En Jamundí, los soldados custodian a la policía
En tres semanas de junio, las disidencias de las FARC suman diez ataques y hostigamientos. La población rural denuncia que vive bajo su total control
El reloj de pared de Betsabé Mota Puentes marca la misma hora desde hace nueve meses. Está colgado sobre una pared resquebrajada y a punto de venirse abajo. Las grietas asoman los ladrillos en la débil estructura sobre la que está sostenida toda la casa desde el pasado 22 de septiembre, cuando, a las 7:55 a.m., detonó un carrobomba en la cuadra en la que vive Betsabé en Potrerito, un corregimiento del municipio de Jamundí (Valle del Cauca). Los vidrios de las ventanas se reventaron y las paredes temblaron. El reloj no se cayó, pero se congeló a la hora exacta en que ocurrió el atentado. Fue de los primeros golpes de una guerra que arrecia en el sur del Valle del Cauca. La casa está apenas a una veintena de kilómetros de Cali, la tercera ciudad de Colombia.
Betsabé Mora Puentes tiene 70 años. Abre la puerta de lo que queda de su casa con cautela y desconfianza, como quien vive en medio de la zozobra. Todavía le tiemblan las manos cuando recuerda ese primer carrobomba o la granada que vino después, y que pusieron también a menos de 10 metros de su casa. Lo mismo cuando habla de los dos hostigamientos que han sufrido en esa cuadra. A las afueras todavía se ve el letrero en metal con el que se ganaba la vida. “Se arrienda habitación a persona sola”, dice. Pero de cinco que tenía para alquilar, le quedan apenas dos. Las otras tres son escombros.
En la zona está ubicada la subestación de Policía de Potrerito, una zona poblada a 10 minutos en auto de la cabecera del municipio. La Carrera Primera, que es la cuadra principal del corregimiento, desde hace dos semanas permanece cerrada con barriles y conos atravesados, cuando hombres del grupo disidente llamado frente Jaime Martínez volvieron a amenazar con fuerza. El pasado 21 de mayo, a primera hora del día, lanzaron una granada que quedó incrustada sobre un andén que colinda con una finca de recreo. Una semana después, cuando los niños de la Institución Educativa Alfonso López Pumarejo hacían fila para entrar al colegio, desde las montañas comenzó un hostigamiento con ráfagas de fusil que se prolongó por 15 minutos. Algunos menores evacuaron, otros se tiraron al piso.
Por ello, hace 10 días un comando de fuerzas especiales urbanas del Ejército llegó desde Villavicencio a custodiar esa estación de Policía. Otro grupo de militares hace presencia en el corregimiento de Robles, una media hora más al sur. Pese a ese refuerzo, el 20 de junio los disidentes hostigaron los policías y militares de Robles durante 75 minutos seguidos. Era el segundo ataque en menos de 24 horas. En ese corregimiento, que ha sido uno de los más atacados por las disidencias, ocurrió un nuevo ataque con explosivos este sábado, 22 de junio, cuando detonaron un artefacto explosivo en la mitad del pueblo.
Para el general Érik Rodríguez Aparicio, cabeza del Comando Conjunto 2 del Ejército, a cargo de las fuerzas militares en los tres departamentos del suroccidente, el conflicto se debe a los cultivos de uso ilícito. “Lo que nos sucede en las montañas de Jamundí es que los disidentes tienen organizada a la gente por chats de WhatsApp para impedir nuestro ingreso al territorio. Se sustentan en una asociación comercial. Les dicen que si sube el Ejército se acaba el negocio. El municipio tiene más de 1.600 hectáreas sembradas de coca”.
Sin embargo, para los líderes rurales de la región la situación es más compleja. Así lo explica Lina Tabares, defensora de Derechos Humanos e integrante de la Mesa de Paz de Jamundí. “Estamos a menos de 25 minutos de un cantón militar clave, el de la Tercera Brigada en Cali, y a 40 minutos de la sede de la Policía Metropolitana de Cali. Afectan a Jamundí para atacar a Cali. Ese es su mensaje”, dice. Jamundí es una pequeña ciudad de poco más de 130.000 habitantes. En los últimos años, se ha convertido en la residencia de miles de caleños que migraron en busca de una ciudad más pequeña para vivir. Es casi un suburbio de la capital del Valle del Cauca.
