Ahora mismo tratan de que el régimen entre en razón, no sólo para evitar una catástrofe de fronteras para adentro, sino porque saben que sus propias suertes políticas están atadas de cierto modo a la suerte de Venezuela.
Gabriel Boric, que es el más joven de todos y a veces parece el estadista más responsable, fue de los primeros en decirlo; y luego lo dijo Lula y ahora lo está diciendo Petro, cuyas anteojeras ideológicas no permitían esperar gran cosa en este sentido. Pero lo ha hecho: ha firmado el comunicado que pide una verificación imparcial de las elecciones y no caer en la violencia; y está bien que lo haya hecho. Tal vez se haya dado cuenta de que Colombia tiene mucho que perder si la autocracia corrupta y represora de Maduro se queda en el poder. Es más: de todos los miembros del vecindario, Colombia es el país que más sentiría los efectos secundarios de ese desastre. Los sentiría en su proceso de paz, que bien accidentado está ya, pero también en su economía y en su clima político. Una entronización de Maduro sería un regalo invaluable para los sectores más tontos de nuestra derecha, como ya lo ha sido para el histérico impresentable de Javier Milei y su cofradía internacional de populismos filofascistas.
(Por supuesto que sus contradicciones y sus incoherencias de siempre no abandonaron a Petro: que Colombia no haya firmado la resolución de la OEA, cuyo único objetivo era meterle presión al régimen para que revelara las actas, es incomprensible, contradictorio e irresponsable. Por otra parte, me pregunto por pura curiosidad qué estarán pensando los chavistas del partido de gobierno en Colombia: los que en estos días estuvieron elogiando sin rubor el sistema electoral venezolano, asegurando que eso sí es una democracia, diciendo que ojalá tuviéramos una así. ¿No les habrá dado un poco de vergüenza? Respuesta: creo que no.)
Ahora hablemos del sufrimiento de la gente. El régimen de Maduro lleva años condenando a los venezolanos a una pobreza tan dura, a una inseguridad tan rampante y a una pérdida de libertades civiles tan dramática, que mucho más de siete millones de ciudadanos han salido huyendo de su país destrozado. El fraude electoral más predecible del mundo, por lo menos para los que ya no teníamos ilusiones acerca de la transparencia de las elecciones, ha sido también el más doloroso; pues otros millones de venezolanos, que siguen viviendo en su país en condiciones más o menos deterioradas, contemplaron la posibilidad real de derrotar al chavismo jugando con sus reglas: era tan abrumador el rechazo al régimen, eran tan evidente en las calles el deseo de echar a los que han destrozado su país, que una oposición arrojada puso de lado las diferencias de otros años y participó en las elecciones aunque su candidata principal fue inhabilitada con trampas, y aunque sus candidatos locales llevaban años siendo perseguidos, y aunque el anuncio del resultado final estaría en manos de esa autoridad de guiñoles que es el Consejo Nacional Electoral.
No sé si creyeron en algún momento que un régimen como el de Maduro se va del poder tranquilamente. Yo no lo creí: los que tanto deben no pueden abandonar nunca el poder, porque entonces lo que deben les puede ser cobrado. La trampa era predecible; lo que no me parecía predecible era que la hubieran planeado tan mal. No sé si se deba a la hubris de los autócratas, que a partir de cierto momento siempre se creen a salvo de todo, pero es casi conmovedor que la oposición pueda desbaratar la farsa del CNE con el recurso simple de acudir a las actas de las mesas de votación y ponerlas en una página web, escaneadas, con códigos QR, para que todo el mundo pueda verlas: desde los ciudadanos a los periodistas de todo el mundo, que ya han comenzado a hacer su trabajo –véase el informe de Kiko Llaneras en este periódico– para concluir que los números de la oposición son fiables, y los del régimen, no tanto.
Es decir: lo que ya sabíamos.
Mientras tanto, el régimen sólo ha podido responder según su cansina costumbre: ocultando, persiguiendo y amedrentando. Ha expulsado a diplomáticos y observadores, entre ellos varios colombianos; ha negado la entrada a periodistas como Patricio Fernández; ha encarcelado a menores que se manifestaban privándolos de cualquier garantía jurídica; ha amenazado con crear cárceles para quienes participen en las protestas. Es decir: el régimen se comporta todos los días como la dictadura vulgar que desesperadamente dice no ser. La inenarrable torpeza de Maduro y los suyos no les sugirió que no era buena idea responder a los cuestionamientos diciendo que Machado y González “deberían estar tras las rejas”. Pero ahora los dos líderes de la oposición, cuyo instinto de conservación se ha aguzado durante el chavismo, están en paradero desconocido; y la torpeza inenarrable de Maduro y los suyos no se dará cuenta de que esa ausencia es la peor condena –y seguirá siéndolo, día tras día– de su régimen violento.
Y así llegamos al baño de sangre con el cual amenazó Maduro a sus compatriotas. Ya van diecinueve venezolanos muertos, y nadie puede creer seriamente que no habrá más.¿Es eso un baño de sangre? Lo sería una sola víctima de esta violencia patrocinada desde el oficialismo. Ahora bien, ¿se habrían podido evitar esas veinte muertes? ¿Se pueden, hoy, evitar las que vendrán si el régimen se empeña en su victoria amañada? Pues lo cierto es que vendrán: porque ninguna multitud tan descontenta, por más pacíficas que sean sus intenciones antes de salir a la calle, puede controlar la violencia soterrada que siempre está allí, que siempre busca una salida, y más cuando se tiene en frente a los agitadores del régimen, los agentes provocadores de las milicias urbanas y la fuerza pública que tendrá sus órdenes.
Ahora leo que la oposición ha convocado a una marcha para defender los resultados reales de las elecciones, y que el chavismo ha convocado a una contramarcha, y que el cínico Diosdado Cabello ha acusado a María Corina Machado de incitar a la violencia. Los que tenemos memoria sabemos cómo funcionan estas cosas: se acusa a los otros de incitar a la violencia para provocarla primero y culparlos después. Escribo estas líneas el viernes, víspera de las marchas, y sólo puedo desear con todas mis fuerzas que el domingo, cuando se publiquen, no las acompañe la noticia temible de la violencia. Pues puede que Maduro acabe siendo responsable de la sangre que Maduro prometió.
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