El Congreso lamentable

Los comportamientos decorosos o simplemente dignos están cada vez más ahogados en el Congreso colombiano. Las voces prudentes quedan hundidas en el escándalo de los que no hablan ni siquiera para los noticieros, sino para las redes

Manifestantes protestan frente al Congreso contra los asesinatos de líderes sociales, en la Plaza de Bolívar, en Bogotá, el pasado 20 de febrero.Long Visual Press (Getty Images)

Ya no pasa una semana sin que nuestra clase política nos dé una razón más para avergonzarnos de ella. Diría que lo más peligroso del triste espectáculo que dan todos, en particular tantos congresistas, es la posibilidad de que nos acabemos acostumbrando a la indignidad y a la memez como forma de hacer política; pero no lo puedo decir, porque la verdad es más preocupante y más diáfana: ya estamos acostumbrados. Y ahí están, entonces, esos congresistas de vergüenza que se las lían a los alaridos en el capitolio como si estuvieran en una pelea de barras bravas, y que nunca debieron salir de su há...

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Ya no pasa una semana sin que nuestra clase política nos dé una razón más para avergonzarnos de ella. Diría que lo más peligroso del triste espectáculo que dan todos, en particular tantos congresistas, es la posibilidad de que nos acabemos acostumbrando a la indignidad y a la memez como forma de hacer política; pero no lo puedo decir, porque la verdad es más preocupante y más diáfana: ya estamos acostumbrados. Y ahí están, entonces, esos congresistas de vergüenza que se las lían a los alaridos en el capitolio como si estuvieran en una pelea de barras bravas, y que nunca debieron salir de su hábitat natural: las cloacas de internet. Se creen que están en el mundo virtual de sus videos y sus tuits, que son lugares –en eso estamos de acuerdo– donde se queda atrás el que no insulte o manotee groseramente o agreda con las palabras. Pero no están ahí, sino en el mundo real, un mundo donde ocurren cosas que marcan la vida de todos. No deberían estar en el congreso, pero están. Y así nos va.

El más reciente espectáculo nos llegó por cortesía de un congresista youtuber o influencer (no sé cómo se defina el personaje de marras, y poco me importa), que se comportó durante una moción de censura como si estuviera en una manifestación de plaza o en una de esas peleas baratas del arrabal de cuchilleros que es Twitter. Cuando una senadora pidió que la cosa entera se condujera de otro modo, y habló de respeto y de tranquilidad, cometió el error de llamar perro rabioso al influencer o youtuber. Sí, fue un error: en un segundo, ella bajó al barrial donde medraba él. Lo siguiente fue una de las escenas más lamentables que he visto últimamente, y saben los dioses que del congreso colombiano llegan con frecuencia escenas lamentables: el youtuber o influencer abalanzándose contra la senadora con su teléfono en la mano, para grabar sus propios gritos histéricos y compartirlos con el mundo. De inmediato, otra persona –del lado de la senadora, suponemos– se acerca con su propio teléfono celular, para grabar su propio video y compartirlo por sus propios canales, tal vez para denunciar o dejar constancia del comportamiento atrabiliario del hombre.

Pero lo que me llama la atención de toda la escena es algo que no tiene que ver con la pelea de turno, ni con el decoro que podemos exigirle a un congresista de la república (no se sabe cuál de las dos palabras está más gastada), ni con la razón o la sinrazón de la moción de censura. Me llama la atención el uso del teléfono, que para mí es la metáfora perfecta de la degradación de nuestra política. Desde un punto de vista sociológico, el fenómeno es muy interesante. Cuando se sintió insultado, después de insultar él mismo, lo primero que hizo el influencer o youtuber fue hacer un video del enfrentamiento con la senadora, sin duda por la convicción de que lo más importante no era lo que estaba pasando: era que lo vieran sus seguidores. La reacción instintiva de patio escolar –del que va a refugiarse con los suyos, con su barra, porque alguien le está diciendo cosas feas– es fascinante sobre todo por tratarse de un adulto. Y hay algo en toda la escena que definitivamente no es adulto, y eso es quizás lo más molesto del episodio: la infantilización general.

Y da vergüenza ajena. Muy pronto tendremos que pedirles a nuestros congresistas, echando mano del diccionario de Turbay, que reduzcan el infantilismo a sus justas proporciones. Pues son episodios como éste los que nos dificultan a algunos –no a todos: muchos ya se han acostumbrado– ver a estos individuos como adultos responsables. No sé en qué momento llegaron a hacer las leyes que nos gobiernan a todos, pero bien merecido nos lo tenemos. Han llegado allí por votos, y eso es un comentario maravilloso sobre lo que les importa a los ciudadanos; y habrá que aceptar que no sólo tenemos el gobierno que nos merecemos, sino también el Legislativo. Pero recibir los votos no viene, al parecer, con un mínimo de dignidad o de respeto por el cargo, aunque sea un respeto hipócrita. Y eso es grave, porque la democracia es un sistema de gobierno que depende de un cierto grado de hipocresía. Nadie dice en política lo que realmente piensa, o nadie lo solía decir, porque las formas de la democracia son (o eran) lo que nos impide (o nos impedía) caer en la degradación y la violencia retórica.

Permítanme aquí una pequeña digresión sobre este tema de la importancia de las formas. A Donald Trump, un estafador con espíritu de mafioso, acosador sexual, racista de manual, tramposo de constitución y mentiroso compulsivo, le debemos buena parte del deterioro de la política contemporánea; pero quizás su legado más dañino, a largo plazo, sea la convicción que se ha instalado en sus seguidores de que Trump es genuino porque “dice lo que piensa” o “dice las cosas como son”. Primero que todo, no es verdad: Trump no dice las cosas como son, sino que dice las cosas como son para un adolescente de setenta y tantos años, narcisista, misógino y acomplejado; y sus seguidores sostienen que lo admiran por decir lo que piensa, cuando en realidad lo admiran por pensar lo que dice: porque es lo mismo que piensan ellos, y así ven legitimados su propio racismo, sus odios, sus prejuicios y su violencia reprimida. Fin de la digresión.

En este congreso hay lo mismo que ha habido siempre: una minoría de servidores públicos genuinos, demócratas de vocación y ciudadanos de compromiso, que tienen que negociarlo todo con una mayoría más o menos venal, más o menos corrupta, más o menos politiquera. Pero ahora hay un ingrediente novedoso para esa minoría, pues sus voces prudentes y sus comportamientos decorosos o simplemente dignos quedan fatalmente ahogados o hundidos en el escándalo de los que no hablan para el congreso, ni siquiera para los noticieros, sino para las redes. Para las redes se hacen videos ridículos de gente que salta frente a la cámara como niñatos para celebrar una victoria política; para las redes se hacen puestas en escena pueriles y vergonzosas, como las de los concejales que se pasearon en moto por su lugar de trabajo. (Si siguen así, van a llegar a congresistas). Los nuevos congresistas han llevado al congreso sus costumbres y su talante, contaminando con su indecencia un lugar ya lo bastante frágil en ese sentido, y donde los decentes –que los hay– se sienten cada día más solos.

Tan solos como se sienten, según me cuentan, los usuarios de Twitter que renunciaron un buen día a la ética del insulto, a la descalificación, a la guerra de mierda. Muchos han cerrado sus cuentas y ahora son felices, pero los congresistas buenos no pueden irse. Y contamos con ellos para que no se vayan, porque dejarían el patio entero en manos de los frívolos, los pueriles, los irresponsables, los indignos.

Parlamentarios, se llaman estas personas: y sería para reírse si no fuera para llorar.

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