Cuando Tabares hablaba con este diario, dos hombres se acercaron a su vivienda. Ella alcanza a verlos de reojo en un monitor conectado a las cámaras de seguridad que instaló hace tres años, en una de las veces que la amenazaron de muerte por su labor. Extremó sus medidas de seguridad hace cerca de un mes, cuando dejaron los primeros explosivos en el parque del municipio. Desde entonces, ella y su familia cubrieron con cinta adhesiva todas las ventanas de su casa para minimizar los daños en caso de una bomba. “Estamos esperando una explosión”, dice con firmeza, como si no tuviera miedo. Los hombres se van.
Cuenta que los ataques del frente Jaime Martínez son una respuesta a la decisión del Gobierno de suspender en el suroccidente del país el cese al fuego que había firmado con la sombrilla de grupos disidentes del llamado Estado Mayor Central (EMC), con el que el Gobierno mantiene una mesa de negociaciones. El 17 de marzo de 2024, disidentes afiliados al EMC atacaron a indígenas en el municipio de Toribío (Cauca), unos 65 kilómetros al suroriente de Jamundí; desde entonces, el discurso del presidente Gustavo Petro hacia las disidencias de la región se radicalizó y llegó a llamarlos “traquetos”. Después, ordenó retomar las acciones militares en su contra hasta “neutralizarlos”. El EMC se fracturó, y sus estructuras en los departamentos del Valle, Cauca y Nariño han negado que los representen los negociadores que se sientan frente al Gobierno para hablar en nombre de su organización.
Según Tabares, quien también se ha sentado en la mesa de negociación con miembros de esas disidencias, la intención del frente Jaime Martínez no es otra que sembrar terror en la población para mostrar su poder al Gobierno. Lo están logrando. Este diario conoció un informe que varios líderes sociales de la zona hicieron llegar el mes pasado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la situación de seguridad en Jamundí, en el que advierten que, entre enero y abril, se habían cometido ocho secuestros, 36 homicidios y un ataque terrorista. Solo entre mayo y lo que va de junio, hay registro de al menos diez ataques más, entre bombas y hostigamientos.
El Jaime Martínez tiene una vieja presencia en este municipio de 577 kilómetros cuadrados. Jamundí tiene su cabecera en el fértil valle del río Cauca, que es una zona rural montañosa que alcanza los 4.200 metros sobre el nivel del mar. La otrora guerrilla de las FARC tuvo presencia allí, en los corregimientos de San Antonio, Timba, Bellavista y Villa Colombia. Por eso, durante años y hasta 2022, el Ejército hizo presencia permanente con un batallón de alta montaña. Ahora, la Gobernación del Valle del Cauca y el Ministerio de Defensa evalúan reinstalarlo. La guerra ha vuelto.
Mientras se define si regresa el batallón, con todo el significado del despliegue militar en un territorio, la presencia del Ejército comenzó a hacerse visible de manera intermitente. En la vía Panamericana, que conecta a Cali con el municipio, el pasado 20 de junio comenzaron a verse uniformados del Gaula Militar haciendo retenes en las carreteras. Algunos vehículos pitaban a los militares o les agradecían por su presencia. Es una vieja estrategia para mejorar la percepción de seguridad. Un vocero oficial del Batallón Pichincha, ubicado en Cali, explica a este diario que, desde que los atentados comenzaron a hacerse más frecuentes, varias unidades militares del país llegaron hasta ese municipio para desplegarse en varios puntos estratégicos. En especial, los puestos de la Policía que están siendo blanco de ataques.
El Jamundí que controlan las disidencias
Manuel* viaja hora y media desde la vereda de Bellavista hasta el centro de Jamundí para hablar sobre la situación de seguridad que vive en su vereda. Su relato y sus denuncias se repiten en casi toda la zona rural del municipio. EL PAÍS no pudo visitarlo en su casa, en la alta montaña: el control de las disidencias lo hizo imposible. Antes de presentarse, saca un carnet de la billetera que lo acredita como habitante de la vereda.
Es un documento que las disidencias exigen a las Juntas de Acción Comunal expedir para identificar a la población y controlar el ingreso de personas a las zonas que en las que ellos se mueven con holgura. “Le dijeron a los líderes que si esos documentos no los fabricaba la Junta, ellos mismos carnetizaban a la gente”, dice el líder en un susurro, como quien teme que las paredes lo escuchen.
Cuando comenzó ese proceso de carnetización, las juntas intentaron advertir a los campesinos que se trataba de una estrategia de “ellos”, como les dice Manuel. Abre su celular y muestra una las cartas de autorización que los líderes deben expedir cuando un extraño va de visita. Cuenta que los disidentes retienen por una noche o más a los que llegan y no logran identificarse o justificar su llegada. “A veces llaman a medianoche a los presidentes de las juntas para pedir que vayan a sacar a algún ‘fulano’ que no ha comprado el carnet. No tienen misericordia”, se lamenta.
