El megafraude en Venezuela impactará la campaña de 2026 en Colombia
La ‘venezolanización’ de Colombia es una metáfora que toma forma en la opinión pública como un fantasma que resucita con bríos. Petro guarda silencio mientras el mundo condena lo sucedido en las elecciones
Ya es un lugar común decir que Colombia y Venezuela son hermanos siameses y que todo cuanto ocurre a un país afectará al otro. Al fin y al cabo los dos países comparten más de 2.200 kilómetros de frontera, tienen los mismos orígenes históricos, sociales y culturales, y la libertad de ambas naciones se debe al mismo hombre: ...
Ya es un lugar común decir que Colombia y Venezuela son hermanos siameses y que todo cuanto ocurre a un país afectará al otro. Al fin y al cabo los dos países comparten más de 2.200 kilómetros de frontera, tienen los mismos orígenes históricos, sociales y culturales, y la libertad de ambas naciones se debe al mismo hombre: Simón Bolívar, hace más de 200 años.
Hoy, la agudización de la crisis política que vive Venezuela por el resultado fraudulento de las elecciones presidenciales del pasado domingo, con la reelección una vez más de Nicolás Maduro, se ha convertido en un tsunami político en el continente, con especial impacto en las elecciones presidenciales colombianas de 2026, que lidera el presidente Gustavo Petro, aliado incondicional de Maduro. No en vano, es uno de los países donde más visitas de Estado ha realizado.
Para comenzar, el presidente Petro, tan intenso agitador de masas desde su cuenta de X (antes Twitter), ha mantenido desde el pasado domingo un silencio monacal que ha despertado toda clase de sospechas. Desde la sede presidencial de Gobierno se dice que el mandatario está enfermo, pero nadie cree esa teoría. Es más creíble que el silencio sea estratégico y acordado como una postura compartida con México y Brasil, para asumir una posición conjunta que contenga una propuesta de salida a la crisis.
Estos tres mandatarios, que comparten el ser de izquierda, piden al Gobierno venezolano mostrar las actas de las votaciones antes de que el país se incendie aún más y el mundo lo aísle, mucho más de lo que ha padecido en el pasado. Pero Maduro prefiere hacerse el duro y sacar la guardia bolivariana a las calles a reprimir al pueblo antes que revelar las actas que de seguro mostrarán el tamaño del fraude realizado.
La postura de Colombia ha generado el rechazo de la opinión pública nacional, que la entiende no como una demostración de prudencia o decencia, sino de cobardía para enfrentar a Maduro. Colombia justifica su posición en la necesidad de salvaguardar el mercado común de más de setecientos millones de dólares, que benefician a la industria nacional y generan miles de empleos.
Petro busca diferenciarse del expresidente Duque, quien durante su mandato y fuera de él ha sido un acérrimo enemigo de Maduro y ha hecho todo cuanto puede para acabar con ese régimen socialista. Como presidente rompió relaciones diplomáticas, cerró el mercado común y el tránsito de personas, e incluso le mostró los dientes en la frontera, organizando conciertos y moviendo la tropa, pero también reconociendo a Juan Guaidó como presidente, recibiendo a más de dos millones de migrantes venezolanos, dándoles estatus migratorio y beneficios sociales para resistir —en su mayoría— una grave situación de precariedad en Colombia. Duque les dio a los migrantes el sueño colombiano para respirar democracia, garantizar sus mínimos vitales, tener legalidad y disfrutar de sus derechos sin ser estigmatizados.
Petro ha respetado esos beneficios, pero ha restablecido las relaciones con Maduro, lo ha visitado reiteradamente, y lo ha convertido, como durante el Gobierno Santos, en coadyuvante del logro de la paz en Colombia con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), muchos de cuyos líderes han permanecido protegidos por el régimen venezolano.
Venezuela ha sido el fantasma con el que la derecha combatió la elección de Petro y su narrativa de profundas reformas políticas. Más de once millones de colombianos que eligieron a Petro ignoraron esa perorata, pero hoy la venezolanización de Colombia es una metáfora que toma forma en la opinión pública como un fantasma que resucita con bríos. En estos momentos en que arde el país vecino, los medios trasmiten en directo el tamaño de la crisis, Petro guarda silencio mientras el mundo condena lo sucedido el pasado domingo, y Maduro expulsa a las delegaciones diplomáticas de siete países que se atrevieron a pedir transparencia. El silencio no ayuda, sin embargo, a superar el explosivo caos que se apodera de la tierra del libertador, prisionera de un tirano.
La agenda política colombiana ha cambiado en las últimas décadas. Durante muchos años, los anhelos de paz o las promesas de la victoria militar impactaban la agenda política y definían las elecciones. Esta vez, con el 2026 gravitando en el ambiente político, el desenlace de la aguda crisis venezolana será definitiva para millones de electores de centro e independientes, la llamada franja de opinión, que decide su voto en el último minuto en la boca de urna.
El futuro de Venezuela impactará el futuro de Colombia y sumará muchos puntos contra las posibilidades de reelección de la agenda petrista, demolida en estos días por el grave caso de corrupción en la Unidad Nacional de Gestión de Riesgos de Desastres, UNGRD, en donde los dineros públicos se pusieron en función de lograr apoyos legislativos en el Congreso a la agenda de reformas del Gobierno. Hoy, cinco ministros y dos altos funcionarios están en la mira de la Fiscalía, al igual que varios congresistas. Si la corrupción amenazaba el futuro de Petro, el manejo de la crisis venezolana agrava la situación política del mandatario.
Corrupción y venezolanización son dos ingredientes de una receta de demolición de la izquierda en Colombia, a la que se suma la testarudez del presidente Petro de meter a Colombia en el experimento del poder constituyente, que es como un llamado a la revolución permanente para demoler lo existente. Hoy los hechos conspiran contra la izquierda en Colombia, que ve imposible su reelección con Petro, prohibida por la Constitución, o con cualquier otro candidato. Por eso claman por la unidad, pero ese llamado suena hueco después de dos años de Gobierno y exceso de arrogancia de los congresistas y funcionarios radicales del Pacto Histórico, que hoy ven su proyecto herido de muerte por los errores propios, especialmente por los hechos de corrupción, pero también por el incendio del vecindario.
Esta debacle, por supuesto, no significa el triunfo de la extrema derecha, que tampoco ha sido capaz de ganar espacios y está acorralada en sus propios procesos judiciales y su incapacidad política. Es, sí, una enorme oportunidad para el centro político, que debe ser capaz de leer el momento y ofrecer una receta diferente a la apocalíptica de la derecha.
Un centro que defienda la Constitución y esté dispuesto a acelerar su cumplimiento; a generar consensos viables para impulsar las reformas aplazadas, cumplir el acuerdo de paz de La Habana con las FARC, sacar al país del viacrucis de la guerra controlando los territorios, avanzar hacia un país federalizado y liderar una agenda de integración internacional, que permita el resurgimiento de Colombia como un socio confiable y respetado.
La mayoría de los electores saben que solo basta mirar el espejo de Venezuela para entender que ese no puede ser el futuro de Colombia. El antídoto está en el cumplimiento de la Constitución de 1991, no en el regreso a los años de guerra ni en la búsqueda de mesías ni salvadores. Mientras Maduro incendia su país, la izquierda en Colombia ve con temor el mañana. Pero la derecha no puede cantar victoria. Es la hora de pensar en grande a Colombia, más allá del miedo, más allá del silencio. El péndulo está en el centro.
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