En esa zona, la que prima es la ley de “la Jaime”. Los negocios nocturnos solo tienen permiso para operar hasta las 2:00 a.m.; cuando se pasan, el riesgo es una multa de 10 millones de pesos, unos 2.500 dólares. Las peleas entre vecinos también son sancionadas, frecuentemente con trabajos forzados en el campo. Se trata de una forma de control muy usual entre las guerrillas y los paramilitares que se extendieron por el país a finales del siglo XX e inicios del XXI, y que están de regreso en Jamundí.
En algunas veredas el control social es aún más estricto, y los campesinos deben presentar documentos que acrediten sus movimientos fuera de la zona rural, como facturas de pago del mercado cuando salen a abastecerse de víveres al casco urbano. La gente sabe que no se mueve una hoja sin que “ellos” lo tengan autorizado. Tras contar esa realidad, Manuel se despide temprano. Debe estar de vuelta en su vereda antes de las 10:00 p.m., cuando arranca el toque de queda impuesto por los violentos. “Si uno llega después de esa hora, tiene que tener una justificación como un documento firmado por el jefe que diga que uno salió tarde del trabajo, o alguna excusa médica”.
El fenómeno del reclutamiento a menores, según los líderes, es lo que les ha permitido robustecer sus filas. Un líder de San Antonio, al que guardamos su identidad por seguridad, explica vía WhatsApp que los disidentes buscan conquistar a los más jóvenes para que se vayan a “trabajar” con ellos. Dice que en diciembre llegaron a la vereda balones de fútbol marcados con las palabras “Jaime Martínez”, y que desde que los niños cumplen 12 años, comienzan a ofrecerles trabajos por 500.000 pesos (unos 125 dólares) al día.
Mientras escribe, el líder va borrando los mensajes de su celular. Y explica que el temor de los pobladores es llegar a ser señalados como “sapos” [chivatos]. A él ya le han revisado el teléfono varias veces. “Cuando sospechan de alguien, lo paran y le piden el celular. Si encuentran algo sospechoso, se lo llevan y quizás no vuelve a aparecer”. El miedo a hablar es inminente. “Estamos secuestrados en nuestro territorio”, reclama con desespero.
En la mayoría de corregimientos que controlan los disidentes de la Jaime Martínez no hay ataques armados, pero las fuentes consultadas lamentan el abandono de la Fuerza Pública que, dicen, no ven por esos lados desde hace unos dos años. “Ellos saben que están acá, que a los comandantes guerrilleros los encuentran sentados en el parque de San Antonio o de Bellavista, vestidos de civil haciendo inteligencia. No se atreven a venir a protegernos”, dice el líder de San Antonio con la voz bajita y aguda. Ese reclamo hace eco en personas que viven también en San Vicente, Villa Colombia, Rioclaro y Quinamayó.
El general Rodríguez, que comanda las fuerzas armadas en ese territorio, dice que la ausencia se debe a que en el año van ocho asonadas de la población civil en otras veredas para sacar a los uniformados a golpes. La misma población reconoce que, de no hacerlo, las disidencias los amenazan con matarlos. Aunque no es tan fácil contradecir al que tiene los fusiles, el general insiste en que, en otras partes del país, los líderes se han parado más fuerte contra los armados. “En otras partes ya lo han hecho”, contesta, y dice que en cuestión de un mes, ya estará reestablecido el orden público en Jamundí. “De aquí a mediados de julio está todo controlado”, afirma con vehemencia.
Mientras llega ese momento, los afectados por los ataques con explosivos levantan sus negocios y sus vidas en medio de los escombros. El único cajero de Bancolombia de Jamundí, frente al que explotó la motobomba, permanece sellado con tablas de madera. La gente reenvía audios de WhatsApp en los que, hombres que dicen hablar en nombre del frente Jaime Martínez, amenazan con que los próximos blancos de ataques serán el Hospital Piloto de Jamundí y el Centro Comercial Alfaguara. Tras varias horas de esa amenaza, nadie confirma y nadie desmiente, pero tampoco hay quien custodie esos dos lugares. El líder de San Antonio, que recorre Jamundí a diario, deja un reclamo final: “Lo que tememos que siga pasando es que nos ataquen a ojos de todo el mundo, pero sin que nadie haga nada para prevenirlo”.
*Nombre cambiado por seguridad de la fuente
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